Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo
“Oh Dios, crea en mi corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”, dice el salmista. En esta cuaresma Dios ha venido a renovar el corazón del hombre. La cuaresma es el tiempo propicio para ir transformando el corazón humano. Por eso ofrecemos el ayuno, la limosna y la oración como medios que nos ayudan a acercarnos más a Dios.
Dios creó al ser humano para que le conociera, le amara y le alabara. Para eso lo puso en el medio de la creación como nos muestra el libro del Genesis. El ser humano tiene a su alcanza la creación entera para reconocer la gloria de Dios. Sin embargo, por instigación del padre de la mentira el corazón del ser humano se desvió. Ante la propuesta “serán como dioses”, nuestros primeros padres rechazaron el plan salvífico de Dios, su propuesta de amor por la propuesta del pecado. El pecado es una negación de Dios, un alejamiento de su amor.
Por ese alejamiento el ser humano, en concreto el creyente, reconoce su falta. Movido por una gracia interior, con un deseo genuino de acercarse al Señor, exulta con el salmista, “misericordia Señor, hemos pecado”. Somos grandes a los ojos del Señor cuando reconocemos nuestra debilidad. Nuestras heridas no nos permiten en ocasiones salir adelante. Muchas veces nos impiden acercarnos al Señor y al prójimo. En otros casos creamos refugios interiores que nos llevan a la desconfianza y a la rebeldía, e incluso a pensar que nuestro pecado nos supera.
El apóstol san Pablo nos invita a no caer en pánico, sino a confiar. “Dónde abundó el pecado sobreabundó la gracia”. Debemos repetirnos constantemente: Dios es más grande que mi pecado. San Pablo nos recuerda que un nuevo comienzo siempre es posible en Cristo Jesús, ya que “todo lo puedo en Aquel que nos fortalece”. Nuestras fuerzas no son suficientes para vencer el pecado ni el mal que nos asecha. Nadie por sus fuerzas, por su buena voluntad puede acercarse a Dios. Si nos hemos acercado a Dios es porque él ya muchas veces se ha acercado a nosotros y de modo concreto en su Hijo amado: Jesucristo.
Dice el catecismo de la Iglesia católica que uno de los motivos de la encarnación de Cristo fue para salvarnos del pecado. Pero con el episodio de las tentaciones en el desierto nos muestra que ha venido también a darnos ejemplo y a darnos la gracia para vencer el mal y el pecado. Las tres tentaciones de Cristo en el desierto son las que el hombre constantemente experimenta en su debilidad: el hambre, el poder y las riquezas. Cristo nos muestra con su actitud, con sus palabras y decisión que no hay nada por encima de Dios.
Muy bien decía san Agustín por esta lucha contra el demonio, la carne y el mundo: “te amas a ti mismo hasta el desprecio de Dios; o amas a Dios hasta el desprecio de ti mismo”. El desprecio de uno mismo es el pecado que hemos concebido en el corazón. Eso es lo que debemos despreciar porque nos aleja del Señor. Es saber pararse delante de la tentación y del pecado y decir: ¡apártate de mí! Porque apartándote del pecado te acercas a Dios. Que esta cuaresma sea un constante acercarse a Dios y un alejarse del pecado para amar al Señor.