Parroquia San Miguel Arcángel Cabo Rojo
“No crean que yo vine a suprimir la Ley y los Profetas: no vine a suprimirla sino a darle plenitud”, dice el Señor. Jesucristo ha venido a traer consigo un aire nuevo al mundo. Por medio de su vida va ayudando al creyente a sus discípulos a hacer un hombre nuevo. Un hombre que no se limita a cumplir con unas normativas ni con unos códigos de conducta. Ha venido a transformar al ser humano entero: a transformar su vida y el corazón por medio del amor.
Decía el apóstol san Pablo, “la letra mata; el espíritu da vida” (2 Cor 3, 6). En ocasiones ponemos límites al amor de Dios por medio de la ley. Caemos en la tentación de decir, “hasta aquí o hasta allá”. Pudiendo dar más acabamos por dar el mínimo. Esta actitud se refleja en la vida diaria, cuando voy a misa y no copero para tener un cambio en mi vida; cuando rezo el rosario y estoy pendiente al teléfono; cuando me confieso y no coloco los medios para superar el pecado; cuando profeso el amor a Dios y vivo en enemistad con mis cercanos. Esto en el fondo no es sino una burocracia cristiana que se limita a unos preceptos morales y religiosos pero que no me lleva al encuentro con el Dios vivo y verdadero.
El apóstol san Pablo recuerda que el hombre debe ser justo. La justicia es necesaria para vivir una saludable virtud de la ley y el amor. La ley ayuda al cristiano y a todo ser humano a encausar el amor; y el amor ayuda a darle sentido a la ley. Amor y ley no son dos polos opuestos sino dos caras de una misma realidad.
Para vivir la ley y el amor, el ser humano debe vivir en sí mismo la virtud de la justicia. La justicia para el cristiano es exigente; va más allá de dar a cada uno lo suyo; va dirigido al amor, a la virtud teologal de la caridad. La caridad es la más excelsa de las virtudes porque al final de la vida, la fe y la esperanza llegaran a su cumplimiento, pero la caridad seguirá creciendo. El fin de la ley es conducirnos al amor; y el amor es la fuerza para cumplir la ley entera. Si al final de cumplir nuestro deber no amamos, hemos sido solo esclavos de los preceptos. Si la ley no me lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo; he sido estéril en la vida de la gracia. Dice el apóstol de los gentiles “aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe…si no tengo caridad nada soy” (1 Cor 13, 1. 2b).
La Ley encuentra su plenitud en el amor. San Pablo nos lo recuerda en la carta a los Romanos, “la caridad no hace mal al prójimo. La caridad es la ley en su plenitud” (Rom 13, 10). Pero este cumplimiento de la Ley por nuestras fuerzas es imposible guardar el precepto es fácil, cumplirlo en plenitud es difícil. Por eso, nuestro Señor Jesucristo, nos ha dado ejemplo en la cruz. La mayor fuerza del amor, del cumplimiento entero de la ley, es la entrega del Hijo de Dios en Calvario. Dijo el centurión en el momento de la muerte del Salvador con referencia a la vida del Salvador, “todo lo ha hecho bien…este verdaderamente es el hijo de Dios” (Mc 15, 39).
En la Sabiduría de la cruz encontramos la plenitud del Amor. Precisamente es en los momentos de dificultad donde el amor es fortalecido. Siempre vale más aquello por lo que sufre mucho. Nosotros estamos unidos a ese amor, al dolor del Redentor y por eso hemos sido redimidos por el Señor. El apóstol San Pedro nos lo recuerda, “hemos sido salvados por la preciosa sangre de Cristo” (cfr. 1 Ped 1, 18). San Pablo también muestra el costo de nuestra salvación, “¡habéis sido bien comprados! Glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 20). ¿Cómo glorificamos a Dios con nuestro cuerpo? El apóstol de los gentiles movido por el Espíritu Santo nos lo dice, “uno mis sufrimientos a los que faltan a la cruz de Cristo” (Col 1, 24).
Este amor aun se sigue derramando en nuestros corazones por la Eucaristía. La Eucaristía es la entrega total del Hijo de Dios al Padre por medio del Espíritu. En ella se hace presente nuevamente el amor de Dios en el Calvario. En este misterio se vuelve a derramar la sangre del cordero para la salvación del mundo. EL cuerpo y la sangre que hoy recibimos es el mismo que aquel momento los discípulos tomaron. Estemos alegres pues el Señor se hace presente cada día en el sacramento del altar. Su amor no se limitó a una burocracia, sino que trascendió hasta alcanzarlos el amor y el perdón.