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“Jesús el Pan de vida que ha bajado del Cielo”

7/31/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed” (Jn 6, 35). En la filosofía moderna y contemporánea que estudiamos en nuestras universidades circula un pensamiento pesimista y existencialista. Pensadores como Martin Heidegger, Frederick Nietzsche entre otros han estipulado que el ser humano es un ser para la muerte y han proclamado la “muerte de Dios” (Nietzsche). El mundo moderno ha bebido de estas filosofías y ha llevado al ser humano a dejarse de preguntar por la vida eterna. Como decía un antiguo adagio romano, “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Pero ¿este es el fin de la vida? ¿vivir para morir? No tiene mucho sentido. Por eso la Revelación de Dios viene en nuestro auxilio y nos dice que el ser humano fue creado por Dios para la vida eterna. Para vivir esa vida el Señor nos ofrece su cuerpo y su sangre bajo las apariencias de pan y vino. La Eucaristía es el alimento que nos da la vida eterna.

El pueblo de Israel en el Antiguo Testamento peregrina por el desierto tras la promesa de la tierra prometida. Pero el pueblo empezó a murmurar contra el Señor. Creyó que Yahvé, Dios, le había abandonado. El Señor manifiesta su poder al decirle a Moisés que los “hartaría de carne y pan” (cfr. Ex. 16, 12). Aquí surge el milagro del maná. La expresión “maná” es una dicción hebrea que significa “¿qué es esto?” El maná no es simplemente pan sino también las aves que pasaron por un momento irregular por el desierto. Realmente era un milagro: la comida les viene desde el cielo. El Señor no deja desprovisto al ser humano de lo que necesita, sino que le da lo necesario para vivir.
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El Señor no solo da lo necesario para esta vida sino también para la vida eterna. El hombre no fue creado simplemente para comer, disfrutar y gozar la vida. Es un error decir que “la vida se hizo para vivirla”. Su existencia no se limita a bienes efímeros. La vida del hombre esta llamada a perseguir las alturas del cielo. San Agustín expresa este misterio antropológico en sus Confesiones: “porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, 1, 1, 1). El hombre moderno anda inquieto buscando en dónde descansar. Pone su descanso en los bienes efímeros y deja su alma saturada de preocupaciones inútiles. El mismo Israel lo entendió ya que “no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cfr. Dt. 8, 3b).

El maná es la figura del gran milagro que viene del cielo. Este alimento es solo el anticipo del gran alimento celestial. “Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envío a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley” (Gal. 4, 4). Jesús es el verdadero pan de Vida. El Señor en el momento de la última cena da el verdadero alimento: su cuerpo y su sangre bajo las apariencias del pan y de vino. El Hijo de Dios por medio del misterio de la encarnación habita en medio de nosotros y por el milagro eucarístico viene a habitar en nuestros corazones. Jesús es el verdadero Maná que nos viene del Cielo. La Palabra de Dios se hace comida para que podamos vivir para siempre. El mismo Jesús lo dice: “yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6, 51).

El tesoro más grande que tiene la Iglesia es la Eucaristía. El papa san Juan Pablo II nos lo recordaba en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, “Iglesia de la Eucaristía”:


“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza” (EE. 1).

Ciertamente el cristiano no puede vivir sin Jesús sacramentado. Él es el verdadero maná bajado del cielo. No podemos caminar el camino de la vida eterna sin este Misterio de fe. Por medio de la Eucaristía Jesús se hace comida y compañero de camino. Nos vuelve a nosotros Sagrarios en medio del mundo. 
 


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“Comerán y quedarán saciados”

7/24/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

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Dios hace mucho con poco. Es el testimonio del Evangelio de este Domingo. Jesús multiplica los panes y los peces para saciar una multitud de hombres, mujeres y niños. Una gran gesta hermosa que nos manifiesta el misterio profundo de la Eucaristía. El gran milagro de amor por el cual vivimos, nos movemos y existimos. Como diría san Agustín “los milagros que realizó nuestro Señor Jesucristo son, en verdad, obras divinas que invitan a la mente humana a elevarse a la inteligencia de Dios por el espectáculo de las cosas visibles”. Ciertamente fue un gran espectáculo la multiplicación de los panes, el haber dado a 5, 000 hombres sin contar a mujeres y a niños. Pero como ya expresamos es manifestación de un misterio más profundo.

El misterio que nos manifiesta el milagro de la multiplicación de los panes va unido a la Eucaristía. La Eucaristía es un milagro de amor infinito que ha venido a saciar el hambre y la sed de Dios. Dios se hace comida y se da aquellos que necesitan de su gracia para atravesar el camino de la vida. La Eucaristía es vida para el alma; es Jesús que se entrega en cuerpo, sangre, alma y divinidad a nosotros. Los gestos litúrgicos de Jesús nos manifiestan la obra de santidad quiere realizar en cada uno de nosotros. San Pablo exhortaba a los Efesios a reconocer su vocación divina. Vocación que solo puede ser alimentada y fortalecida por la Eucaristía; por el pan vivo bajado del Cielo. No hay sensación más hermosa y gratificante que ser participes de la mesa celestial en la tierra.

Jesús a través de la Iglesia y del ministerio sacerdotal quiere llegar a todas las gentes. El santo cura de Ars lo decía a sus fieles: “quiere Él, para el bien de todas sus criaturas, que su cuerpo, su alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo, a fin de que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos y así en Él hallemos toda suerte de dicha y felicidad” (Santo Cura de Ars, Sermón del Jueves Santo). Sobre el altar nunca faltará su presencia ni careceremos del alimento indispensable de su cuerpo y de su sangre. La multiplicación de los panes es el deseo de Jesús de estar en cada rincón del mundo y del alma.
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“A quien mucho se le dio mucho se le exigirá”

7/18/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“En aquel tiempo los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado” (Mc. 6, 30). Los discípulos vuelven al Señor después de su envío. En ese momento ellos rinden cuentas de los frutos adquiridos, de los contratiempos, de la aceptación y del rechazo que tuvieron en la misión encomendada. Jesús, viendo su mezcla de emoción y fatiga les invita a ir a un lugar apartado para estar con él. Allí podrían descansar tranquilamente. Pero la necesidad era tanta que la gente los seguía constantemente. Tanto así que bordearon la orilla hasta dar con Jesús y sus apóstoles. El Señor no pudo dejarlos solos, sino que los atendió porque la gente andaba como ovejas sin pastor (cfr. Mc 6, 34). Aquí se cumplen las palabras del salmista: “el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas” (Ps. 23, 1-2).

Jesús quería enseñar a sus discípulos que nuestra vocación cristiana no es un empleo de tiempo parcial sino una respuesta constante a entregarnos a los demás y a Dios sin reserva. Toda vocación cristiana implica una entrega radical. Un padre y una madre de familia; un sacerdote; un laico; un religioso o religiosa esta llamado a dar la vida. Porque dando su vida a la vocación a la cual ha sido llamado la está entregando a Dios y aquellos que fueron confiados a su cuidado. Así cuando un esposo se entrega a su esposa, se está entregando a Dios; cuando un sacerdote se entrega a su parroquia se está entregando a Dios; cuando un religioso se entrega a su carisma y a su comunidad, se esta entregando a Dios. Al final de nuestra vida el Señor nos pedirá cuentas de esa entrega. Muy bien decía san Juan de la Cruz: “al final del día me juzgaran en el amor”. En efecto, Dios nos pedirá cuentas en lo que hemos empleado nuestro amor y nuestras fuerzas.

El Señor Jesús repetía a sus discípulos: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24). No podemos ser fieles a lo que Dios nos pide si no escuchamos su voz. Fue el caso de Sedecías en la profecía de Jeremías y lo que les sucedió a varios reyes de Israel. Ellos escucharon la voz del pecado y no la del Señor que se manifestaba por medio de los profetas. Tanto así que la consecuencia de las acciones de Sedecías fue el destierro de Israel a Babilonia. También nosotros podemos echar por borda lo que Dios nos ha confiado. Por querer agradar a los demás podemos acabar desagradando al Señor. En fin, de cuentas son las consecuencias de amar al pecado antes que a Dios. Ya lo decía san Agustín en su libro “Ciudad de Dios”, “te amas a ti mismo hasta el desprecio de Dios o amas a Dios hasta el desprecio de ti mismo” (Civitate Dei, XIV, XXVIII). Que el amor propio no nos aparte del Amor verdadero.
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Los discípulos dieron testimonio del amor de Dios, de su misericordia y de su perdón. También denunciaron el pecado y expulsaron espíritus malignos. Por eso la gente seguía buscando a Jesús porque lo conocieron a través de los discípulos. Hoy conocemos a Jesús de un modo distinto: por la presencia real en la Eucaristía. Hoy debemos como discípulos y misioneros llevar a las gentes a los pies de Jesús sacramentado. Esa es nuestra misión en el mundo de hoy. Nosotros no somos los protagonistas sino el Señor. Que Santa María Virgen nos ayude a ir a los pies de Jesús sacramentado y hacer lo que él nos diga.  


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“La necesidad de anunciar el Evangelio hoy día”

7/10/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

El papa Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi se realiza una pregunta fundamental que debe interpelar a cada uno de los bautizados: ¿Qué es evangelizar? El Sumo Pontífice responde que “evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu…este testimonio resulta plenamente evangelizador cuando pone de manifiesto que el Creador no es un poder anónimo y lejano: es Padre” (EN, 30). Este es el gran anuncio del Evangelio. Hay un Padre en el cielo que quiere engendrarnos por el bautismo a una vida nueva y enviarnos al mundo para que demos testimonio de su amor. Cuando acogemos este mensaje de salvación somos liberados de los malos espíritus y nuestras enfermedades son sanadas por el poder de Dios.

Cuando escuchamos y acogemos la Palabra de Jesús somos liberados del mal y somos invitados a dar testimonio de dicha liberación. De esta forma nos hacemos discípulos y misioneros del Señor. El papa Francisco en su exhortación apostólica nos recuerda a los cristianos el poder del Evangelio en el mundo de hoy: “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG, 1).  El Evangelio nos libera de la tristeza y del vacío porque nos da la alegría de la presencia de Dios.
El mundo de hoy tiene necesidad de escuchar la buena nueva de salvación. Muchos les cuesta oír las noticias de nuestro país. Entre problemas políticos, económicos, injusticias y publicidades irracionales nos queda por preguntarnos a dónde nos dirigimos. Ante todo, el Señor nos envía al mundo para proclamar la Buena Nueva de salvación. Llevar el anuncio del Evangelio a nuestros lugares comunes es un servicio liberador de todos los bautizados. Es liberador cuando iluminamos los retos de hoy con la Palabra de Dios.

La fuerza del Evangelio no procede de nosotros mismos, ni de nuestras técnicas ni de ser “influencers” en las redes. Nuestra fuerza proviene de nuestro encuentro con Jesús en la oración y en la santa Misa. Sin ese encuentro personal con el Señor nuestros esfuerzos evangelizadores van directo a la ruina. Por tal razón estamos llamados a orar antes que evangelizar. Lo fundamental de nuestra evangelización es vivir unidos a Jesús. Ya lo dice el salmista, “si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles; si el Señor no vigila la ciudad en vano vigilan los centinelas” (Ps. 127, 1). El mismo Señor nos lo recuerda: “sin mí nada pueden hacer” (Jn 15, 5). Antes de anunciar el Evangelio, antes de vivirlo coloca tus anhelos en las manos de Dios.
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“La misión profética de Cristo”

7/3/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio” (LG. 12), nos dice la constitución Luz de las Gentes del Concilio Vaticano II. La Iglesia goza del don profético desde el día de su institución. Ella es la que lleva al mundo la Palabra de Cristo para anunciarla a las gentes. El mismo Jesús se lo decía a sus discípulos: “a quienes ustedes escuchan a mí me escucha” (Lc. 10, 16). Pero esta misión profética de la Iglesia no siempre es acogida ni creída en el mundo moderno. En efecto, experimentamos una apatía a la fe.  No debemos temer ya que al Señor tampoco le aceptaron su testimonio que procede del Padre. Más aun el evangelio de hoy nos lo recuerda ya que “no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando” (Mc 6, 6). Sin embargo, fijémonos que la falta de fe no detuvo al Señor, sino que prosiguió con la fuerza del Espíritu anunciando la Buena Nueva.

Los profetas del Antiguo Testamento les ayudo siempre el hacerse consientes de su misión. El profeta Ezequiel nos narra su experiencia con la voz del Señor. Yahvé, por medio del Espíritu, le comunica la misión a Ezequiel y le hace consiente de las dificultades que enfrentara ante el pueblo de Israel. Sin embargo, el Señor le dice “yo te envío a los israelitas” (Ez 2, 3). Pero ese envío no significa que ira solo a pronunciar la Palabra a un pueblo duro y obstinado. Ezequiel no ira solo, sino que contara con la fuerza del Señor. Esto le ayudo para enfrentar las dificultades y anunciar a tiempo y a destiempo la palabra a él confiada (cfr. 2 Tim. 4, 2).

Muy bien decía Santo Tomás de Aquino, “Dios no llama a los capacitados, sino que capacita a los que llama”. Cada uno de los profetas fueron capacitados por Dios para llevar a cabo la misión que les fue conferida. El Señor fortalece también aun en los momentos de desaliento. San Pablo se lo decía a los Corintios en los momentos de prueba que estaban atravesando: “es Dios quien nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes” (2 Cor. 1, 21). El mismo apóstol de los Gentiles se lo recordaba al joven obispo Timoteo ante la misión que estaba por emprender, “proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar” (2 Tim 4, 2). Esa misma paciencia incansable se la debemos pedir nosotros al Señor. Una paciencia incansable para vivir nuestra fe en el Señor cada día con un ánimo tenaz y perseverante.  

Uno de los lugares que puede causarnos dificultad para vivir nuestra fe y anunciarla es en nuestro entorno familiar. El mismo Jesús lo expresó con un poco de ironía y angustia ante la falta de fe de los de su casa: “no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa” (Mc. 6, 4). Los de la casa de Jesús no vieron más allá. Simplemente contemplaron al hijo de José. Los de su casa no ponían su atención en las obras que realizaba, en las palabras que venían de Dios, sino que se quedaban en las apariencias ordinarias de Jesús. De él no esperaban nada más. En nuestras casas podemos experimentar lo mismo. Cuando intentamos dar algún consejo, alguna advertencia y buscamos ayudar nos ponen un sello que no nos permite entrar en el mundo de aquellos que viven a nuestro lado. Sin embargo, a pesar de su indiferencia y rechazo estamos llamados a vivir con intensidad la fe y los misterios que el Señor nos ha revelado.

Esta Palabra del Evangelio aun hoy se cumple. La Iglesia cuando alza su voz profética para animar y denunciar el mundo de hoy se hace de oídos sordos. Confunde constantemente la voz profética de la Iglesia con la palabra “condena” o “excomulgación” cuando en realidad es todo lo contrario. Al igual que Cristo cuando la Iglesia eleva su voz es para anunciar, denunciar e invitar a la conversión. ¿Por qué el mundo de hoy no la acepta? ¿Por qué nos cuesta escuchar la voz de Dios a través de la Iglesia cuando se pronuncia en contra de la ideología de género, del aborto, de la eutanasia y temas similares? Porque el mundo de hoy esta aferrado al pecado y confundido por las artimañas que el enemigo ha sembrado en los corazones heridos. Por tal razón estamos llamados ante todo a tener una actitud de escucha y apertura a la Palabra que Dios nos quiere entregar. Vivimos rodeados del ruido del mundo que nos grita insistentemente a los oídos que la Iglesia esta mal, que habla de cosas pasadas sin conexión al presente. Por eso es necesario entrar en el silencio de Dios y escuchar su voz. Es allí donde el Señor obra: en el silencio de la razón y del corazón y no en la irracionalidad ni el aislamiento egoísta en el que vivimos. 



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