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“Un nuevo aliento para la Iglesia”

5/29/2020

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Rev. D. José Ocaso Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel

No es coincidencia que este fin de semana tengamos la fiesta de Pentecostés y las Iglesias tengan la oportunidad de abrir sus puertas para la celebración de la Eucaristía. Es el signo de que Dios nos envía por el mundo como Iglesia por el soplo del Espíritu Santo. Pero este tiempo de gracia y altamente significativo debe llevarnos a pensar, ¿qué tipo de Iglesia queremos ser a partir de esta experiencia del Covid-19? No podemos ser la misma Iglesia que entró en sus hogares hace dos meses atrás; no podemos seguir iguales. Por ello, en este día el Espíritu Santo regala a la Iglesia un nuevo aliento de vida: para esto Dios envía su Espíritu y renueva la faz de la tierra.

Después de esta experiencia debemos salir fortalecidos. Sigamos el ejemplo de los discípulos que entraron a la casa por miedo a los judíos, pero salieron fortalecidos por el Espíritu. El aliento del Espíritu renovó y fortaleció el corazón de los apóstoles a anunciar el Evangelio a todas las gentes. Salieron a compartir lo que el Evangelio fue sembrando en sus corazones; sus experiencias con Jesús de Nazaret. De igual forma nosotros como Iglesia debemos salir fortalecidos de este encierro. Compartir nuestra esperanza con aquellos que la necesitan.

Este aliento del Espíritu debe hacernos más conscientes de nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Después de este sufrimiento sin la Eucaristía, sin la confesión, sin la misa, sin las reuniones de grupos, debemos aprender a atesorar a aquellos que están a nuestro lado en la Iglesia. El Espíritu hoy nos regala una nueva vida; una vida para combatir la envidia entre nosotros; el carerrísmo parroquial; la soberbia parroquial, entre tantos más. ¡Todos somos iguales! ¡Todos somos los hijos e hijas de Dios! Ante los ojos de Dios no hay distinción: somos un solo cuerpo y Espíritu en Cristo.

Hoy Dios repuebla la Iglesia con el aliento de su Espíritu y le encomienda la misión de anunciar la paz a sus hermanos. Somos portadores de la esperanza, de la paz y del consuelo. No somos profetas de calamidades que pronostican un futuro sin remedio. Anunciamos que Dios es Amor, que él es el ventilador de nuestro corazón. Anunciamos que el Espíritu Santo transforma la vida de los que buscan a Dios. Anunciamos que él renueva nuestros corazones y que en él tenemos la oportunidad para una vida nueva por la misericordia de Dios. Esta es la paz que nos trae el Espíritu; el nuevo aliento que Dios nos regala como Iglesia.

Podremos tener miedo por lo que puede suceder, por la incertidumbre de la economía, de la salud, de la sociedad y de nuestros estilos de vida. Todo eso es válido, pero como hombres y mujeres de fe debemos asumir estas realidades desde la vida del Espíritu. Es decir, nuestros miedos no pueden ser mayores a nuestra fe, a nuestro amor y esperanza en Dios. Al contrario, debe ser nuestra respuesta y nuestra paz. Somos la Iglesia peregrina que lleva las arras del Espíritu. Hemos sido sellados; consagrados por Dios en el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santa Trinidad. Por eso ten ánimo, eres parte de la Iglesia que anuncia el amor de Dios. Que María Santísima, la llena de gracia, nos lleve a escuchar las palabras del Espíritu en esta nueva etapa.
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“Cristo asciende y el Espíritu Santo desciende”

5/24/2020

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Rev. D. José Ocaso Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel

“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, dice el Señor. Durante este tiempo, junto con los apóstoles hemos escuchado sus palabras, hemos compartido y dialogado con el Señor. Pero ha llegado la hora de volver al Padre. Inevitablemente nos vienen a la memoria los sentidos versos de Fr. Luis de León: “Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro...”. No podemos recordar el acontecimiento de fe sin que nos traicione el corazón con sus sentimientos ante la despedida. Sin embargo, tales sentimientos, por más que naturales, están muy lejos del evangelio, que es la buena noticia de la presencia de Jesús que nos promete seguir con nosotros hasta el fin. No es una despedida, sino el inicio de un tiempo de gracia; de un tiempo de Dios; de una nueva etapa en la historia de salvación.  

El tiempo de la cincuentena pascual fue un tiempo de preparación. Cristo enseñaba a los discípulos cómo sería su presencia a partir de la Ascensión a los cielos. Es el sentido de los domingos de pascua que hemos meditado. El primer domingo de pascua hemos visto a Cristo resucitado vivo realmente para la gloria de Dios Padre; el segundo domingo lo hemos visto vivo en el Perdón del Padre; en el tercer domingo lo hemos visto vivo en la fracción del pan; en el cuarto domingo lo hemos visto como el Buen Pastor que nos lleva a la vida eterna; el quinto domingo lo hemos visto como el camino, la verdad y la vida; el sexto domingo lo hemos visto como el que nos promete el Espíritu de la verdad y el domingo de la Ascensión sintetiza toda su presencia en la promesa de que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cristo con su compañía en este tiempo nos deja claro que no se ha ido, no se ha desentendido, sino que camina con nosotros, pero de una manera distinta.

La ascensión marca el nuevo tiempo de Dios. Esta época es el tiempo del Espíritu Santo y de la Iglesia. La Iglesia se torna en la prolongación de la encarnación del Hijo de Dios y el Espíritu Santo hace presente por medio de los sacramentos, de la liturgia y de la caridad la vida de Cristo Resucitado. Por la fe somos llamados ser parte de la misión de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo. Por tal razón el cristiano está llamado a espabilarse y tomar parte de la misión. Nuestros viejos nos dirían, “no te duermas en los laureles”. Ante la misión que el Señor nos ha dado por el bautismo, el cristiano esta llamado a no dormirse en los laureles. ¿Cuándo corremos el riesgo de dormirnos en los laureles? La fe es el remedio para despertar del sueño y de la parálisis espiritual.

La Ascensión nos manifiesta que somos el cuerpo de Cristo. El Señor por medio de nosotros llega a cada cubujón de la tierra que necesita un rayo de esperanza. La pandemia nos ha mostrado que Dios esta presente y obra por medio de los hombres como los doctores, enfermeros, autoridades, etc. Dios obra en el padre de familia, en la madre de familia, en fin, en cada cristiano. Cada uno de nosotros cuando asumimos lo que somos dejamos que Dios obre por medio de nosotros. Así se cumple la Escritura: “no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). Cristo quiere llegar al mundo por la predicación, la caridad, la piedad, el culto y otros caminos más. Por eso alégrate porque te ha tenido en cuenta a ti.

Cristo es la cabeza y nosotros somos su cuerpo. Vivimos por la cabeza que esta en el cielo y obra en medio del mundo por nosotros que somos su cuerpo; cuerpo que está unido por el Espíritu Santo. Por eso llega a nosotros su gracia y somos elevados al cielo. Por esa unidad del Espíritu somos fortalecidos, nunca abandonados y siempre acompañados. En él, tenemos la fuerza para mirar al cielo y encontrar en las alturas al Dios que hace tanto por nosotros.

Para mirar al cielo Cristo ha ascendido y para merecerlo el Espíritu Santo ha descendido. Por eso no somos huérfanos a la suerte de este mundo. El azar no controla nuestra vida; la incertidumbre no posee nuestra esperanza. “El Señor esta con nosotros y estamos alegres”, dice el salmista. No hemos sido abandonados sino fortalecidos, lanzados a una nueva etapa: la etapa del Espíritu; la etapa de la Iglesia. Una etapa que ha tenido un tiempo de dos mil años de peregrinación, de predicación de la Palabra y de recepción de los sacramentos de forma ininterrumpida. Dos mil años y gozamos de la promesa del Señor, “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18); “estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20); “no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Alegrémonos con María Santísima mujer que peregrina con la Iglesia. Anunciemos el Reino de Dios, alegrémonos de su presencia, defendamos la gracia que nos viene de lo alto.
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El esplendor de la verdad

5/16/2020

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Rev. D. José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel

La liturgia de este domingo, además de prepáranos para la fiesta de la Ascensión del Señor, tiene una invitación muy clara: vivir en la verdad. Para vivir en la verdad debemos encontrarnos con ella en el corazón. Como diría san Agustín “en donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios que es la Verdad misma” (Confesiones X, XXIV, 35). La verdad nos manifiesta quiénes somos nosotros en realidad, quiénes son los demás y quién es Dios. La verdad más que ser un cumulo de conocimientos enlazada entre varios criterios, es el encuentro con una Persona que da sentido a la vida y a la existencia.

“La verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre. De esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor”, dice san Juan Pablo II (VS. 1). El ser humano tiene un deseo en su corazón de conocer la verdad. ¿Dónde se encuentra esta respuesta que exige el corazón humano? En Jesucristo; la luz del rostro de Dios “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Hb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14): él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Por tal razón, como dice el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre solo se esclarece a la luz del Verbo encarnado” (GS. 22).

El ser humano ha sido llamado por Dios a conocer la verdad y alcanzar su felicidad en ella (cfr. 1 Tim 2, 4). Es la experiencia que surgió en Samaria cuando Felipe predicó el Evangelio. Dice la escritura que “la ciudad se llenó de alegría” (Act 8, 8). La alegría brotó de la verdad del Evangelio. La predicación del Evangelio manifiesta al hombre el sentido de su vida. ¿A quién no alienta una palabra de Jesús? ¿Quién no se ha identificado con esa palabra de verdad que abre el entendimiento y alienta a la voluntad? Con mucha razón decía san Agustín, “La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste es gozo de ti, que eres la verdad…Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad (Confesiones, X, XXII, 33).

El apóstol san Pedro nos motiva a dar razón de nuestra esperanza. Nuestro mundo moderno nos dice igual que los atenienses a san Pablo cuando predicó en el areópago. Ellos le preguntaron “¿podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú expones? Pues te oímos decir cosas extrañas y querríamos saber qué significan” (Act. 17, 19-20). Muchos nos preguntaran por qué creemos en Cristo. Nos exigirán razones de nuestra fe. Lo cierto es que no podremos dar razón de ella sino conocemos la verdad, pero sobre todo si no tenemos una relación con el Señor que es el Camino, la Verdad y la Vida.

El Espíritu Santo es el espíritu de la verdad. Él es el abogado que pone palabras en nuestra boca para anunciar y dar razón de nuestra esperanza. Mostramos la Verdad de Dios, no por medio de inventos científicos, ni de teorías, ni sistemas elaborados de conocimiento. La Verdad se manifiesta en nuestra vida, porque “la Verdad nos hace libres” (Jn 8, 32). Por ella podemos actuar con libertad, asumir el Bien mayor. Esta libertad alcanza su plenitud cuando está orientada a Dios, de lo contrario está a la merced de la inconstancia de las pasiones, de las emociones que se pierden en un ejercicio egocéntrico de las cosas e incluso de las personas.

Quien no vive en la verdad acaba por vivir en una mentira. “Muchos viven del cuento”, decía mi abuelo. No viven una vida real, aunque digan que son “reales hasta la muerte”. Les sucede lo que decía aquel famoso dramaturgo francés llamado Dedis Diderot: “gozamos de un sorbo de la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”. El Espíritu de la verdad nos manifiesta el verdadero camino. Habita en nuestro interior para invitarnos a vivir una vida con sentido, con una orientación decisiva. Quien vive en la verdad es capaz de ser libre de las ataduras del pecado y de sí mismo: el esplendor de la verdad nos hará libres, esplendor que brota del Espíritu Santo.

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“Jesús rostro que revela el misterio del Padre”

5/11/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8), dice el apóstol Felipe. El deseo del cristiano es ver a Dios. Ver sus obras, ver sus milagros y sus maravillas. Escuchar su voz y su Palabra. “Muéstranos al Padre” (Jn 14, 8), muéstranos, Señor, tu rostro, no lo ocultes ante las difíciles situaciones que enfrentamos. Nosotros experimentamos lo mismo que Felipe: queremos ver a Dios, queremos ver al Padre. El Señor nos contesta como a los apóstoles “no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios: creed también en mi” (Jn 14, 1). Si creemos en Dios, nadie nos apartará de su amor. Si Creemos en Cristo nadie “nos podrá separar del Padre ni de él” (San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 70, 1).

Felipe quiere ver a Dios como lo había escuchado de las Sagradas Escrituras. Como buen judío conocía la historia de salvación. Escuchó los portentos que hizo el Señor con su pueblo. Este apóstol quería ser testigo de todo aquello. Del milagro de la Pascua en el Antiguo Testamento cuando el pueblo de Israel paso pie enjuto por el mar rojo hasta la Tierra prometida; quería ver el maná que alimentó al Pueblo de Israel en el desierto; ansiaba mirar a Moisés bajar del Sinaí con las tablas de la Ley; ser participe de la conquista de la Tierra. Felipe tenía ansias de ver aquello que de niño escuchó de sus padres sobre la grandeza de Yahvé, Dios. Por eso Felipe le dice a Jesús: “muéstranos al Padre” (Jn 14, 8). Pero Felipe dejó pasar por alto la presencia de Dios en su vida. Aquella presencia que le regalaba hoy en su hijo amado. Tanto así que el mismo Señor le dice: “tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9)

Felipe no entendía el reproche del Señor. Pensó que el Señor estaba delirando del sueño. Pero no, era Felipe quien deliraba, quien no captaba, quien no entendía. “Tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9) Felipe caminó con el Señor, vio los milagros que Jesús hacía; vio cómo les devolvía la salud a los enfermos, daba de comer a multitudes, cambiaba vidas, perdonaba pecados y la muchedumbre le seguía. Felipe no se daba cuenta que estando junto a Jesús estaba junto a Dios: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre” (Jn 14, 10-12), le dice el Señor a Felipe.

Muchas veces nos pasa como a Felipe. Podemos perder de vista que Dios ha estado siempre junto a nosotros. Pasamos por alto la presencia de Dios cuando le damos más fuerza a las cosas malas, a las inquietudes del día a día, a la ansiedad y al afán desmedido. Perdemos de vista el hermoso horizonte que Dios nos ha puesto delante. Felipe perdió el horizonte que Dios le regalaba en su Hijo Jesucristo. No se dio cuenta que teniendo a Cristo tenía a Dios. Como nos diría el apóstol san Pablo, “ustedes son de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3, 23).

En Cristo hemos encontrado el camino, la verdad y la vida: la vuelta a la casa del Padre. En Cristo podemos decir, “he vuelto a la casa de mi Padre”. Esta es la meta de nuestra vida: abrazar al Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Es un misterio profundo que no bastaría la vida para meditarlo; la ciencia para profundizarlo; el conocimiento para abarcarlo ni la eternidad para captarlo. Por eso alegrémonos, en Cristo vemos a Dios, le pertenecemos a Dios, somos de Dios, “en la vida y en la muerte del Señor somos” (Rom 14, 8). ¿Quieres ver a Dios? Contempla a Cristo en la Eucaristía, en la cruz, en la resurrección, en la Palabra, en la Iglesia, en los sacramentos y en tu prójimo. Allí veras la voluntad del Padre, la voz del padre, el consuelo del Padre: el rostro misericordioso de Dios.
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“El Buen Pastor da la vida por sus ovejas”

5/10/2020

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Por: Rev. D. José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo


El Buen Pastor es el que da la vida por sus ovejas. Dicho pastoreo es entregado por Cristo a los apóstoles y éstos a los sucesores de los apóstoles, los obispos, y en sus colaboradores los presbíteros. Ellos comparten los mismos sentimientos de Cristo Jesús y por esos sentimientos las ovejas, su gente, reconocen la voz del Supremo Pastor, Jesucristo, porque son Otro Cristo; el mismo Cristo. Por eso el Buen Pastor se conoce por tres cualidades: hablar al corazón hasta conmoverlo, inspira la confianza y es capaz de dar la vida por los que están a su alrededor.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos muestra la primera llamada del Buen Pastor: la conversión de los pecados. San Pedro, vicario de Cristo en la tierra, manifestación clara de la voz del Buen Pastor, llama a los que le escuchan a arrepentirse de sus pecados. Es la primera llamada del Señor a la oveja descarriada, “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios esta cerca: convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14). Jesús conoce la herida de las ovejas. Esa herida es el pecado y es necesario sanarla para que el corazón sea libre y entre en comunión con Dios. Por eso la exhorta a cambiar de rumbo, a caminar al redil que pertenece y no al aprisco del pecado que amenaza con quitarle la vida. Con la conversión Cristo ofrece la verdadera vida a su rebaño. No es un reproche por parte de Dios, sino la llamada amorosa a volver al camino correcto.

Esta búsqueda constante del Buen Pastor suscita en el corazón del creyente esperanza y fe. El apóstol San Pedro nos motiva a poner la confianza en el Señor y permanecer en el redil. El redil de Cristo es la Iglesia. Allí encontramos la voz del Pastor que nos nutre la esperanza y el pasto seguro de la Eucaristía que nos alimenta el alma. También encontramos la paz en el sacramento de la penitencia cuando la herida del pecado se vuelve a abrir por la tentación y la lucha constante. En este redil que es la Iglesia se cumplen a su vez las palabras del salmista: “en verdes praderas me hace recostar, me conduce a las fuentes tranquilas”. La Iglesia es garantía de la voz del Buen Pastor, es la garantía de la verdad, aunque haya lobos vestidos de ovejas, el Buen Pastor prevalece con su redil.

La acción más grande, el lenguaje más claro y preciso del Buen Pastor es dar la vida en rescate por muchos. El Buen Pastor da la vida por sus ovejas. Ese Pastor es Cristo que dio su vida en la cruz para que el hombre tuviera vida eterna. Jesús convencía por sus obras y palabras, pero porque ellas estaban dirigidas a la salvación. Cada palabra, cada milagro era un signo de querer entregar la vida libremente por aquellos que la habían perdido por el pecado. En Él encontramos la verdadera vuelta al rebaño, al verdadero camino de salvación. Sólo Él puede llevarnos al encuentro verdadero con Dios. Por eso Cristo dice “Yo soy el Buen Pastor; el buen pastor da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11).

El Señor, luego de su resurrección y ascensión a los cielos, no ha dejado desprovista a la Iglesia de Pastores que le guíen. El día de la última cena ha establecido el sacerdocio ministerial para ofrecer su cuerpo y su sangre para seguir dando vida al rebaño. Los sacerdotes son los pastores del rebaño de Dios, son los que ayudan al pueblo a encontrarse con el verdadero Pastor. En los sacerdotes se cumplen las palabras de Dios a Jeremías: “os daré pastores según mi corazón” (Jer 3, 15).

San Pablo recalca que todo sacerdote debe tener los “mismos sentimientos de Cristo” (Flp. 2, 5). Estos sentimientos manifiestan la llamada de Dios que hace a los hombres participar de su único sacerdocio. Sólo existe un Sumo Sacerdote del cual participan de modo especial cada obispo, presbítero y diácono. Como es un único sacerdocio, debe ser a su vez un único sentimiento: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Por tanto, todo aquel que se acerque con motivos ajenos, no es de Cristo, sino del enemigo vestido de cordero.

Esta semana la Iglesia nos provee un espacio para orar por las vocaciones sacerdotales. Es una oportunidad para pedir al Señor sacerdotes con corazón de pastor, con olor a oveja y que compartan los mismos sentimientos de Cristo; pero ante todo que nos pongan en sintonía con Dios. Para ello debemos pedir que sean oyentes asiduos del corazón de las ovejas, que brinden palabras de esperanza, pero sobre todo que den la vida por su rebaño. Para ello debemos orar y motivar a los jóvenes que tengan la inquietud de seguir al Señor como ministros de su Evangelio. Sin sacerdotes no hay Eucaristía; sin Eucaristía, no hay Iglesia; sin Iglesia, no hay Salvador; sin Salvador no hay salvación. 


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“Jesús rostro que revela el misterio del Padre”

5/3/2020

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Por: Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8), dice el apóstol Felipe. El deseo del cristiano es ver a Dios. Ver sus obras, ver sus milagros y sus maravillas. Escuchar su voz y su Palabra. “Muéstranos al Padre” (Jn 14, 8), muéstranos, Señor, tu rostro, no lo ocultes ante las difíciles situaciones que enfrentamos. Nosotros experimentamos lo mismo que Felipe: queremos ver a Dios, queremos ver al Padre. El Señor nos contesta como a los apóstoles “no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios: creed también en mi” (Jn 14, 1). Si creemos en Dios, nadie nos apartará de su amor. Si Creemos en Cristo nadie “nos podrá separar del Padre ni de él” (San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 70, 1).

Felipe quiere ver a Dios como lo había escuchado de las Sagradas Escrituras. Como buen judío conocía la historia de salvación. Escuchó los portentos que hizo el Señor con su pueblo. Este apóstol quería ser testigo de todo aquello. Del milagro de la Pascua en el Antiguo Testamento cuando el pueblo de Israel paso pie enjuto por el mar rojo hasta la Tierra prometida; quería ver el maná que alimentó al Pueblo de Israel en el desierto; ansiaba mirar a Moisés bajar del Sinaí con las tablas de la Ley; ser participe de la conquista de la Tierra. Felipe tenía ansias de ver aquello que de niño escuchó de sus padres sobre la grandeza de Yahvé, Dios. Por eso Felipe le dice a Jesús: “muéstranos al Padre” (Jn 14, 8). Pero Felipe dejó pasar por alto la presencia de Dios en su vida. Aquella presencia que le regalaba hoy en su hijo amado. Tanto así que el mismo Señor le dice: “tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9)

Felipe no entendía el reproche del Señor. Pensó que el Señor estaba delirando del sueño. Pero no, era Felipe quien deliraba, quien no captaba, quien no entendía. “Tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9) Felipe caminó con el Señor, vio los milagros que Jesús hacía; vio cómo les devolvía la salud a los enfermos, daba de comer a multitudes, cambiaba vidas, perdonaba pecados y la muchedumbre le seguía. Felipe no se daba cuenta que estando junto a Jesús estaba junto a Dios: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre” (Jn 14, 10-12), le dice el Señor a Felipe.

Muchas veces nos pasa como a Felipe. Podemos perder de vista que Dios ha estado siempre junto a nosotros. Pasamos por alto la presencia de Dios cuando le damos más fuerza a las cosas malas, a las inquietudes del día a día, a la ansiedad y al afán desmedido. Perdemos de vista el hermoso horizonte que Dios nos ha puesto delante. Felipe perdió el horizonte que Dios le regalaba en su Hijo Jesucristo. No se dio cuenta que teniendo a Cristo tenía a Dios. Como nos diría el apóstol san Pablo, “ustedes son de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3, 23).
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En Cristo hemos encontrado el camino, la verdad y la vida: la vuelta a la casa del Padre. En Cristo podemos decir, “he vuelto a la casa de mi Padre”. Esta es la meta de nuestra vida: abrazar al Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Es un misterio profundo que no bastaría la vida para meditarlo; la ciencia para profundizarlo; el conocimiento para abarcarlo ni la eternidad para captarlo. Por eso alegrémonos, en Cristo vemos a Dios, le pertenecemos a Dios, somos de Dios, “en la vida y en la muerte del Señor somos” (Rom 14, 8). ¿Quieres ver a Dios? Contempla a Cristo en la Eucaristía, en la cruz, en la resurrección, en la Palabra, en la Iglesia, en los sacramentos y en tu prójimo. Allí veras la voluntad del Padre, la voz del padre, el consuelo del Padre: el rostro misericordioso de Dios.

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