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Palabras de Papa Francisco - Primer domingo de Cuaresma

2/18/2024

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Tomado de: https://www.vaticannews.va/es/evangelio-de-hoy.html

Cada año, al comienzo de la Cuaresma, este Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto nos recuerda que la vida del cristiano, tras las huellas del Señor, es una batalla contra el espíritu del mal. Nos muestra que Jesús se enfrentó voluntariamente al Tentador y lo venció; y al mismo tiempo nos recuerda que al diablo se le concede la posibilidad de actuar también sobre nosotros con sus tentaciones. Debemos ser conscientes de la presencia de este enemigo astuto, interesado en nuestra condena eterna, en nuestro fracaso, y prepararnos para defendernos de él y combatirlo. La gracia de Dios nos asegura, mediante la fe, la oración y la penitencia, la victoria sobre el enemigo. Pero hay algo que me gustaría subrayar: en las tentaciones Jesús no dialoga nunca con el diablo, nunca. En su vida, Jesús no tuvo jamás un diálogo con el diablo, jamás. O lo expulsa de los endemoniados o lo condena o muestra su malicia, pero nunca un diálogo. Y en el desierto parece que haya un diálogo porque el diablo le hace tres propuestas y Jesús responde. Pero Jesús no responde con sus palabras; responde con la Palabra de Dios, con tres pasajes de la Escritura. Y esto es lo que debemos hacer también todos nosotros. Cuando se acerca el seductor, comienza a seducirnos: “Pero piensa esto, haz aquello...”. La tentación es la de dialogar con él, como hizo Eva; y si nosotros entablamos diálogo con el diablo seremos derrotados. Grabaos esto en la cabeza y en el corazón: no se dialoga nunca con el diablo, no hay diálogo posible. Solo la Palabra de Dios. (Ángelus, 21 de febrero del 2021)
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Comentario al Evangelio del domingo, 11 de febrero de 2024

2/11/2024

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Alejandro Carbajo, CMF
https://www.ciudadredonda.org

​Sintiendo lástima, lo tocó.
Queridos hermanos, paz y bien.

No podemos imaginar lo que significaba la lepra. Hoy sabemos que no es contagiosa, al menos, tanto como se creía en la antigüedad. Lo que en libro del Levítico se consideraba lepra, se entiende en nuestra época como otras afecciones más leves y temporales, que, en muchas ocasiones, se pueden curar. De todos modos, la prudencia sanitaria aconsejaba que el enfermo se marchara del grupo, y esta marginación social incluía, además, una marginación religiosa: el enfermo era declarado impuro. Se le privaba de la salvación, porque la enfermedad era causada por alguna culpa, y eso significaba que el enfermo era un pecador.

​Antes de seguir, merece la pena recordar que Jesús es un hombre que no considera a nadie impuro ni perdido, porque todos son hijos de Dios. Es más, son los marginados los favoritos de Jesús, hasta el punto de ser considerado impuro Él mismo. También Él, en su momento, morirá fuera de la ciudad, en la cruz, como un apestado.

En realidad, la enfermedad siempre tiene algo de marginación. Hasta las más leves, como una gripe, nos pueden dejar “fuera de combate”. Nos impide trabajar, nos hace débiles y dependientes, reduce nuestra libertad. Es verdad que, gracias a Dios, las enfermedades no se consideran ya ni maldiciones ni castigos divinos. Pero nos enfrentan con nuestra debilidad y con la fragilidad de la vida. La reciente pandemia del covid nos lo ha recordado a toda la humanidad. El enfermo, físico o psíquico, por culpa propia o ajena, o por pura casualidad, es alguien que está al margen y que para sobrevivir necesita pedir, incluso suplicar. Con esa situación de necesidad nos podemos sentir todos identificados.

Pablo nos recuerda una realidad que, a veces, la sociedad competitiva y de éxito en la que vivimos olvida. No siempre debemos hacer todo aquello a lo que tenemos derecho (cfr. Rom 15, 1). A veces, por amor, tenemos que dejar de ejercer nuestros propios derechos. Cargar con el peso de los débiles.

Pablo quiere cerrar el debate sobre si es lícito comer la carne sacrificada a los ídolos. Se ve que, como ahora, había distintas sensibilidades. Para unos era solo carne; para otros era una blasfemia. Pablo entendía que esta pregunta podría ser un motivo de cisma en la naciente Iglesia. Por eso apela a las conciencias, para que le imiten a él, que procuraba “contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven.” Con otras palabras, reír con los que ríen, llorar con los que lloran, estar siempre pendiente de anunciar la Palabra y dejas las cosas que son menos importantes en un segundo plano. Si uno puede comer esa carne, que la coma. Pero si puede ser motivo de escándalo para otros, mejor abstenerse.

El Reino de Dios llegó de verdad para el leproso del Evangelio. Jesús no sólo habla con él, sino que toca su piel, para curarlo. No sólo le devuelve la integridad física, sino que le devuelve al seno de la comunidad. A costa de contaminarse Él mismo, según la ley de los judíos. De esta forma, limpia lo que es impuro, y declara que no hay nada que nos aparte de Dios si somos capaces de ponernos en sus manos y suplicarle.

Quizá llame la atención que Jesús, después de quebrantar la ley de impureza, al tocar al leproso, le pida que cumpla con las prescripciones de esa misma ley. A la vez, le pide que no hable con nadie, cuando es evidente que una curación tan espectacular no se puede mantener en secreto. Antes de la Pascua, Jesús no quiere que se le considere como “el Mesías”. Tiene que ir revelando progresivamente de qué modo Dios nos libera de la muerte. Hasta entonces, había que ir poco a poco. Entonces, ¿por qué le pide que se presente a los representantes de la ley? Puede que Jesús quisiera que los sacerdotes sepan que ha surgido un gran profeta en Israel. Que el Reino de Dios se ha revelado en este mundo. A su vez, el enfermo sanado tiene la ocasión de dar testimonio de su sanación.

Contemplando al leproso que suplica su curación, podemos volver la vista a nuestro mundo y a nosotros mismos. Hoy la lepra no es una enfermedad preocupante, pero existen otras formas de lepra, física, moral, ideológica, espiritual…, que producen marginación y también hacen sufrir, nos separan de los otros. ¿Qué leprosos hay en nuestra sociedad? ¿Cuáles son mis propios leprosos? Como a san Francisco de Asís, quizá nos haga falta un roce con uno de esos leprosos, para cambiar nuestra forma de ver las cosas.

¿Podemos sentir lástima, compadecernos de los sufrimientos de los otros? Quizá tengamos diversos grados de compasión, algunos hechos nos afecten más que otros. El ejemplo de Jesús nos recuerda que la compasión está bien, pero no es suficiente. Nos debe mover a la acción, a mancharnos las manos, a traspasar esas fronteras y, como san Francisco, atrevernos a besar al leproso. En otras palabras, hacer el bien, por amor al prójimo. Sin buscar nada a cambio, solo que Dios sea conocido, amado y servido por todos.

Y yo mismo, como el bravo leproso del Evangelio, debo tener el coraje de reconocer mi necesidad, mis “lepras”, suplicar a Jesús que me toque y que me cure. Decirle a Jesús “si quieres”, con la conciencia de que significa “sé que puedes”. Claro que puede. Para eso, hay que acercarse, como suele decirse, “ponerse a tiro”, para que Él nos pueda tocar. En la oración, en la Eucaristía, en la Reconciliación, en la lectura diaria de su Palabra… Y, después de sentirnos sanados, como la suegra de Pedro, vivir con un corazón agradecido, en actitud de servicio, diciendo bien alto a todos lo que Cristo ha hecho con nosotros.
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Comentario al Evangelio del domingo, 4 de febrero de 2024

2/4/2024

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Alejandro Carbajo, CMF
https://www.ciudadredonda.org

Se puso a orar.
Queridos hermanos, paz y bien.
​

Las lecturas hoy nos presentan a personas que sufren. En la primera lectura y en el Evangelio. Job, desde luego, no ve su futuro nada claro. No es lo que acostumbramos a ver en las redes sociales, o incluso, en nuestras relaciones diarias. Sólo a algunas personas les contamos lo que nos pasa de verdad. En general, “bien” o “como siempre” son las respuestas a la pregunta de “¿cómo estás?”. No queda tiempo para quejarse, o, a veces, ya no hay ganas, porque sentimos que no sirve para nada. Nos guardamos todo, aunque, quizá, hay gente a nuestro alrededor dispuestos a ayudarnos, si nos abriéramos. Pero no. Ponemos al mal tiempo buena cara, y seguimos adelante. Es difícil confiar. Nos cuesta mostrarnos débiles. No creemos que podamos merecer la compasión ajena.

En realidad, lo que le pasa a Job es parecido a lo que nos puede pasar a nosotros. Mucha gente lo está pasando mal. La situación económica, el trabajo, la salud, el amor… Sabemos que es así, aunque ellos no digan nada. Nosotros tampoco decimos nada, por un falso respeto. Y así seguimos.
Lo que tenemos que hacer es hablar, contar lo que nos sucede, para mejorar y que puedan apoyarnos. Hay que encontrar el sentido de la vida, para evitar caer en la depresión. Hay una solución, más barata que un psicólogo. Es lo que hizo Job. Le cuenta a Dios todos sus sentimientos, su falta de esperanza, lo mal que le va todo. Es valiente, para confiar en el Señor. ¿Y yo? ¿Soy capaz de acudir a dios como Padre bueno, al que le puedo contar mis cosas, y quejarme, si es el caso? Puede que sí, puede que no. Si soy creyente, he de confiar en Dios y pedirle ayuda y amparo en los malos momentos. Una sincera oración, confiando en Él, nos puede ayudar. Eso es lo que hizo Job. No es un golpe de pesimismo, es poner en manos de Dios todo lo que le pasa. Quien llora y grita su dolor, aunque no lo sepa, está clamando a Dios, está pidiéndole fuerza y luz para el camino.

Pablo nos habla de predicar el Evangelio de Cristo como algo superior a sus fuerzas. Un hecho que no puede evitar. Como el bailarín que no puede dejar de bailar, o como un padre que se preocupa por sus hijos. O lo que sentía san Antonio María Claret: La caridad me urge, me impele, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar (Autobiografía, ? 212). Pablo dice que no puede hacer otra cosa, y que lo que enseña no es su palabra, sino el Evangelio, la Palabra de Dios. Este es un buen consejo. Transmitir la doctrina de la Iglesia, no lo que yo pienso o lo que a mí me parece. Hay que entregar la Palabra como es, sin rebajas ni descuentos. Y hacerlo a tiempo y a destiempo.

Además, Pablo ha dedicado su vida a los hermanos gratuitamente, sin esperar nada a cambio. No le debe nada a nadie, lo hace todo desinteresadamente y porque no puede vivir de otro modo. Y no le pide nada a nadie. No tiene más deuda que la del amor (cfr. Rom 13, 8). Se ha encontrado con el tesoro escondido, y lo quiere compartir con todos. A costa de muchos sufrimientos, con mucho desgaste físico, ha entregado todo su ser a la causa del Reino. Es lo que sienten muchas personas en sus voluntariados, que “pierden” tiempo por los demás. Gratis et amore. Es a lo que, puede ser, te está llamando también a ti Dios.

El Evangelio continúa narrándonos una jornada “típica” de Jesús. El pasado domingo vimos cómo enseñaba en la sinagoga, con autoridad. Hoy seguimos su periplo al salir de dicho lugar. Se va a comer a casa de su amigo Pedro, y allí le cura la fiebre a la suegra de éste. No es un milagro espectacular, como el de la semana pasada, los cerdos de Gerasa que caen por el acantilado o la resurrección de Lázaro.

Es verdad que es algo pequeño, en comparación. Pero, al mismo tiempo, es muy simbólico este “milagrito”. Nos explica, en pocas palabras, qué significa ser seguidor de Jesús. Seguir a Cristo significa haber sido curado por Él, y, ya curado, ponerse a servirle a Él y a los demás. Él nos muestra su amor, se nos acerca en la Reconciliación y en la Eucaristía, cada vez que celebramos esos sacramentos. Nos sana, nos cura. Y el que ha sido curado, lo normal es que, como agradecimiento, se ponga a servir, haga de su buen estado de salud un don para los demás. Servir, como testimonio de los dones que hemos recibido. Ayudar a los que están cerca, sin olvidarnos de los que están lejos, en estos tiempos de globalización. Que no se nos cierren las entrañas, ante tanta necesidad. “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35)

La jornada de Jesús prosigue con las curaciones de enfermos y endemoniados. Y otra vez, impone el silencio. “como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.” Es que Cristo no buscaba el éxito, sino la conversión de los corazones. Y ni el bien hace ruido, ni el ruido hace el bien. Servicio a todos, para que se vieran las señales de la llegada del Reino, pero sin prisa. Todo tiene su tiempo. Mover los corazones, en profundidad, no por haber visto unos signos extraordinarios.

Y tiempo para orar es lo que abre la jornada de Jesús. Después de la predicación y del servicio, la oración es otro de los pilares de su jornada. La oración. Un lugar desierto, soledad, silencio… Toda la misión surge de aquí, de esta fuente interior. No sería la única vez que Cristo se retiró a orar. Tiempo para Dios, antes de dedicar tiempo a los demás. Para poder dedicarse a la obra del Reino, necesita estar unido a su Padre. Discernir permanentemente su voluntad, para hacer lo que Dios quiere. Antes de hacer, orar. Algo que nos viene a todos bien recordar. Que la jornada empiece pidiendo a Dios ayuda, y termine dándole gracias y pidiendo perdón por los errores.

Cuando los discípulos le encuentran – todos le buscan - escuchan de sus labios lo que podríamos llamar el ideal misionero de Jesús: “vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.” El sueño de Jesús es estar siempre en salida. Lo que nos recuerda a menudo el Papa Francisco, ir al encuentro de todos los necesitados. Jesús se dedicó a viajar por muchos lugares. Nosotros, quizá, no podemos estar tan libres para la misión. Pero sí podemos imitar a Jesús en la oración, en la dedicación a los demás, con nuestro tiempo o nuestras capacidades, sanando heridas o soledades, en mayor o menor medida, y en la preocupación por el desarrollo del Reino de Dios. Que se note que somos creyentes. Cada día.

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