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Comentario al Evangelio del Séptimo domingo Tiempo Ordinario

2/23/2020

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Por: Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo


“¿Quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Es la pregunta que le hace el joven escriba a Jesús. La vida humana, después de Dios, es lo más sagrado que existe. La persona goza de una dignidad que ha sido dad por su Creador, “es imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 27). Su imagen y semejanza con Dios no se refiere a las partes del cuerpo, ni nada material, ya que Dios es Espíritu (cfr. Jn 4, 24). Nuestra imagen y semejanza con Dios radica en nuestra inteligencia y voluntad. El hombre es un ser inteligente; capaz de encontrar la verdad y crecer en ella. Por su libertad elige aquello que desea y le hace mejor. La llamada inicial de la libertad no es otra que elegir a su Creador. Sin embargo, por instigación del Maligno, el ser humano abusó de su libertad y se apartó del Señor su Dios. Esto como consecuencia trajo confusión a su vida; confusión que aun hoy sufrimos.

En la primera lectura encontramos el deseo de Dios con su pueblo elegido: “sed santos porque yo Yahvé soy santo” (Lv 11, 44). La palabra santidad, en su idioma original, significa “lo que no es de la tierra”. El ser humano no es una simple materia, ni un producto de la evolución cósmica sino, que es un espíritu encarnado. El hombre fue creado para entrar en comunión con el Creador y hacer de su vida un santuario para que el Señor habitara en su corazón. El cuerpo del ser humano fue creado para adorar a su Creador y hacer de él mismo una digna morada. Por eso san Pablo recalcaba que el “cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19). Todo ser humano es templo de Dios porque en él reside la gloria de Dios. Decía san Agustín en el momento de su conversión “tu estabas dentro de mí…tú estabas conmigo” (Confesiones X, XXVII, 38). 

Lamentablemente nos encontramos ante una sociedad que ha perdido el sentido de lo sagrado. La sacralidad de la vida es atentada constantemente. La miseria, el abuso de las riquezas, el constante ataque contra la vida humana desde su concepción, la belleza de la sexualidad, la unión de personas del mismo sexo, el abandono de los envejecientes, la esclavitud laboral, la violencia, la drogadicción y las leyes injustas son solo un panorama de la crisis de la dignidad de la persona. Ya no se ve al ser humano como un ser amado por Dios sino como un medio que puede satisfacer mis necesidades. Pero peor aun es que nos callamos ante estas injusticias que se cometen contra Dios y contra el prójimo. Nos hacemos de la vista larga y eso nos convierte en cómplices de la muerte de nuestro semejante. Hoy Dios nos pregunta al igual que Caín cuando asesino a su hermano, “¿dónde está tu hermano?” A lo que muchos de nosotros contestamos con irreverencia, ¿acaso soy guardián de mi hermano?” (Gen 4, 9).

En Jesucristo, Dios y hombre verdadero, recontáramos el sentido de la vida. La vida de Cristo es una constante oda al Padre de los Cielos. El Señor nos enseña que debemos amar a nuestros amigos y enemigos. Porque tanto uno como el otro son Templo de Dios. Esa es la llamada del Señor a sus discípulos, “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Por eso san Pablo nos llama a encontrar la imagen de Dios en nuestras vidas y asumir los mismos sentimientos de Cristo: “déjense reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20).

El camino de la reconciliación empieza cuando dejamos de odiar y empezamos a amar; cuando nos decidimos a levantar puentes y derribar las murallas que nos dividen. El papa Francisco lo recalcaba a los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia: “sean la civilización de los puentes y no de las murallas”. Levantamos murallas cuando no queremos mostrar nuestras heridas; cuando nos queremos defender de la vida; cuando no permitimos a los demás a entrar en nuestra historia; cuando tratamos de defender lo poco que nos queda de dignidad. Lo triste es que estas murallas también hacen una barrera contra Dios y no le permitimos una entrada sincera a nuestra vida.

El Señor Jesús es el ejemplo perfecto del amor. Cuando seguimos a Cristo estamos llamados también a asumir su misma vida. No desde un sentido humanístico-antropológico que lo puede realizar cualquier ateo; sino reconociendo en mí la dignidad que Dios ha depositado en mi vida. Empezaré a apreciar al otro, a mi prójimo, cuando empiece a valorarme a mí mismo. Si en nuestro corazón hay guerra; guerra le daremos a los demás, si hay paz; le daremos paz. Solo amándome y dejándome amar por Dios “seré perfecto como mi Padre es perfecto” (cfr. Mt 5, 48).

Esta perfección, esta santidad se nutre de un sacramento muy importante: la Eucaristía. Cuando recibimos al Señor en la Eucaristía, cuando le hablamos delante del Sagrario y le comentamos cómo nos va. Nos vamos haciendo más amigos de Dios cuando pasamos tiempo con Aquel que es dueño del tiempo. Y si le fallamos o nos desviamos de nuestro camino y fallamos a la llamada a la santidad, allí tenemos el sacramento de la reconciliación. EN este sacramento Dios nos mira con misericordia y nos perdona por medio de sus sacerdotes. Por medio del sacramento de la reconciliación el cristiano va transformando cada vez más su vida en la vida de Cristo.
 
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Meditación del sexto domingo del tiempo ordinario

2/15/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel Cabo Rojo

“No crean que yo vine a suprimir la Ley y los Profetas: no vine a suprimirla sino a darle plenitud”, dice el Señor. Jesucristo ha venido a traer consigo un aire nuevo al mundo. Por medio de su vida va ayudando al creyente a sus discípulos a hacer un hombre nuevo. Un hombre que no se limita a cumplir con unas normativas ni con unos códigos de conducta. Ha venido a transformar al ser humano entero: a transformar su vida y el corazón por medio del amor.  

Decía el apóstol san Pablo, “la letra mata; el espíritu da vida” (2 Cor 3, 6). En ocasiones ponemos límites al amor de Dios por medio de la ley. Caemos en la tentación de decir, “hasta aquí o hasta allá”. Pudiendo dar más acabamos por dar el mínimo. Esta actitud se refleja en la vida diaria, cuando voy a misa y no copero para tener un cambio en mi vida; cuando rezo el rosario y estoy pendiente al teléfono; cuando me confieso y no coloco los medios para superar el pecado; cuando profeso el amor a Dios y vivo en enemistad con mis cercanos. Esto en el fondo no es sino una burocracia cristiana que se limita a unos preceptos morales y religiosos pero que no me lleva al encuentro con el Dios vivo y verdadero.

El apóstol san Pablo recuerda que el hombre debe ser justo. La justicia es necesaria para vivir una saludable virtud de la ley y el amor. La ley ayuda al cristiano y a todo ser humano a encausar el amor; y el amor ayuda a darle sentido a la ley. Amor y ley no son dos polos opuestos sino dos caras de una misma realidad.

Para vivir la ley y el amor, el ser humano debe vivir en sí mismo la virtud de la justicia. La justicia para el cristiano es exigente; va más allá de dar a cada uno lo suyo; va dirigido al amor, a la virtud teologal de la caridad. La caridad es la más excelsa de las virtudes porque al final de la vida, la fe y la esperanza llegaran a su cumplimiento, pero la caridad seguirá creciendo. El fin de la ley es conducirnos al amor; y el amor es la fuerza para cumplir la ley entera. Si al final de cumplir nuestro deber no amamos, hemos sido solo esclavos de los preceptos. Si la ley no me lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo; he sido estéril en la vida de la gracia. Dice el apóstol de los gentiles “aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe…si no tengo caridad nada soy” (1 Cor 13, 1. 2b).

La Ley encuentra su plenitud en el amor. San Pablo nos lo recuerda en la carta a los Romanos, “la caridad no hace mal al prójimo. La caridad es la ley en su plenitud” (Rom 13, 10). Pero este cumplimiento de la Ley por nuestras fuerzas es imposible guardar el precepto es fácil, cumplirlo en plenitud es difícil. Por eso, nuestro Señor Jesucristo, nos ha dado ejemplo en la cruz. La mayor fuerza del amor, del cumplimiento entero de la ley, es la entrega del Hijo de Dios en Calvario. Dijo el centurión en el momento de la muerte del Salvador con referencia a la vida del Salvador, “todo lo ha hecho bien…este verdaderamente es el hijo de Dios” (Mc 15, 39).

En la Sabiduría de la cruz encontramos la plenitud del Amor. Precisamente es en los momentos de dificultad donde el amor es fortalecido. Siempre vale más aquello por lo que sufre mucho. Nosotros estamos unidos a ese amor, al dolor del Redentor y por eso hemos sido redimidos por el Señor. El apóstol San Pedro nos lo recuerda, “hemos sido salvados por la preciosa sangre de Cristo” (cfr. 1 Ped 1, 18). San Pablo también muestra el costo de nuestra salvación, “¡habéis sido bien comprados! Glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 20). ¿Cómo glorificamos a Dios con nuestro cuerpo? El apóstol de los gentiles movido por el Espíritu Santo nos lo dice, “uno mis sufrimientos a los que faltan a la cruz de Cristo” (Col 1, 24).

Este amor aun se sigue derramando en nuestros corazones por la Eucaristía. La Eucaristía es la entrega total del Hijo de Dios al Padre por medio del Espíritu. En ella se hace presente nuevamente el amor de Dios en el Calvario. En este misterio se vuelve a derramar la sangre del cordero para la salvación del mundo. EL cuerpo y la sangre que hoy recibimos es el mismo que aquel momento los discípulos tomaron. Estemos alegres pues el Señor se hace presente cada día en el sacramento del altar. Su amor no se limitó a un
a burocracia, sino que trascendió hasta alcanzarlos el amor y el perdón.
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"Ustedes son la sal de la tierra…la luz del mundo" -Mateo 5, 13-16

2/8/2020

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Reverendo Diácono José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Ustedes son la sal de la tierra…la luz del mundo. Así pues, debe brillar su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos”, dice el Señor. Nosotros los cristianos no seguimos un código de normas, ni ideas filantrópicas, seguimos a una Persona, Jesucristo Dios y hombre verdadero. La vida del cristiano se define por su seguimiento del Señor, aprende de su vida, de su forma de ser y de sus actitudes. La vida de Cristo para el cristiano es ley, y su ley no es otra que amar y hacer la voluntad del Padre que esta en los Cielos.

Dios se nos revela en su Hijo y nos manifiesta su voluntad. Es precisamente la enseñanza de este domingo del tiempo ordinario. El hombre y la mujer que sigue los mandamientos de Dios se torna luz para los demás. Su forma de ilumina, pero a la misma vez denuncia y expresa lo que Dios quiere. Lo primero que Dios quiere con el hombre es que sea justo y de a cada uno según su condición, “compartirás tu pan con el hambriento…así brillará tu luz en las tinieblas”, dice el Yahvé Dios por medio del profeta Isaías. Dios espera de nosotros una relación de justicia y de orden. Que sirvamos al que esta a nuestro lado y no nos sirvamos de él. Recordemos que el ser humano no es nunca un medio sino un en sí mismo que debe ser respetado, honrado y apreciado. Por eso dice el apóstol san Pablo que el fin de la ley no es otro sino el amor (cfr. Gal 5, 14).

El mandamiento nuevo, el que nos hace ser “sal y luz del mundo” es el mandamiento del amor: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Nuestra ley, los mandamientos, los preceptos de la Iglesia, guardar sus normativos y confesiones de fe es vivir el amor más que cumplir leyes. Cuando perdemos el amor la ley se torna pesada, porque perdemos el sentido del por qué lo hacemos. Ya no vemos la misa como un encuentro con el Señor sino como una hora pesada a la semana. Cuando perdemos el amor ya no vemos el rosario como una meditación de la vida de Cristo junto a María sino como una repetición interminable de un pasaje bíblico. Cuando se enfría el amor dejamos de creer en el Dios de la vida y empezamos a creer en el dios de la rutina. Es precisamente el reproche del Señor en el Apocalipsis: “tengo algo contra ti que has perdido tu amor de antes” (Apc. 2, 4). Por eso el Señor también nos advierte en este domingo “cuando la sal se vuelve sosa no queda otra que echarla fuera”.

Los mandamientos para los cristianos son facilitadores, caminos de la gracia de Dios que nos ayudan a encontrarnos con él. Nos ayudan a ser constantes en el servicio y en la relación con el Señor. Una virtud fundamental que el Señor nos regala para entrar en comunión con él y con el hermano es la religión. La palabra religión es muy atacada y menospreciada en nuestros días, pero es fundamental para nuestro encuentro con el Señor. Incluso, la raíz de la palabra religión viene del latín “volver a elegir”. Cuando se vive la virtud de la religión en relación con Cristo entonces alcanzamos la practica de la verdadera religión: alcanzamos la Verdad, nos volvemos sus adoradores fieles. Ella nos hará amar a Cristo y a su Iglesia. Por ella integramos la ley y el amor. La religión, endulzada por el Espíritu Santo nos permite volver elegir a Dios y ser perseverantes en nuestra relación con él.

La fuerza de la religión cristiana esta en Cristo, muerto y resucitado. Por medio de él nos volvemos en adoradores en espíritu y en verdad. En la cruz de Cristo se unen dos polos: el deseo del hombre y el amor de Dios. Por sus llagas asumimos la voluntad del Señor y vivimos los mandamientos que nos conducen a Él. De esta forma somos distintos a cualquier religión del mundo, porque ante todo caminamos en la verdad guiados por la fuerza de Cristo muerto y resucitado. Por eso somos sal y luz de la tierra porque nuestra relación con Cristo nos hace ser el puente de encuentro con los demás hombres que con sincero corazón buscan la verdad. Ellos la encontraran en la medida que nosotros como cristianos vivamos nuestra relación con Cristo Jesús por medio de la ley que nos ayuda a perseverar en el amor pleno.   


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Día de la Vida Religiosa

2/1/2020

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  Fernando Torres cmf
www.ciudadredonda.org


Este domingo, en toda la Iglesia, se celebra el día de la vida religiosa. Para entendernos, el día de los frailes, las monjas, los religiosos, las religiosas, los monjes y las monjas. Son aproximadamente 15 siglos de historia de la Iglesia en la que han ido surgiendo grupos de hombres y mujeres que, atentos a la voz del Espíritu, han ido sirviendo a las diversas necesidades del pueblo de Dios, que no es solo la gente que va a la Iglesia sino toda la humanidad. Órdenes, congregaciones, institutos religiosos, con los más diversos hábitos o sin hábito, sin un uniforme que les identifique, en todas las partes del mundo han dedicado su vida a los demás: han sido faros de oración y espiritualidad, han atendido a los enfermos, ancianos y moribundos, han educado a generaciones y generaciones de jóvenes, han dedicado su vida al mundo de la cultura, han predicado la palabra de Dios a tiempo y a destiempo, han vivido en medio de los creyentes y de los no creyente. A todos han servido y a todos han atendido. Pero siempre con un estilo de vida marcado por la fraternidad y los votos de castidad, pobreza y obediencia, como su forma concreta de vivir al estilo de Jesús.       

     No han sido perfectos. Han cometido fallos y errores. Pero hay en todas las órdenes y congregaciones un caudal de buena voluntad, de entrega generosa y de servicio al Evangelio que no se puede negar. Han sido muchos los que han entregado su vida, hasta el final, al servicio de su vocación, de su misión.       

​     En un día como hoy, hay mucho que celebrar, hay mucho por lo que dar gracias. Son muchas órdenes y congregaciones. De hombres y de mujeres. Algunas nacieron, crecieron, realizaron su misión y murieron a lo largo de los siglos. Hay muchas que están actualmente vivas y trabajando, como siempre lo han hecho, al servicio de su misión evangelizadora, sirviendo a los hombres y mujeres de este mundo sin distinción de razas ni géneros ni credos: simplemente haciendo el bien. Y otras nuevas congregaciones siguen naciendo hoy en día. Porque el Espíritu de Jesús es libre y sigue llamando hoy a hombres y mujeres para que generosamente, lo dejen todo y entreguen su vida al servicio del Evangelio. Preparando el camino a todos para que se encuentren con Dios mismo, con Jesús, siendo testigos del amor de Dios en nuestro mundo.       

     Ellos no son toda la Iglesia. Pero son una parte muy importante de ella. Me atrevería a decir que una parte imprescindible. Demos gracias a Dios por ellos, porque en su vida, en su generosidad, entrega y buena voluntad, a pesar de sus fallos y limitaciones –son como los demás, hechos de carne y hueso– todos podemos ver reflejado al Salvador Jesús, al que Dios mismo presentó ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel, como dice el Evangelio de hoy en esta fiesta de la Presentación.       

     No estaría mal que si hoy nos encontramos con alguna religiosa o religioso, les felicitásemos y les pidiésemos que nos contasen algo de su estilo de vida. 

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