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“Basta que tengas fe”

6/26/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

Tener fe es una cuestión de vida o muerte. En estas pocas palabras podemos categorizar el Evangelio de este fin de semana. Una mujer acomodada que por doce años había gastado toda su fortuna en detener sus hemorragias y un padre con una hija al borde de la muerte. Solo le quedaba a ambos tener fe en la obra de Jesús. Muchos atravesamos por esta experiencia ante la enfermedad y la muerte. En ocasiones solo nos queda confiar en el Señor y aferrarnos a su manto como la hemorroísa.

La muerte ha entrado al mundo por instigación del enemigo, la desobediencia del hombre y el pecado. Así lo expresa el libro de la Sabiduría: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sab. 2, 25). La consecuencia de vivir en pecado es morir separados de Dios. Este abismo fue remediado por la encarnación del Hijo de Dios que ha venido a rescatar lo que estaba perdido (cfr. Lc. 19, 10). Sin embargo, el Señor nos pregunta al igual que a Marta ante la muerte de su hermano Lázaro, “¿crees esto?” (Jn 11, 26). La invitación a creer no la encontramos solo en la resurrección de Lázaro sino también en la situación de la hemorroísa y de la niña. Ante estos tres acontecimientos la fe se torna una cuestión de vida o muerte; se trata de la salvación eterna o de la condenación.

El hombre mientras camina en la tierra tiene necesidad de la fe. Porque la fe en el Hijo de Dios, predicada y anunciada por la Iglesia, es quien lo conduce a la vida. En el bautismo, en su rito de introducción, se le pregunta a los padres y padrinos lo que piden a la Iglesia. El rito provee una respuesta contundente: la fe. La fe es un misterio profundo; una virtud teologal; un conocimiento y una confianza plena en Dios que no abandona a sus hijos. Algunos piensan que pueden vivir sin fe, ya que lo ven como algo pasado de moda e incluso ridículo y sin fundamento. Pero la fe en Jesucristo nos regala siempre la vida y un horizonte nuevo. Fue precisamente la experiencia de la hemorroísa, la cual puso su fe en muchos médicos y soluciones exotéricas para sus males por doce años hasta perder su fortuna. No fue hasta el momento que puso su confianza en el Señor y se metió en medio de la multitud para colocar su confianza en Jesús. La mujer quedo sanada por la fe en el Señor.

El mundo de hoy vive una crisis de fe. Como la hemorroísa ponemos nuestra confianza en las cosas materiales; en aquello que podemos controlar. Peor aun la crisis de la fe se relaciona también con la falta de confianza en el amor de Dios y en su salvación. Es fundamental volver nuestra mirada al Señor y tocar su manto por medio de la fe. Debemos hacer nuestras las palabras del apóstol San Pablo: “yo sé en quién he puesto mi fe” (2 Tim 2, 12). Una vez tenemos nuestra fe en Cristo podemos tener la plena confianza que nos levantará en cualquier situación que tengamos que enfrentar.
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“Tu nave es tu corazón”

6/20/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano”, dice el Salmista (Ps. 106, 23). En este domingo XII del tiempo ordinario, la fe de los discípulos es puesta a prueba. Una tempestad se levanta en el mar. Las barcas están en aprietos y con ellas sus tripulantes. La desesperación llega a tal punto que la confianza flaquea y el reclamo no se hace esperar: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” (Mc 4, 38). El impacto de los que iban a bordo era que Jesús, ante la tormenta duerme. Escucha su reclamo, despierta y manda a callar a los vientos. Desde ese instante se produjo una gran calma y el Señor reclama a los discípulos su incredulidad. Aun hoy el Señor nos reclama. Muchas veces perdemos la fe con cualquier viento que zarandea nuestro corazón.

Nuestro corazón es como la nave del Evangelio. En él llevamos rostros, experiencias, deseos y sobre todo al Señor. Muchas veces nuestro corazón es invitado a “cruzar a la otra orilla” (Mc 4, 35). El Señor como a los discípulos nos invita a cruzar el corazón; a cambiarlo de lugar; a ponerlo en marcha del encuentro con los demás y con Dios. La fe en el Señor nos mueve a “remar mar adentro” (Lc. 5, 4). Nos invita a meternos en la profundidad del amor de Dios. Sin embargo, esa barca que es nuestro corazón será agitada por las tempestades revestidas del pecado, el mundo, la carne y el Maligno. Ya lo decía el autor del libro del Eclesiástico: “hijo si te decides seguir al Señor, prepárate para la prueba” (Sirácide. 2, 1). El Señor nos invita a confiar en su poder a pesar de la fuerza de las olas, de la tempestad y la despiadada lluvia.

El Señor nos da prueba de su fidelidad. Bastaría con ver la vida de Job en la primera lectura. Job enfrentaba una tormenta real en su vida. Había perdido a sus hijos, sus pertenencias, y todo aquello por lo que trabajó toda su vida. Lo más chocante de su vida es que Job no hizo nada malo, fue un hombre justo. Sus amigos y su esposa lo invitaban a maldecir al Señor o aceptar el mal que había realizado. Pero Job tenía su corazón en las manos de Yahvé, Dios. El mismo Señor le consuela y le muestra que su omnipotencia no puede ser superado por la tempestad: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá la arrogancia de tus olas” (Job 38, 11).

Quien navega con Cristo no esta a la deriva del naufragio de la vida. Es la promesa que el mismo Jesús hizo a la Iglesia. La Iglesia es la barca de Pedro que ha sido navegada por 21 siglos. Ha tenido que pasar por varias tempestades y dificultades, pero no ha perecido porque Cristo va en ella y la protege. El papa emérito Benedicto XVI en su última Audiencia General celebrada en San Pedro se lo recordaba a los fieles de la diócesis de Roma: “me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido” (Benedicto XVI, Audiencia General, 27 de febrero de 2013).

Es tiempo de poner el timón de nuestra vida, de nuestro corazón y de nuestro futuro en Jesucristo. Para llegar a la orilla de la santidad debemos entrar en la barca de la Iglesia junto al mejor marinero. Dejar atrás la orilla que estamos acostumbrados para empezar la aventura de la fe. Cuando decidimos salir de la orilla el Señor nos dice como a los discípulos: duc in altum; navega a lo profundo. Ve tras la barca de la Iglesia, allí encontrarás a Cristo, con Pedro a su cargo. Lancémonos a la aventura de la fe y seremos testigos de la fuerza de Dios. Que María estrella del Mar nos ilumine para navegar al encuentro de Cristo.

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“¿Qué estamos sembrando en nuestro corazón?”

6/13/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

En este domingo XI el Señor nos empieza a explicar los misterios del Reino de los Cielos por medio de las parábolas. Las parábolas son amplias comparaciones que encierran un mensaje profético que se relacionan con imágenes que lo recubren. De este modo encontramos el inició del Reino de los Cielos como una semilla que es sembrada por un cultivador y la semilla de mostaza que a pesar de su pequeñez encierra en sí misma un gran potencial. Ambas parábolas nos muestran cómo crece en nosotros el anuncio del Evangelio en nuestras vidas.

La Iglesia por mandato del su Señor ha transmitido el Evangelio de manera íntegra. Como el sembrador ha sembrado la buena semilla del Evangelio en los corazones de los hombres. Esa semilla de Salvación ante los ojos del mundo puede verse insignificante y el trabajo del labrador inútil. En ese momento caemos en cuenta que el crecimiento de la fe no depende de nosotros sino del Señor. Con mucha razón el Señor Jesús dice a las turbas: “el sembrador duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”.

La misión del sembrador es preparar la tierra para que la semilla de un fruto abundante. Nosotros como cristianos, evangelizadores y testigos de Cristo nos toca preparar el terreno al Señor por medio del ejemplo de nuestra vida. Ya decía San Ignacio de Antioquia que “la grandeza del cristianismo no esta en las palabras persuasivas sino en la grandeza de espíritu”. Esa grandeza de alma se manifiesta en nuestra fidelidad a Dios, en el esmero por cumplir sus mandamientos, en el compromiso con la santidad personal, en una palabra, en el esmero por ser santos cada día.

El P. Ribadeneira cuando escribió la biografía de san Ignacio de Loyola recogió unas palabras profundas de sus escritos. Las mismas motivaban al santo en su misión como cristiano: “actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios” (Pedro de Ribadeneira, Vida de San Ignacio de Loyola). Nuestra entrega fiel es la carta de presentación; el testimonio de nuestra fe cristiana. Nuestra palabra y nuestro obrar deben estar en armonía para que se manifieste la de vida de Cristo en nosotros. Muy bien decía Jesús: “por sus frutos los conocerán” (Mt 7, 15).

Los frutos de nuestra vida cristiana son como el grano de mostaza. Cuando llegamos delante de Jesús no conocemos mucho. Pero cuando esa pequeña semilla empieza a crecer por la fe y la gracia llega a ser un gran árbol de salvación; es allí donde nace nuestra fe en Cristo. Como decía el himno de la JMJ en Cracovia: “hay que soltar el miedo y ser fiel”. Hay que soltar el miedo y los temores, el Señor hace crecer donde quiere. Aun en los corazones más áridos el fuego del Espíritu es capaz de fortalecer los cimientos débiles.
El Reino de los cielos es una cosecha muy particular. Crece y se desarrolla en nuestro interior al tiempo de Dios. Para que el Reino de los Cielos de su fruto debe encontrar de parte de nosotros un corazón dispuesto. Pidamos a María, Madre de la Iglesia, que nos de un corazón como el de ella. El inmaculado corazón de María siempre estuvo dispuesto a realizar la voluntad de Dios.


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“Esta es mi sangre que se derrama por todos”

6/5/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

En algunas de nuestras Iglesias hemos contemplado un pelicano con sus crías. Dicha imagen la podemos encontrar en las puertas de nuestros sagrarios o al pie del altar. ¿Qué significa? El pelicano es un animal que vive en las costas del mar negro de Egipto, Grecia e India. Los antiguos contemplaban que el ave capturaba los peces y los depositaba en su garganta hasta llegar al nido donde se encontraban sus crías. Cuando llega golpea fuertemente su pico contra el pecho para que sus aves puedan comer. Lo interesante de ello es que a simple vista parecería que el Pelicano esta rompiendo su pecho y desangrándose para darle de comer a sus crías. Los primeros cristianos contemplaron en este signo el sacrificio de Cristo, el cual ha derramado su sangre para que todos tengamos vida en abundancia.

Esta entrega del Hijo de Dios lo contemplamos en la prefiguración del antiguo rito. El libro del Éxodo nos muestra el sacrificio de comunión que realizó Moisés en el Sinaí. Luego de escuchar el designio divino por boca de Moisés el pueblo responde: “haremos todo lo que dice el Señor” (Ex 19, 8). Desde ese momento el pueblo por medio de Moisés establece una alianza con Yahvé Dios. El pueblo se compromete a seguir los mandamientos, la vida en libertad que el Señor le ofrece luego de liberarlos de Egipto. Sin embargo, este sacrificio era solo la prefiguración de un sacrificio mayor y perpetuo.

“Llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley para redimirnos a los que estábamos bajo la Ley y hacernos hijos adoptivos” (Gal 4, 4-5). El verdadero sacrificio Yahvé, Dios, lo ha pactado por medio de su Hijo Jesucristo, Mediador entre Dios y los hombres, para hacernos santos e irreprochables por el amor. Por eso en el momento de la última cena, “amando a los suyos hasta el extremo” (Jn 13, 1), entrega su cuerpo y su sangre bajo las apariencias de pan y de vino, adelantándose a su entrega en el Calvario nos ha dejado una nueva alianza. Cristo ha derramado su sangre para redimirnos y darnos vida en abundancia. El altar en el que ofreció su cuerpo y su sangre fue la mesa en la que celebro la Pascua junto con sus discípulos los cuales los constituyo en sacerdotes de la nueva alianza. Por las manos del sacerdote llega la presencia real y verdadera de Cristo. Por medio del altar perpetua su promesa a la humanidad: “yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Jesús es el pan vivo bajado del cielo. Es el convite sagrado por medio el cual nos unimos a Dios. El mismo Señor lo repetía a sus discípulos: “yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6, 51). En cada misa nos comemos realmente el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. No es un símbolo, no es simplemente pan; es el cuerpo y la sangre de nuestro Señor y Salvador. Es el mismo cuerpo que colgó de la cruz; es la misma persona que enseñó en los lagos de Galilea; es el mismo cuerpo resucitado; es el mismo Dios quien nos comemos en cada Eucaristía y anhelamos con gozo su venida: “¡Oh Sagrado convite, donde Cristo se da, él se da en comida, memorial de su muerte, manantial de verdad, manantial de vida! ¡Ven señor, ven Señor Jesús, primera espiga! Ven Señor, Ven Señor Jesús, ¡eterna viña!”

La Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo nos debe llevar siempre a reflexionar en el sacrificio de Cristo, en su presencia real en las apariencias de pan y de vino. No es un premio que se le otorga a los que se “portan bien”. Es la fuerza que viene de lo alto para bendecirnos y santificarnos. Hoy es un día para reparar por los sacrilegios cometidos contra el sagrado cuerpo y sangre de nuestro Señor. Es un día para pedir perdón por las comuniones recibidas en pecado, profanadas y por los sacerdotes que celebran la Eucaristía en pecado. Es un día para reafirmar nuestra fe al igual que el pueblo de Israel con Moisés: “haremos todo lo que mande el Señor y le obedeceremos”. Por último, es un día para adorar y alabar a Dios presente en las apariencias de pan y de vino. ¡Viva Jesús Sacramentado! “Veneremos, pues, inclinados
tan grande Sacramento; y la antigua figura ceda el puesto al nuevo rito; la fe supla la incapacidad de los sentidos” (Santo Tomás de Aquino, Himno del Tantum ergo).


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