Parroquia San Miguel Arcángel de Cabo Rojo
“La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo…elimina la fe en la resurrección y todo se derrumba” (Sermón, 361, 2) dice San Agustín. Y es que “nuestra fe es vana si Cristo no ha resucitado”, dirá por otra parte el apóstol San Pablo (1 Cor. 15, 14). El núcleo de la fe cristiana se funda en la predicación de Cristo, muerto y resucitado. Es un hecho histórico porque es corroborado por los apóstoles, testigos oculares de la resurrección con Pedro a la cabeza. Pero a su vez es un hecho de fe porque creemos en la predicación, aún sin pruebas, de dicho acontecimiento. Por tanto, “no es un cuento de hadas”, ni tampoco una enseñanza moral y mucho menos un truco para aletargar a la gente con sus problemas. La resurrección es un acontecimiento que cambia el giro de la historia. Cristo ha resucitado y nos ha abierto el cielo para gloria de Dios Padre. Realmente, “es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Ps. 117, 2).
En la primera lectura encontramos el testimonio de los apóstoles. La fe en la resurrección nos viene de ellos y de modo concreto, el primero en confesarla, de la persona del apóstol San Pedro, el Papa. El Santo Padre es el primer testigo de la resurrección de Jesucristo. Fue el que Cristo dejo a cargo de la comunidad cristiana y a quienes los cristianos acudían en momentos de duda o confusión. Por eso, en el evangelio notamos que tanto el discípulo amado como Pedro corren al sepulcro tras el anuncio de María Magdalena. Ni ella ni el discípulo amado entraron al sepulcro, el que entró fue el apóstol san Pedro y corroboró el acontecimiento: ¡Cristo ha resucitado!
La predicación apostólica es la garantía de nuestra fe en la resurrección. Nadie puede creer en el Cristo real si no es por la predicación apostólica anunciada desde la Iglesia. Esta predicación es aún latente y real en los sucesores de los apóstoles y del Sucesor de Pedro, el Papa. Cuando los escuchamos a ellos nos hacemos oyentes de la voz del mismo Cristo “quien a ustedes escucha a mí me escucha” (Lc. 10, 16); “id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Mc. 16, 15). Por tanto, nadie puede encontrarse con Cristo, con el Cristo real y verdadero, si antes no se han encontrado con la Iglesia.
Las conversiones de los primeros siglos no fueron porque Cristo resucitado se apareció a todos. Eso hubiese sido muy fácil, que todos creyeran porque él mismo se apareció tal cual es. Cristo se apareció a aquellos que llamó. Se apareció a aquellos que fue guiando y formando. Tanto así que el mismo evangelio dice “que no habían comprendido el sentido de resucitar de entre los muertos”. Cristo quiso entrar en la vida del resto de las personas, en cada uno de nosotros por los sacramentos que son la fuerza y la presencia del Señor resucitado en medio de su pueblo (Lc 5, 17), por “la necedad de la predicación de los apóstoles” (1 Cor 1, 21), por la caridad, la fe y la esperanza (1 Cor. 13, 13). Todo esto es manifestación de la resurrección. Cristo vive para gloria de Dios Padre y esta presente, por el misterio del bautismo, en cada uno de los cristianos. No le vemos, pero podemos tocarle por la fe. Cada vez que comemos del Cuerpo y la sangre, cada vez que extendemos nuestra mano al necesitado, cada vez que perdonamos, que oramos y vivimos de un modo distinto se manifiesta en nosotros la vida de Cristo resucitado: “no soy yo quien vive es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20).
La vida de Cristo resucitado es una gran responsabilidad. El mundo espera mucho de los hijos en el Hijo. Cada cristiano debe meterse hasta lo profundo de este misterio. Aunque la vida no nos alcance, ya que nos supera en gran medida. Sin embargo, Dios no nos manda a entender tan sublime misterio de amor, Él nos llama a vivirlo con intensidad. Por eso cada cristiano esta llamado a dejar atrás su vida de pecado, a levantarse del sueño paralizante del individualismo y caminar con entusiasmo al encuentro de Cristo resucitado. San Pablo nos lo recuerda “si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1-4). No busques entre los muertos al que vive. Por eso, el papa Francisco exhortaba a los jóvenes, “¡levántate! ¡Cristo vive! Y ¡te quiere vivo!” (CV. 1).
Nuestra fe en la resurrección puede debilitarse. Es algo que palpamos y vivimos en nuestro día a día. Las personas no creen en la resurrección de los muertos y mucho menos en la resurrección de Cristo. Muchos ven el cristianismo como un código moral que establece un cierto orden o moralidad en la sociedad. En última instancia un código que te presenta como una persona “buena”. O nos vamos al otro extremo, contemplamos el cristianismo como una religión llena de palabras, procesiones y actitudes patriarcales que no tienen mucho que decirle al mundo de hoy. Como cristianos estamos llamados a encontrarnos con Cristo resucitado para no caer en esta tentación. El Señor nos da la solución: “No teman. Decid a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me encontraran” (Mt 28, 10).
Galilea fue el lugar donde empezó todo. Es el lugar del encuentro de Jesús con los primeros discípulos. Allí fue donde empezó a arder el corazón de los apóstoles. Es el lugar donde todo empezó. El mismo Pedro nos lo dice y la secuencia que hoy leemos nos lo narra: “venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua” (Secuencia Pascual). Hoy el Señor nos invita a ir a nuestra Galilea. Nos invita a salir al encuentro de su gloriosa resurrección. Ve a Galilea y anuncia a tus hermanos la gloria de la Pascua. Ve a Galilea y recobra tus fuerzas gastadas por el cansancio del día. Ve a Galilea y no temas que el Señor esta contigo. Una vez en Galilea podrás decir con el salmista, “este es el día en que actuó el Señor, sea Él nuestra alegría y nuestro gozo”; “¡Cristo Resucitó! ¡Aleluya! ¡la vida venció a la muerte! ¡Aleluya!”