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Comentario al Evangelio del domingo, 11 de febrero de 2024

2/11/2024

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Alejandro Carbajo, CMF
https://www.ciudadredonda.org

​Sintiendo lástima, lo tocó.
Queridos hermanos, paz y bien.

No podemos imaginar lo que significaba la lepra. Hoy sabemos que no es contagiosa, al menos, tanto como se creía en la antigüedad. Lo que en libro del Levítico se consideraba lepra, se entiende en nuestra época como otras afecciones más leves y temporales, que, en muchas ocasiones, se pueden curar. De todos modos, la prudencia sanitaria aconsejaba que el enfermo se marchara del grupo, y esta marginación social incluía, además, una marginación religiosa: el enfermo era declarado impuro. Se le privaba de la salvación, porque la enfermedad era causada por alguna culpa, y eso significaba que el enfermo era un pecador.

​Antes de seguir, merece la pena recordar que Jesús es un hombre que no considera a nadie impuro ni perdido, porque todos son hijos de Dios. Es más, son los marginados los favoritos de Jesús, hasta el punto de ser considerado impuro Él mismo. También Él, en su momento, morirá fuera de la ciudad, en la cruz, como un apestado.

En realidad, la enfermedad siempre tiene algo de marginación. Hasta las más leves, como una gripe, nos pueden dejar “fuera de combate”. Nos impide trabajar, nos hace débiles y dependientes, reduce nuestra libertad. Es verdad que, gracias a Dios, las enfermedades no se consideran ya ni maldiciones ni castigos divinos. Pero nos enfrentan con nuestra debilidad y con la fragilidad de la vida. La reciente pandemia del covid nos lo ha recordado a toda la humanidad. El enfermo, físico o psíquico, por culpa propia o ajena, o por pura casualidad, es alguien que está al margen y que para sobrevivir necesita pedir, incluso suplicar. Con esa situación de necesidad nos podemos sentir todos identificados.

Pablo nos recuerda una realidad que, a veces, la sociedad competitiva y de éxito en la que vivimos olvida. No siempre debemos hacer todo aquello a lo que tenemos derecho (cfr. Rom 15, 1). A veces, por amor, tenemos que dejar de ejercer nuestros propios derechos. Cargar con el peso de los débiles.

Pablo quiere cerrar el debate sobre si es lícito comer la carne sacrificada a los ídolos. Se ve que, como ahora, había distintas sensibilidades. Para unos era solo carne; para otros era una blasfemia. Pablo entendía que esta pregunta podría ser un motivo de cisma en la naciente Iglesia. Por eso apela a las conciencias, para que le imiten a él, que procuraba “contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven.” Con otras palabras, reír con los que ríen, llorar con los que lloran, estar siempre pendiente de anunciar la Palabra y dejas las cosas que son menos importantes en un segundo plano. Si uno puede comer esa carne, que la coma. Pero si puede ser motivo de escándalo para otros, mejor abstenerse.

El Reino de Dios llegó de verdad para el leproso del Evangelio. Jesús no sólo habla con él, sino que toca su piel, para curarlo. No sólo le devuelve la integridad física, sino que le devuelve al seno de la comunidad. A costa de contaminarse Él mismo, según la ley de los judíos. De esta forma, limpia lo que es impuro, y declara que no hay nada que nos aparte de Dios si somos capaces de ponernos en sus manos y suplicarle.

Quizá llame la atención que Jesús, después de quebrantar la ley de impureza, al tocar al leproso, le pida que cumpla con las prescripciones de esa misma ley. A la vez, le pide que no hable con nadie, cuando es evidente que una curación tan espectacular no se puede mantener en secreto. Antes de la Pascua, Jesús no quiere que se le considere como “el Mesías”. Tiene que ir revelando progresivamente de qué modo Dios nos libera de la muerte. Hasta entonces, había que ir poco a poco. Entonces, ¿por qué le pide que se presente a los representantes de la ley? Puede que Jesús quisiera que los sacerdotes sepan que ha surgido un gran profeta en Israel. Que el Reino de Dios se ha revelado en este mundo. A su vez, el enfermo sanado tiene la ocasión de dar testimonio de su sanación.

Contemplando al leproso que suplica su curación, podemos volver la vista a nuestro mundo y a nosotros mismos. Hoy la lepra no es una enfermedad preocupante, pero existen otras formas de lepra, física, moral, ideológica, espiritual…, que producen marginación y también hacen sufrir, nos separan de los otros. ¿Qué leprosos hay en nuestra sociedad? ¿Cuáles son mis propios leprosos? Como a san Francisco de Asís, quizá nos haga falta un roce con uno de esos leprosos, para cambiar nuestra forma de ver las cosas.

¿Podemos sentir lástima, compadecernos de los sufrimientos de los otros? Quizá tengamos diversos grados de compasión, algunos hechos nos afecten más que otros. El ejemplo de Jesús nos recuerda que la compasión está bien, pero no es suficiente. Nos debe mover a la acción, a mancharnos las manos, a traspasar esas fronteras y, como san Francisco, atrevernos a besar al leproso. En otras palabras, hacer el bien, por amor al prójimo. Sin buscar nada a cambio, solo que Dios sea conocido, amado y servido por todos.

Y yo mismo, como el bravo leproso del Evangelio, debo tener el coraje de reconocer mi necesidad, mis “lepras”, suplicar a Jesús que me toque y que me cure. Decirle a Jesús “si quieres”, con la conciencia de que significa “sé que puedes”. Claro que puede. Para eso, hay que acercarse, como suele decirse, “ponerse a tiro”, para que Él nos pueda tocar. En la oración, en la Eucaristía, en la Reconciliación, en la lectura diaria de su Palabra… Y, después de sentirnos sanados, como la suegra de Pedro, vivir con un corazón agradecido, en actitud de servicio, diciendo bien alto a todos lo que Cristo ha hecho con nosotros.
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