Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo
“Muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8), dice el apóstol Felipe. El deseo del cristiano es ver a Dios. Ver sus obras, ver sus milagros y sus maravillas. Escuchar su voz y su Palabra. “Muéstranos al Padre” (Jn 14, 8), muéstranos, Señor, tu rostro, no lo ocultes ante las difíciles situaciones que enfrentamos. Nosotros experimentamos lo mismo que Felipe: queremos ver a Dios, queremos ver al Padre. El Señor nos contesta como a los apóstoles “no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios: creed también en mi” (Jn 14, 1). Si creemos en Dios, nadie nos apartará de su amor. Si Creemos en Cristo nadie “nos podrá separar del Padre ni de él” (San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 70, 1).
Felipe quiere ver a Dios como lo había escuchado de las Sagradas Escrituras. Como buen judío conocía la historia de salvación. Escuchó los portentos que hizo el Señor con su pueblo. Este apóstol quería ser testigo de todo aquello. Del milagro de la Pascua en el Antiguo Testamento cuando el pueblo de Israel paso pie enjuto por el mar rojo hasta la Tierra prometida; quería ver el maná que alimentó al Pueblo de Israel en el desierto; ansiaba mirar a Moisés bajar del Sinaí con las tablas de la Ley; ser participe de la conquista de la Tierra. Felipe tenía ansias de ver aquello que de niño escuchó de sus padres sobre la grandeza de Yahvé, Dios. Por eso Felipe le dice a Jesús: “muéstranos al Padre” (Jn 14, 8). Pero Felipe dejó pasar por alto la presencia de Dios en su vida. Aquella presencia que le regalaba hoy en su hijo amado. Tanto así que el mismo Señor le dice: “tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9)
Felipe no entendía el reproche del Señor. Pensó que el Señor estaba delirando del sueño. Pero no, era Felipe quien deliraba, quien no captaba, quien no entendía. “Tanto tiempo conmigo y ¿no me conoces?” (Jn 14, 9) Felipe caminó con el Señor, vio los milagros que Jesús hacía; vio cómo les devolvía la salud a los enfermos, daba de comer a multitudes, cambiaba vidas, perdonaba pecados y la muchedumbre le seguía. Felipe no se daba cuenta que estando junto a Jesús estaba junto a Dios: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre” (Jn 14, 10-12), le dice el Señor a Felipe.
Muchas veces nos pasa como a Felipe. Podemos perder de vista que Dios ha estado siempre junto a nosotros. Pasamos por alto la presencia de Dios cuando le damos más fuerza a las cosas malas, a las inquietudes del día a día, a la ansiedad y al afán desmedido. Perdemos de vista el hermoso horizonte que Dios nos ha puesto delante. Felipe perdió el horizonte que Dios le regalaba en su Hijo Jesucristo. No se dio cuenta que teniendo a Cristo tenía a Dios. Como nos diría el apóstol san Pablo, “ustedes son de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3, 23).
En Cristo hemos encontrado el camino, la verdad y la vida: la vuelta a la casa del Padre. En Cristo podemos decir, “he vuelto a la casa de mi Padre”. Esta es la meta de nuestra vida: abrazar al Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Es un misterio profundo que no bastaría la vida para meditarlo; la ciencia para profundizarlo; el conocimiento para abarcarlo ni la eternidad para captarlo. Por eso alegrémonos, en Cristo vemos a Dios, le pertenecemos a Dios, somos de Dios, “en la vida y en la muerte del Señor somos” (Rom 14, 8). ¿Quieres ver a Dios? Contempla a Cristo en la Eucaristía, en la cruz, en la resurrección, en la Palabra, en la Iglesia, en los sacramentos y en tu prójimo. Allí veras la voluntad del Padre, la voz del padre, el consuelo del Padre: el rostro misericordioso de Dios.