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Quinto domingo de cuaresma

3/31/2020

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Rev. Diácono José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá para siempre”, dice el Señor. Los pasados tres domingos hemos sido testigos de una catequesis preparatoria a la Pascua de Resurrección. Cada uno de los evangelios, desde la mujer samaritana hasta Lázaro, manifiesta un misterio del bautismo. Para acoger el misterio de salvación de Cristo debemos convertirnos como la samaritana, dejarnos sanar por el mensaje de Jesucristo para ver la obra de Dios como el ciego de nacimiento y poder alcanzar la vida eterna como Lázaro. Todo esto muestra lo importante que es la vida del hombre para Dios: tanto en su necesidad material como en su realidad espiritual.  

El ser humano tiene una dignidad que debe ser protegida a toda costa. Todos los derechos humanos brotan de un sólo principio: salvaguardar la vida. El ser humano ama la vida. Por eso la protege, la guarda, la aprecia y respeta la vida de aquellos que les rodean. La vida es el don más preciado que tiene el ser humano, pues procede de la misma mano de Dios, (cfr. Gen 1, 26). Dios coloca a la persona humana se presenta como su efigie en la tierra; imagen que llega a su plenitud en la persona del Verbo encarnado. No obstante, ante este deseo de vida, se manifiesta también una antagónica realidad: la muerte.

Dice la carta a los Romanos que la muerte entró en el mundo por el pecado (cfr. Rom 5, 12). Sin embargo, debemos precisar que la muerte de la que habla el apóstol no es la muerte corporal, ya que esta responde a un proceso natural, sino aquella que nos hace perder el cielo y la vida de la gracia. Es decir, el hombre por el pecado original pierde su amistad con Dios, la vida de la gracia y la vida del Espíritu. En otras palabras, pierde una parte esencial de su existencia que es la parte espiritual. Sin esta vida espiritual no queda otra opción sino caminar como un muerto viviente por la vida. Nuestros abuelos decían que vivir sin rumbo fijo es un “andar por la vida dando tumbos, tropezando constantemente, con uno mismo y los demás”. De nada vale vivir sino vivimos el propósito mayor de nuestra vida que es estar unidos a Dios. Sin Dios, la vida del hombre es solo un sin sentido: un sepulcro sin salida.

Jesucristo, por su pasión, muerte y resurrección nos devuelve la vida de la gracia. El designio de Dios es claro. El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr. Ez 18, 23). Lo más preciado para Dios es nuestra vida por eso envía a su Hijo amado para reparar y rescatar lo que estaba perdido. Nuestra vida, para Dios, vale toda la sangre de Cristo.

Vivimos ante un mundo que no es muy aliado de la vida espiritual ni corporal. En ocasiones la mide por su valor de producción, por su utilidad y beneficios. La vida de la persona humana es contemplada en muchas ocasiones como un número que aparece, decrece o crece en la bolsa de valores. Hemos llegado al extremo de manipular el don más preciado para gozar de pasiones o de momentos de “felicidad” que sólo contribuyen a ampliar el vacío de la existencia.

San Juan Pablo II nos decía en su encíclica el “Evangelio de la vida” que nos enfrentamos ante una sociedad que promueve la cultura de la muerte. En esa cultura de la muerte encontramos el aborto, la unión de personas del mismo sexo, la inseminación artificial, la eutanasia, la falta a los derechos humanos fundamentales, la droga, la prostitución, el contrabando, el ataque a la familia como una institución patriarcal arcaica, etc. En todas estas situaciones hay rostros y no simplemente números que son parte de unas estadísticas sociales, políticas y gubernamentales. Esos números son personas que sufren a diario la indiferencia de la sociedad. Más aún son empujados a pensar que su vida no vale nada ante el mundo. Pero el Señor sale al encuentro de estas personas y les dice, “yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Aunque las situaciones de estas personas les hagan parecer como muertos en vida, el Señor les ofrece la Vida verdadera aún en medio de sus situaciones.

Jesucristo se presenta como la vida ante el ya mencionado panorama de desolación. Cristo ha venido a redimir al hombre en su totalidad. Desde su alma hasta el cuerpo; porque el ser humano es cuerpo y alma. Ha venido a resucitar no sólo el espíritu herido por el pecado, sino también a levantar el cuerpo víctima del pecado propio y de los demás.

Cristo ofrece una nueva vida. Una vida diferente a la que ofrece el mundo. Cristo nos invita a vivir con un sentido, con un rumbo fijo. El cristiano sabe a dónde se dirige; sabe cuál es el itinerario de su vida. Decía un escrito del siglo II sobre el rumbo de la vida de los cristianos: “viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo” (Carta a Diogneto, 2). Nuestra ciudadanía esta en el cielo, nuestro fin es el cielo, por eso “el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”, dice el Señor.
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Nosotros los cristianos debemos volvernos promotores de la vida. No tan sólo de la vida material sino también de la espiritual. Muchas veces hemos escuchado que hay personas con muchas cosas materiales y poco amor. De la misma forma sucede en la vida del espíritu: tendremos lo necesario para vivir, pero no para vivir la vida eterna. Nosotros estamos llamados a cultivar la vida del Espíritu en aquellos que andan por la vida sin un rumbo fijo. Sin embargo, queridos hermanos el Señor también nos pregunta como a Marta, “¿Crees esto?”
Pidamos al Señor la gracia de apreciar la vida y de ponerla en sus manos. No solo en sus dimensiones materiales, sino también y sobre todo en las necesidades espirituales que son muchas.

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Tercer Domingo de Cuaresma

3/15/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

Dios en esta cuaresma busca al pecador con amor. Quiere que el corazón herido por el pecado sea renovado por su gracia. Dios no cesa de buscar el corazón del ser humano; por más sumergido que este en el pecado, es su anhelo rescatarlo. Por eso “si escuchan hoy la voz del Señor, no endurezcan el corazón”. En este domingo de cuaresma el Señor nos pregunta: ¿a quién pertenece tu corazón? ¿Dónde sacias la sed de tu alma?  

La sed del ser humano es Dios; la sed de Dios es el ser humano. En nuestro corazón nos dice el catecismo existe un deseo de Dios. Este deseo puede traducirse en la sed del corazón por la verdad, por una espiritualidad que le haga estar en paz con él mismo y con su Creador. Esta sed solo puede ser colmada por el Señor, “si supieras quien te pide de beber…si conocieras el don de Dios”. La Samaritana tuvo la oportunidad de conocer al Dios verdadero en Jesucristo. La samaritana mostró su sed más profunda: ¿Quiénes adoran a Dios verdaderamente? ¿Dónde esta Dios? Jesús le contesta, “Dios quiere que lo adoren en Espíritu y en Verdad”.

Solo la verdad de Dios y el Espíritu Santo pueden colmar el deseo que existe en el corazón del ser humano. Nadie, ni nada puede ocupar su lugar. Dicen que los espacios vacíos tienden a llenarse. El ser humano cuando no tiene a Dios empieza a llenar su vacío de muchas cosas menos del Señor. El resultado al final es peor: un vacío tan grande que en ocasiones parece irremediable. Sin embargo, no hay que perder la fe. Dios es capaz de darnos un corazón y un espíritu nuevos. Por eso “ojalá escuchen hoy su voz, no endurezcan el corazón”. La voz del Señor nos dice, “el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed” y la Samaritana le contesta “Señor, dame de es agua, para que no sufra más sed, ni tenga que volver aquí a sacarla”.

Por último, el apóstol san Pablo muestra que Dios por medio de su Hijo derrama en nuestros corazones el Espíritu Santo. El Espíritu Santo sana el corazón del hombre sediento; le ilumina y le guía hasta el encuentro con Jesucristo. Por eso como hijos amados de Dios debemos pedir la sanación de nuestro corazón; identificar aquello que nuestro corazón necesita. No tengamos miedo a lo que vayamos a encontrar, solo preséntaselo al Señor y él lo saciara.

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Reflexión del Segundo Domingo de Cuaresma

3/7/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Venid subamos al monte del Señor” (Is 2, 3). En las religiones del mundo el monte es un lugar místico y especial. Es el lugar donde los dioses se revelan y entran en contacto con los mortales. Los mitos griegos nos lo presentan con el Olimpo, los taínos tenían su lugar de culto en lo alto de las montañas de nuestra isla. En esas alturas las religiones politeístas empezaron a construir templos con grandes escalinatas para ofrecer sacrificios a los dioses. Así los montes se tornaron un lugar de encuentro con experiencias místicas.

Dios utiliza en la historia de la salvación el Monte para manifestarse a los hombres. Yahvé, conocedor del corazón del hombre, utiliza aquello que le es familiar. Así Yahvé se manifiesta a Moisés y a Elías en el Sinaí. Es en el Monte santo, en su altura hermosa, en la cual Yahvé, Dios, empieza a crear una alianza con el pueblo elegido. La manifestación, la epifanía de Dios en el monte, expresa un núcleo central en la revelación: es el lugar donde Dios revela al ser humano su voluntad, pero sobre todo manifiesta su gloria.

Moisés recibió la Ley y Elías la Palabra de Dios: Cristo le ha dado su plenitud. En el evangelio encontramos que Jesús sube al monte. Sube al Tabor con sus discípulos más cercanos. Jesús. Los apartó del bullicio de la ciudad, de los comentarios de las gentes, incluso de los demás discípulos para mostrarle algo grande que tendría cumplimiento al final de su vida. Dice el evangelio que “en presencia de ellos Jesús cambió de aspecto”. Este misterio se conoce como transfiguración. La palabra griega que emplea el texto original dice que no era un aspecto de este mundo. Los mismo sucedió cuando Jesús se hizo el encontradizo con los discípulos de Emaús, ya que lo “conocieron al partir el pan”.

La gloria de Dios se ha manifestado a los discípulos. Cristo es la gloria misma. Dice el catecismo de la Iglesia católica que el hombre cielo es contemplar a Dios, pero el numero 1025 nos dice que “vivir en el Cielo es estar con Cristo”. La transfiguración de Jesús también muestra que el ser humano fue creado para estar en amistad con Dios. Esta amistad se define como santidad: “sed santos porque Yo vuestro Dios, soy santo”. Nada impuro entrará en el Cielo, sino solo aquellos que se han dejado transfigurar por el Señor.

La aparición de Moisés y Elías es fundamental. Dice la carta a los Hebreos “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo; el cual, siendo esplendor de su gloria e impronta sustancia, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb. 1, 1-3). En este texto Cristo se manifiesta como la plenitud de la Ley y de los profetas. En Él se cumplen las Escrituras santas y sólo en Él debe entenderse la salvación del ser humano.

Para dar testimonio del designio de Dios, Jesús lleva consigo a sus discípulos. Los apóstoles Pedro, Juan y Santiago constituyen los pilares de la Iglesia primitiva. Pedro testigo de este evento. Así lo expresa en su segunda Carta “os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1, 16). Pedro da testimonio y dice a la comunidad cristiana lo que debe creer. Es el oficio principal del santo Padre: “confirmar a los creyentes en la fe, de la fe que él mismo fue testigo de primera mano”. La compañía de Juan y Santiago tampoco es accidental. Para la mentalidad judía cuando uno iba a declarar algo debía tener dos o más testigos. Juan y Santiago eran los testigos de Cristo y de Pedro para enseñarnos el designio del Padre en su Hijo. ¿Cuál es ese designio? Ser hijos de Dios en su Hijo.

Una voz sale del cielo y exclama en medio de una nube: “este es mi Hijo amado, al que miro con cariño; a él han de escuchar”. Los discípulos se asustaron pues escuchar o ver la oz de Dios equivalía en la tradición judía a morir. Por eso se echan al suelo, llenos de miedo a la muerte. Pero he aquí el gesto que aparta de ellos el temor: “Jesús se acercó, los tocó y le dijo: levántense, no teman”. ¡No teman! Es el consuelo más grande que podemos recibir del Señor. No temas a la muerte; no temas a las contrariedades; no temas al mañana y a su misterio, el Señor esta contigo.  
Esas palabras de Jesús llenan de consuelo a sus discípulos y ellos levantan la vista. Ya no estaba Moisés, ni Elías, la voz desapareció, la nube se disipó, sólo vieron a Jesús. Hoy Cristo nos invita a subir al monte junto a él. Nos motiva a mirar la gloria de Dios; el cielo que nos tiene preparado. Es un cielo donde no hay temor sino solo amor, porque “Dios es amor” (1 Jn 4, 7). Cristo quiere revelarse en nuestros corazones. Las cimas de la tierra por más altas que sean no nos pueden llevar al cielo que deseamos; solo la montaña de nuestro corazón, nuestro templo interior, santificado por el bautismo, formado por la Iglesia, morada del Espíritu Santo puede acercarnos al Señor. La gloria de Dios quiere hacerse presente en nuestras vidas; quiere transfigurar nuestra forma de ser. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Dios no se complace en la muerte del pecador, sino que quiere que se convierta y viva. Decía San Ireneo de Lyon, obispo del siglo II, que “la gloria de Dios es que el hombre viva”.
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Por último, el Señor les dice a sus discípulos que no digan nada hasta luego de su resurrección. La palabra resurrección es interesante. En el texto griego manifiesta el poder de Cristo sobre el pecado y la muerte. Cristo levanta la mirada de aquellos que sienten que no hay esperanza, levanta a los paralíticos que no pueden caminar y levanta de la muerte a Lázaro para mostrar su gloria a los hombres. Su gloria no es otra que la vida del hombre. Por eso el enemigo esta constantemente luchando contra el hombre para que muera en pecado. El maligno no quiere que el hombre viva, sino que muera en la desidia de su pecado. Cristo ha venido a vencer a la muerte por medio de la cruz, por sus llagas hemos sido salvados. Nadie nos podrá arrebatar de su mano si nos confiamos en él y obramos conforme a su voluntad. Por eso, estemos alegres, corramos al encuentro del Señor y digamos como el profeta Isaías “venid subamos al monte del Señor”.

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Primer Domingo de Cuaresma

3/1/2020

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Por: Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Oh Dios, crea en mi corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”, dice el salmista. En esta cuaresma Dios ha venido a renovar el corazón del hombre. La cuaresma es el tiempo propicio para ir transformando el corazón humano. Por eso ofrecemos el ayuno, la limosna y la oración como medios que nos ayudan a acercarnos más a Dios.

Dios creó al ser humano para que le conociera, le amara y le alabara. Para eso lo puso en el medio de la creación como nos muestra el libro del Genesis. El ser humano tiene a su alcanza la creación entera para reconocer la gloria de Dios. Sin embargo, por instigación del padre de la mentira el corazón del ser humano se desvió. Ante la propuesta “serán como dioses”, nuestros primeros padres rechazaron el plan salvífico de Dios, su propuesta de amor por la propuesta del pecado. El pecado es una negación de Dios, un alejamiento de su amor.

Por ese alejamiento el ser humano, en concreto el creyente, reconoce su falta. Movido por una gracia interior, con un deseo genuino de acercarse al Señor, exulta con el salmista, “misericordia Señor, hemos pecado”. Somos grandes a los ojos del Señor cuando reconocemos nuestra debilidad. Nuestras heridas no nos permiten en ocasiones salir adelante. Muchas veces nos impiden acercarnos al Señor y al prójimo. En otros casos creamos refugios interiores que nos llevan a la desconfianza y a la rebeldía, e incluso a pensar que nuestro pecado nos supera.

El apóstol san Pablo nos invita a no caer en pánico, sino a confiar. “Dónde abundó el pecado sobreabundó la gracia”. Debemos repetirnos constantemente: Dios es más grande que mi pecado. San Pablo nos recuerda que un nuevo comienzo siempre es posible en Cristo Jesús, ya que “todo lo puedo en Aquel que nos fortalece”. Nuestras fuerzas no son suficientes para vencer el pecado ni el mal que nos asecha. Nadie por sus fuerzas, por su buena voluntad puede acercarse a Dios. Si nos hemos acercado a Dios es porque él ya muchas veces se ha acercado a nosotros y de modo concreto en su Hijo amado: Jesucristo.

Dice el catecismo de la Iglesia católica que uno de los motivos de la encarnación de Cristo fue para salvarnos del pecado. Pero con el episodio de las tentaciones en el desierto nos muestra que ha venido también a darnos ejemplo y a darnos la gracia para vencer el mal y el pecado. Las tres tentaciones de Cristo en el desierto son las que el hombre constantemente experimenta en su debilidad: el hambre, el poder y las riquezas. Cristo nos muestra con su actitud, con sus palabras y decisión que no hay nada por encima de Dios.
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Muy bien decía san Agustín por esta lucha contra el demonio, la carne y el mundo: “te amas a ti mismo hasta el desprecio de Dios; o amas a Dios hasta el desprecio de ti mismo”. El desprecio de uno mismo es el pecado que hemos concebido en el corazón. Eso es lo que debemos despreciar porque nos aleja del Señor. Es saber pararse delante de la tentación y del pecado y decir: ¡apártate de mí! Porque apartándote del pecado te acercas a Dios. Que esta cuaresma sea un constante acercarse a Dios y un alejarse del pecado para amar al Señor.

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