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“Caminante no hay camino es Jesucristo que nos acompaña en el andar”

4/25/2020

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Rev. D. José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo


El Evangelio de Jesucristo es el camino que cada hombre está llamado a caminar para que al final de la vida encuentre la bienaventuranza eterna. En efecto los primeros cristianos fueron llamados los del camino porque seguían la misma vida de Cristo. Eran peregrinos motivados por la fuerza del Espíritu; estaban constantemente en camino; iban día y noche al encuentro del Señor y de los hermanos.

El evangelista Lucas contemplaba la vida de Cristo como un camino que todo cristiano debía recorrer. Por eso en todo el evangelio de Lucas Cristo constantemente está en camino e invita a los hombres a caminar junto a él. Sin embargo, el camino del Señor es complejo. No se puede caminar solo. El camino del cristiano debe estar acompañado siempre de la presencia del Señor. De lo contrario pierde el enfoque de su andanza; pierde el sentido de su discipulado, de su misión y de su filiación divina.

Los discípulos de Emaús perdieron el sentido de su camino, de su seguimiento de Cristo. Todo quedó en una cruz. Por eso iban con angustia por el camino; su mundo se derrumbó. Pero el Señor sale a su encuentro. En medio de la tristeza los escucha y los acompaña. Luego les hace despertar: “era necesario que todo esto sucediera para que se cumplan las Escrituras”. Entonces les explicaba las Escrituras. Cuando les explica las Escrituras el camino se hizo más llevadero. Por eso los discípulos de Emaús le dicen, “quédate con nosotros porque es tarde y se hace de noche”.

Una vez en la casa sucede algo interesante: de una noche obscura pasa a ser una noche brillante. Jesús toma el pan pronuncia la acción de gracias y desaparece. Los discípulos se quedan estupefactos y reflexionan de todo aquello que se hablaba en el camino. Uno de ellos se dice, “¿no ardía nuestro corazón mientras íbamos por el camino y nos explicaba las Escrituras?” ¡Ardía nuevamente el corazón! Cuando nos dejamos acompañar por el Señor, la esperanza se renueva, los ojos se abren para una vida nueva. El punto no es el camino es el compañero de camino; es Jesucristo que nos acompaña en el andar.

Todo aquel que se deja tocar por el Señor, no queda abandonado en el camino. Es un camino de fe que se nutre de la compañía de Jesús, de la Iglesia, de la Palabra y de los sacramentos, de forma especial de su cuerpo y de su sangre. La Palabra nos hace caminar y nos motiva a seguir hasta el encuentro del Señor. La Iglesia nos explica esa esperanza y Jesús entrega su cuerpo para fortalecernos, porque sabe que el camino “supera nuestras fuerzas” (1 Re 19, 7).

Para los cristianos que celebran la Pascua, nada puede ser en absoluto como antes. Aunque en ocasiones perdamos las fuerzas, la esperanza, la fe y el amor. Jesús nos da una esperanza, aunque la incomprensión y las constantes caídas sean la orden del día, el Señor esta allí para levantarnos: “no os dejare huérfanos” (Jn 14, 18). ¿Dónde le buscamos? Conocemos el camino: la Eucaristía. Ese es el camino para encontrarnos con el Señor, lo reconocemos “al partir el pan”. El Señor viene cada día a nuestra vida por las manos del sacerdote. Desde su presencia sacramentada se hace compañero de camino, camino del cual él es su propio arquitecto.
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El camino del cristiano es un constante volver a Emaús. Buscamos en ese camino siempre razones, explicaciones e incluso soluciones. Pero perdemos de vista lo esencial: aquel que va a
nuestro lado. Sigue las huellas de Cristo, sigue su andar y lo encontrarás. Te explicará las escrituras, arderá tu corazón y lo reconocerás al partir el pan. 
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Mira las llagas de Cristo allí encontrarás tu justificación

4/18/2020

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Rev. D. José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

En el año 1515 había en la región de Erfurt, Alemania, un monje agustino que se pasaba pensando en sus pecados. Día y noche era atormentado por los escrúpulos y el maligno
constantemente le acechaba diciendo, “no tienes perdón de Dios”. Aquel monje no encontraba la paz, su conciencia le atormentaba y se decía a sí mismo, “quisiera creer en la misericordia que predico y experimentar la paz que tanto necesito”. Un día el superior del Monasterio contempló el tormento que tenía aquel monje. Se detuvo y ambos empezaron hablar. El monje dijo a su superior, “no encuentro razones que me justifiquen ante Dios, creo que me condenaré”. Luego de largas horas de diálogo el abad dijo al monje: “mira las llagas de Cristo allí encontrarás tu justificación ante Dios, solo en su misericordia verás el amor que Él te tiene”.

Quisiera que viéramos las palabras del sabio abad: “mira las llagas de Cristo, allí encontrarás tu justificación”. La justificación es la razón por la cual Dios nos salva. La misma la alcanzamos en el bautismo, la acrecentamos con la Eucaristía, el apostolado, la oración, la entrega del día a día y si caemos en pecado la recuperamos en la confesión. Por medio de ella Dios nos hace santos. Sin embargo, la justificación, las razones por las cuales Dios nos salva y nos redime se reducen a una sola: la misericordia. El cristiano se salva porque cree que la misericordia de Dios lo salvará. Por eso decimos con el salmista, “dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Ps. 117, 1).
El centro de la vida cristiana es la misericordia de Dios. Por eso Jesús al aparecerse a los discípulos se pone en medio de ellos. Se pone en el medio como queriendo decir que es la piedra angular de nuestra salvación; se pone en el medio como la roca fuerte capaz de sostener a aquellos que van a caer y les dice: “la paz este con ustedes”. Cristo le devuelve la paz y muestra sus manos y sus pies como signo de aquella amistad que Dios quiere regalar a los hombres. Tan pronto los discípulos vieron aquellas llagas y el rostro resplandeciente del Señor encontraron la alegría, “dieron gracias a Dios porque es bueno porque es eterna su misericordia...porque libró su vida de la muerte” (Ps. 117, 1. 4.).
La misericordia de Dios la recibimos en la Iglesia, Cuerpo de Cristo vivificado por el Espíritu. Por eso el Señor sopla sobre los discípulos y les entrega el Espíritu Santo para que vean que no es obra de hombres sino de Dios: “recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonen los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan le quedan retenidos”. Con el soplo del Espíritu Santo entrega a la Iglesia el sacramento de la reconciliación; el sacramento de la misericordia de Dios.
Gracias a Cristo estamos en paz con Dios, con la comunidad, pero también con nosotros mismos. Es el testimonio de Tomás. Santo Tomás andaba inquieto pensando en lo que iba a suceder. Jesús se les aparece ocho días después y les dice “la paz este con ustedes”. Jesús le devuelve la paz a Tomás poniendo su dedo en sus manos y en su costado. Por ello, Tomás recuperó la paz con Dios, con los hermanos y consigo mismo. Por las llagas Tomás encontró la misericordia de Dios, misericordia que le movió a decir, “Señor y Dios mío”.
Este domingo de la misericordia debe movernos a nosotros a depositar nuestra esperanza en el amor de Dios. San Pablo decía, “donde abundó el pecado sobre abundó la gracia” (Rom 5,
20). Ten fe en la misericordia de Dios, ella es la que te justifica. Por eso mira las llagas de Cristo, allí resplandece tu justificación, las razones por las cuales Dios te quiere salvar. Pero recuerda que Dios espera de ti una respuesta de fe ante su misericordia. San Agustín decía, “el que te hizo sin ti no te salvará sin ti” (Sermón 171, 16). ¿Cuál será tu respuesta a la misericordia que Dios te ofrece en las llagas de su Hijo? Cristiano, hijo e hija de Dios, ¿Cuál es tu respuesta a la misericordia de Dios? 
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Domingo de Resurrección: Cristo resucitado es nuestra fe

4/12/2020

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Por: Rev. Diácono José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel de Cabo Rojo 


“La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo…elimina la fe en la resurrección y todo se derrumba” (Sermón, 361, 2) dice San Agustín. Y es que “nuestra fe es vana si Cristo no ha resucitado”, dirá por otra parte el apóstol San Pablo (1 Cor. 15, 14). El núcleo de la fe cristiana se funda en la predicación de Cristo, muerto y resucitado. Es un hecho histórico porque es corroborado por los apóstoles, testigos oculares de la resurrección con Pedro a la cabeza. Pero a su vez es un hecho de fe porque creemos en la predicación, aún sin pruebas, de dicho acontecimiento. Por tanto, “no es un cuento de hadas”, ni tampoco una enseñanza moral y mucho menos un truco para aletargar a la gente con sus problemas. La resurrección es un acontecimiento que cambia el giro de la historia. Cristo ha resucitado y nos ha abierto el cielo para gloria de Dios Padre. Realmente, “es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Ps. 117, 2).

En la primera lectura encontramos el testimonio de los apóstoles. La fe en la resurrección nos viene de ellos y de modo concreto, el primero en confesarla, de la persona del apóstol San Pedro, el Papa. El Santo Padre es el primer testigo de la resurrección de Jesucristo. Fue el que Cristo dejo a cargo de la comunidad cristiana y a quienes los cristianos acudían en momentos de duda o confusión. Por eso, en el evangelio notamos que tanto el discípulo amado como Pedro corren al sepulcro tras el anuncio de María Magdalena. Ni ella ni el discípulo amado entraron al sepulcro, el que entró fue el apóstol san Pedro y corroboró el acontecimiento: ¡Cristo ha resucitado!

La predicación apostólica es la garantía de nuestra fe en la resurrección. Nadie puede creer en el Cristo real si no es por la predicación apostólica anunciada desde la Iglesia. Esta predicación es aún latente y real en los sucesores de los apóstoles y del Sucesor de Pedro, el Papa. Cuando los escuchamos a ellos nos hacemos oyentes de la voz del mismo Cristo “quien a ustedes escucha a mí me escucha” (Lc. 10, 16); “id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Mc. 16, 15). Por tanto, nadie puede encontrarse con Cristo, con el Cristo real y verdadero, si antes no se han encontrado con la Iglesia.

Las conversiones de los primeros siglos no fueron porque Cristo resucitado se apareció a todos. Eso hubiese sido muy fácil, que todos creyeran porque él mismo se apareció tal cual es. Cristo se apareció a aquellos que llamó. Se apareció a aquellos que fue guiando y formando. Tanto así que el mismo evangelio dice “que no habían comprendido el sentido de resucitar de entre los muertos”. Cristo quiso entrar en la vida del resto de las personas, en cada uno de nosotros por los sacramentos que son la fuerza y la presencia del Señor resucitado en medio de su pueblo (Lc 5, 17), por “la necedad de la predicación de los apóstoles” (1 Cor 1, 21), por la caridad, la fe y la esperanza (1 Cor. 13, 13). Todo esto es manifestación de la resurrección. Cristo vive para gloria de Dios Padre y esta presente, por el misterio del bautismo, en cada uno de los cristianos. No le vemos, pero podemos tocarle por la fe. Cada vez que comemos del Cuerpo y la sangre, cada vez que extendemos nuestra mano al necesitado, cada vez que perdonamos, que oramos y vivimos de un modo distinto se manifiesta en nosotros la vida de Cristo resucitado: “no soy yo quien vive es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20).

La vida de Cristo resucitado es una gran responsabilidad. El mundo espera mucho de los hijos en el Hijo. Cada cristiano debe meterse hasta lo profundo de este misterio. Aunque la vida no nos alcance, ya que nos supera en gran medida. Sin embargo, Dios no nos manda a entender tan sublime misterio de amor, Él nos llama a vivirlo con intensidad. Por eso cada cristiano esta llamado a dejar atrás su vida de pecado, a levantarse del sueño paralizante del individualismo y caminar con entusiasmo al encuentro de Cristo resucitado. San Pablo nos lo recuerda “si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1-4). No busques entre los muertos al que vive. Por eso, el papa Francisco exhortaba a los jóvenes, “¡levántate! ¡Cristo vive! Y ¡te quiere vivo!” (CV. 1).

Nuestra fe en la resurrección puede debilitarse. Es algo que palpamos y vivimos en nuestro día a día. Las personas no creen en la resurrección de los muertos y mucho menos en la resurrección de Cristo. Muchos ven el cristianismo como un código moral que establece un cierto orden o moralidad en la sociedad. En última instancia un código que te presenta como una persona “buena”. O nos vamos al otro extremo, contemplamos el cristianismo como una religión llena de palabras, procesiones y actitudes patriarcales que no tienen mucho que decirle al mundo de hoy. Como cristianos estamos llamados a encontrarnos con Cristo resucitado para no caer en esta tentación. El Señor nos da la solución: “No teman. Decid a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me encontraran” (Mt 28, 10).
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Galilea fue el lugar donde empezó todo. Es el lugar del encuentro de Jesús con los primeros discípulos. Allí fue donde empezó a arder el corazón de los apóstoles. Es el lugar donde todo empezó. El mismo Pedro nos lo dice y la secuencia que hoy leemos nos lo narra: “venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua” (Secuencia Pascual). Hoy el Señor nos invita a ir a nuestra Galilea. Nos invita a salir al encuentro de su gloriosa resurrección. Ve a Galilea y anuncia a tus hermanos la gloria de la Pascua. Ve a Galilea y recobra tus fuerzas gastadas por el cansancio del día. Ve a Galilea y no temas que el Señor esta contigo. Una vez en Galilea podrás decir con el salmista, “este es el día en que actuó el Señor, sea Él nuestra alegría y nuestro gozo”; “¡Cristo Resucitó! ¡Aleluya! ¡la vida venció a la muerte! ¡Aleluya!”

¡Felices Pascuas de Resurrección,  Jesús Vive!

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Domingo de Ramos

4/5/2020

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Rev. Diácono José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

                                                 
                                                                 ¿Quién es el Mesías? 


El domingo de Ramos es el día inaugural de la semana Santa. Por medio de su apertura Jesús empieza su camino hacia la cruz, es alabado como el hijo de David y como el Mesías prometido. Las palmas y las alabanzas muestran el regocijo de aquel pueblo que esperaba la liberación e instauración de los tiempos mesiánicos. Sin embargo, dijo el Señor “mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). El Mesías político triunfante estaba muy lejos del mesianismo que anunció Dios por medio de la Ley y de los profetas. El mesianismo prometido por el Señor inaugura su tiempo con el camino de la cruz.

La entrada triunfante de Cristo toma otro matiz para el cristiano: Cristo ha venido a pagar el precio del pecado. La muerte que merece el pecador, Cristo la asume para liberar a los que estaban bajo el misterio de iniquidad. Como diría el apóstol San Pedro, “fue él quien, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que muriéramos a nuestros pecados y viviéramos para la justicia; y con sus heridas habéis sido curados” (1 Pedro 2, 24).

En la primera lectura contemplamos la profecía de Isaías. En esta lectura encontramos un hombre maltratado y ultrajado. Manifestaba la experiencia de Israel en el destierro de Babilonia. El pueblo judío se identificaba con este varón de dolores porque así fueron tratados en tierra extranjera. Ciertamente el pueblo pagaba el pecado cometido contra Yahvé. Asumían en el destierro el pago de haberse alejado de la voluntad del Señor. Cayeron en las manos del pecado y el pecado los maltrató. Sin embargo, es en medio de ese castigo que el Señor anuncia a su pueblo que no le abandonará, sino que asumiendo sus dolores le salvará. Esta profecía se cumple en Jesucristo, el cual, de condición divina, asume la naturaleza humana, excepto en el pecado, para salvar a aquellos que habían sido maltratados y destruidos por el mismo. 

San Pablo expresa esta condición de siervo hecha realidad en Jesucristo de modo pleno. “Cristo, a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de sí mismo hasta la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. El que no tenía pecado, Dios lo hizo pecado para salvar a aquellos que estaban bajo el pecado (cfr. Gal 4, 4). Sin embargo, “vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Tanto así que lo vendieron por unas pocas monedas a las autoridades.

En el Evangelio contemplamos el rechazo del Mesías sufriente que pagaría con sus dolores la sentencia del pecado. Ellos esperaban un rey político y triunfante que los liberase del yugo del Imperio Romano. Pero Dios vino a este mundo como un cordero sin mancha llevado al matadero. Se quedó con sus discípulos en la mesa de la Eucaristía, manifestándose como la Pascua verdadera; como alimento verdadero, “yo soy el pan de vida” (Jn 6, 35). El Redentor no profirió palabras en su pasión si no que callaba ante los ultrajes de los que lo juzgaban. Condenado a muerte, es la burla de todo el pueblo, “si es el Hijo de Dios, que se salve así mismo y a nosotros…a otros ha salvado que se salve a sí mismo”. Desnudo e indefenso ofrecía las humillaciones por los pecados de la humanidad hasta el punto de experimentar la soledad del hombre ante el pecado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”  

Muchos esperaban que Jesús maldijera a todos aquellos que se burlaban de él. Pero su actitud fue muy diferente e inesperada: no profería amenazas solo palabras de paz “en tus manos Señor encomiendo mi espíritu”. Hermoso es notar que en el momento de la muerte los labios del Señor solo oraban. Cada frase que salía de los labios del Redentor eran de los salmos que recitaba día y noche. Cosa que no era común en los condenados que solo maldecían pues no le quedaba otra opción. Así nuestro Redentor entregó la vida para que el ser humano tuviera vida eterna en el Hijo.
En este domingo de Pasión el Señor nos hace una pregunta, ¿qué salvador esperas? Fijémonos que las lecturas hacen referencia a un Mesías que iba a sufrir con y por su pueblo. La Palabra Mesías hace referencia a ungido, político, general de un ejército, a un salvador terreno etc. ¿Cuántos de nosotros no esperamos un político ideal que solucione los problemas que tenemos como organismo social? ¿Cuántos no esperamos el doctor ideal que encuentre la cura para todas las enfermedades del mundo? ¿Cuántos no esperamos en salvadores terrenos que nos hagan la vida más sencilla y fácil? Pero todo esto lo deseamos porque tal vez esperamos más de algo pasajero que algo eterno y bello como lo es Dios.

Dios se hizo hombre para salvar a los hombres; su reinado no es otro que servir a los hombres. El Mesías prometido es el testimonio de Dios que llega hasta la locura de la cruz por amor al ser humano. Por medio de sus sufrimientos en la cruz manifiesta la verdad más grande que el hombre pueda conocer e incluso comprender: “Dios es amor” (1 Jn 4, 7). Dios quiere acompañarnos en nuestros pequeños vía crucis y darnos una nueva oportunidad desde ellos. Por eso las palabras del buen ladrón, “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 42). Si en tus calvarios la respuesta que tuviste fue de fe al Señor, él se acordará de ti cuando estés en su Reino.

Fuimos llamados a seguir a un Rey que no ha elegido veredas sencillas. El trono de nuestro Rey es una cruz; es un rey que está lejos de ofrecernos una vida fácil. Sin embargo, nos ofrece algo más grande, más hermoso que nada en el mundo pueda dar ni comprar: la felicidad del Cielo, la bienaventuranza de Dios. Cristo, por su pasión y su cruz nos ha ganado el Cielo. Por eso, ¡Alégrate! ¡Vales toda la sangre de Cristo! “Por tu cruz y tú resurrección nos has salvado Señor”.


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