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“Si escuchan hoy su voz, no endurezcan el corazón”

1/30/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen” (Mc 1, 27), comentaba la gente. La Palabra de Dios tiene fuerza y autoridad sobre todo lo creado. Ante ella se rinde toda la creación. La Palabra libera a los corazones oprimidos, pronuncia su fidelidad por todas las edades, por su encarnación y muerte en cruz nos libera del pecado. Para esto el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso si escuchamos su voz no endurezcamos el corazón. Que no nos suceda como les ocurrió a los judíos, “pues vino a los suyos y ellos no lo recibieron” (Jn 1, 11).

Lo que llamó la atención de los judíos en la Sinagoga era la enseñanza con autoridad de Jesús. El Señor lo que decía lo ponía por obra. No se puede seguir a Jesús solo por hablar bonito o por entretener el oído. La Palabra de Dios es viva y eficaz. Ella debe movernos a un deseo genuino de amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Aunque en ocasiones cueste es necesario creer en la Palabra para cosechar su amor. Decía el apóstol Santiago “pongan en práctica la Palabra de Dios y no se contenten solo con oírla, de manera que se engañen ustedes mismos” (Sant. 2, 18).

Dice la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II “cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, para la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él” (DV. 5). Dios nos ha mostrado por su Palabra y obras las intenciones que tiene para cada uno de nosotros. Ante ellas debemos responder con fe y entrega. Esta fe se debe traducir en obras; debe dar el fruto de la caridad y la paz de la esperanza.

Tener fe en la Palabra de Dios es siempre un reto, pero contamos con la gracia para llevar a cabo su voluntad. Para hacer vida las promesas de Dios debemos ante todo forjar un discernimiento de lo que el Señor me esta pidiendo. Una vez hacemos ese discernimiento encontraremos muchas sorpresas y enemigos ocultos. Cuando conocemos nuestras heridas y las llamamos por su nombre es más fácil nuestra lucha contra la carne, el mundo y el Maligno. Podemos poner delante de Jesús nuestros pecados y pedirle que nos libere de ellos. Jesucristo por su autoridad divina libera al hombre del pecado y de la muerte.
​
La Palabra de Dios nos exige una respuesta de fe. El Señor nos pide fe, pero también exige poner por obra lo que creemos. Así nos libera, nos fortalece y protege. Nuestra relación con Dios esta medida por la escucha y la libertad. Una vez escuchamos la Palabra de Dios, ¿cuál es nuestra respuesta? ¿Acaso las situaciones superan las promesas de Dios? ¿Acaso le doy más fuerza a los espíritus malignos? No debe ser así, estamos llamados a creer en el Señor que no defrauda. Su Palabra no abandona; siempre nos acompaña. Por eso, “si escuchas hoy la voz del Señor no endurezcas tu corazón”.  


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“Lo que hemos sido llamados a dejar”

1/25/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“Dejaron sus redes y de inmediato le siguieron”, dice el evangelio según san Marcos. Durante estos domingos la Iglesia nos presenta la llamada de los primeros discípulos de Jesús. Jesús los hace parte de su misión y les cambia el rumbo de su vida. El Señor les propone la aventura de la santidad, del amor y del perdón. Sin embargo, en la llamada que el Señor les hace a estos discípulos hay algo fundamental: la conversión. Para seguir a Jesús siempre hay algo o alguien que debemos dejar. De lo contrario nos sucederá como al joven rico del evangelio que se fue triste después de escuchar de labios del Señor que si quería ser perfecto que vendiera sus riquezas y se la diera a los pobres.

El Señor nos pide la conversión porque por medio de ellas llamará a los hombres al arrepentimiento. Esto lo contemplamos en la primera lectura cuando el profeta Jonás atraviesa la ciudad de Nínive anunciándole la conversión. No solo le anuncia la conversión sino también las consecuencias de ignorar el mensaje de la salvación. La consecuencia del pecado siempre es la muerte, la tristeza y la angustia. El pecado nos esclaviza a la concupiscencia, al egoísmo malsano y al Maligno. Por eso el mensaje del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es liberador. Es el grito de Dios al corazón del hombre que lo llama por su nombre y le devuelve la dignidad de hijo amado. Cristo, asumió nuestra realidad humana, y como Jonás se introdujo en el mundo para anunciar la salvación: “no he venido por los justos sino por los pecadores”.

La Iglesia es heraldo del Evangelio. Por medio de sus pastores y miembros anuncia la salvación, pero también lo que debe dejar atrás el ser humano para seguir a Cristo. Los habitantes de Nínive hicieron ayuno, mortificaciones y oraciones para preparar el corazón y recibir la gracia del Señor. El ayuno, la oración y la penitencia son las armas que tiene el cristiano para combatir y negarse al pecado. Debe existir un deseo genuino de conversión y se lo manifestamos a Dios cuando realizamos estas prácticas.

Los apóstoles tuvieron que dejar atrás sus redes, sus seguridades y sustento, en el fondo, sus riquezas para seguir a Cristo. Ellos dejaron sus metas por la gran meta que es el Reino de los cielos. Abandonaron las redes del mundo por las redes de la Palabra viva de Dios. Hoy el Señor nos llama también a dejar atrás todo aquello que nos impide acercarnos a él. Si los discípulos le hubiesen dicho a Jesús, “te seguiré, pero mañana tengo que pescar de 9 a 3”, de seguro no cumplirían con la misión que le tendría encomendada. No se trata ahora de dejar nuestros quehaceres cotidianos por realizar algún acto de piedad ni estar 24/7 en la Iglesia. Todo lo contrario, si el Señor te ha llamado al matrimonio vive en todo momento como esposo u esposa cristianos; si eres sacerdote, sé sacerdote en todo momento; si eres religioso o religiosa o laico comprometido vive como tal. El Señor nos llama a vivir con espíritu cristiano nuestra vocación. Cuando vivimos con esa intensidad nuestra vida entonces se cumplirán las palabras del Señor: “los haré pescadores de hombres”.    
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January 16th, 2021

1/16/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

Hoy empezamos el tiempo ordinario con la llamada de los discípulos. Simón, Andrés, Santiago y Juan fueron con Jesús porque Juan Bautista les dijo “este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Les mostró el camino que debían de seguir para encontrarse con el Señor de la Vida. Ellos escuchando su voz dejaron su barca, su trabajo, su sustento, por la casa de Dios. Renunciaron a sus planes por los planes de Dios. Asumieron en su vida la voluntad del Señor. Para hacer la voluntad del Señor y habitar en su casa debemos tener dos actitudes: escuchar su voz y poner por obra su mandato.

La primera actitud que nos pide el Señor es la escucha. Vivimos en un mundo donde tenemos que estar escuchando constantemente algo ya sea el radio, el televisor, la aplicación de música, etc. Podemos decir que nuestros oídos están saturados del ruido. Pero cuando se trata de escuchar la voz de Dios, de lo que Dios quiere para nosotros, se nos hace difícil guardar silencio. ¿Cómo guardamos silencio en medio de tanto ruido? Lo guardamos deseando escuchar la voz del Señor, meditando su Palabra a la luz de nuestra vida concreta. Pero sobre todo queriendo hacer su voluntad como el niño Samuel en el templo. Samuel escuchó la voz de Dios y una vez la descubrió vivía apegado a ella. La Palabra de Dios era su refugio y su seguridad.
 
Una vez escuchamos la voz del Señor, ¿qué sigue? Tomar acción. No se trata solo de escuchar cosas bonitas sino poner por obra lo que Dios nos pide. Es muy fácil escuchar la voz de Dios en la Iglesia y decir “que lindo habló el Padre”. Pero que difícil es cuando esas palabras bonitas las tenemos que poner por obra. Nos sucede como a Juan en el Apocalipsis cuando probó el libro que el ángel le dio a comer y sintió dulce el paladar, pero amargo en el estómago. Sin emabrgo, es así como nos hacemos templo de Dios: escuchando su voz con esperanza y entregándonos por completo a su designio salvífico.

Cuando cumplimos y hacemos la voluntad del Señor estamos en camino a la casa del Padre. Los discípulos no solo escucharon la voz de Juan Bautista, sino que fueron tras el Cordero y se quedaron en la Casa de Jesús. El que escucha la voz de Dios y la pone por obra de seguro va a la Casa del Padre. Desde ese momento los discípulos caminaron con Jesús toda Galilea, Judea, Samaria y Jerusalén. Se hicieron testigos de la misericordia de Dios. Desde esas cuatro de la tarde tenían un hombro donde llorar, una casa donde podían hablar y compartir. Esa casa que empezó en Galilea alcanza su plenitud en la Casa eterna del Cielo. ¿Cómo iba a olvidar Juan el primer encuentro con el Señor? ¿Cómo olvidar esas cuatro de la tarde que cambió por completo su vida? Recordemos el día que el Señor nos llamó y renovaremos el amor por hacer su voluntad.


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“Sumergidos en Cristo en el calvario”

1/9/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

En este domingo del bautismo del Señor culminamos el tiempo litúrgico de Navidad. Ahora empieza un camino nuevo hacia la Pascua. Aquel niño que nació en el humilde portal de Belén asume la misión de redimir al mundo y dar su vida por los pecadores. En Cristo podemos contemplar la misericordia de Dios hecha carne. Por su anuncio de salvación, liberación, conversión y transformación el ser humano se hace testigo de la bondad del Padre. Jesús es quien ha venido a abrir los ojos a los ciegos y a desatar los que están atados al pecado para que el nombre de Dios sea alabado por todos. 

El bautismo que recibió el Señor por Juan es una prefiguración del calvario. La palabra bautismo es un vocablo griego que significa “sumergir”. Cristo, así como fue sumergido en el Jordán por Juan, será sumergido en su propia sangre para liberarnos del pecado y de la muerte. Como bajaron las gotas del agua del arrepentimiento en el Jordán; en el Calvario caerá la sangre del Redentor sobre aquellos que estén arrepentidos de sus pecados. En el Jordán somos testigos del arrepentimiento de nuestros pecados y en el Calvario nuestro Salvador paga por ellos. Muy bien dice el salmista “un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias Señor” (Ps. 51, 17).

Jesucristo es la ofrenda que agrada al Padre. Una vez Cristo es sumergido en el agua del Jordán se escucha una voz que dice “este es mi Hijo en quien tengo mis complacencias” (Mc 1, 11). Algunos textos lo colocan como el “preferido”. En cada Eucaristía que se celebra podemos escuchar esa voz del Padre. Podremos hacer muchas obras de caridad, apostolado u otras cosas necesarias para amar al prójimo y a Dios. En la Eucaristía por la fuerza del Espíritu Santo se realiza nuevamente el sumergimiento de Cristo en el Calvario por la redención de la Creación entera. Cada Misa es un sumergimiento en la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor.

El bautismo del Señor nos invita a nosotros a sumergirnos con Él. Por el sacramento del bautismo somos hijos de Dios, participes de la naturaleza divina y se nos borra el pecado original. Pero el bautismo también nos hace participes de la misión de Cristo: vivir como hijos e hijas de Dios en lo cotidiano. En efecto, el bautismo al entregarnos una misión nos da un propósito en la vida; nos da un norte con rostro que es Jesucristo, el Hijo de Dios Altísimo. Ante un mundo que ha perdido el propósito de la vida, sumido en depresión y otras enfermedades, el bautismo es el recuerdo, mas aún la gracia, que Dios le da al ser humano para seguir adelante. El cristiano tiene un propósito de vida concreto: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.


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“¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”

1/3/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1, 14). La segunda persona de la Santísima Trinidad se ha encarnado. Pero debemos preguntarnos, ¿por qué Dios se ha hecho hombre? ¿Por qué decide pasar por todo lo que nosotros pasamos? Viene a nuestra mente aquella pregunta del salmista, “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿el ser humano para darle poder?” (Ps. 8, 4). Cuando reflexionamos sobre la vida humana encontramos que vivimos en un valle de lagrimas lleno de fatigas, esclavitudes y sufrimientos. Lo interesante es que el Hijo de Dios, el Omnipotente, el Todopoderoso, asume toda esa realidad humana con excepción de la iniquidad del pecado. Más impactante aun elige nacer en el pobre pueblo de Belén en un pequeño y frío establo. No elige una cuna de oro ni un palacio real, sino un lugar olvidado e inhóspito. Es como si nos quisiera decir que quiere hacerse parte de la vida de cada ser humano para transformarla en un verdadero lugar de alegría y de felicidad. 

La Iglesia explica que la encarnación es el modo por el cual Dios quiere salvarnos. Pudo realizarlo de muchas formas. Sin embargo, ha querido salvarnos desde la debilidad de nuestra carne. Al ocurrir la encarnación a su vez se asume la cruz y el padecimiento por el género humano. Por ello vence el dominio del pecado, del demonio y del mundo. Su abajamiento en la carne humana es el camino al vía crucis de la vida. Decía Karl Rahner, “la cruz no es sólo la consecuencia de la conducta terrena de Jesús, sino lo que da sentido al acontecimiento de Cristo y es la meta final de todo lo demás” (K. Rahner, “El Dios de Jesucristo”, 220). Abajarse ante Dios es levantarse ante los hombres. Cuando nos abajamos ante Dios nuestra vida se levanta por otra parte. En efecto, hay que abajarse ante Dios para que él, por su pasión, muerte y resurrección nos levante ante el pecado.

Muchas veces podemos cuestionar al Señor sobre su modo de proceder. Preguntarnos si es necesario sufrir tanto, llorar tanto y padecer tanto. El sufrimiento como instrumento de salvación es la gran paradoja del misterio cristiano. Tanto así que el Redentor de la humanidad fue humillado hasta la muerte en cruz. Dios mismo asume las consecuencias del pecado para redimirlas y convertirlas en causa de ofrecimiento y de salvación. San Ignacio de Antioquia escribió la maravilla de esta paradoja: “el intemporal, el invisible, se hizo visible por nosotros; el incomprensible, el incapaz de padecer, se hizo capaz de padecer por nosotros” (Ad Polycarpum, III, 2). San Ignacio les insistió a los cristianos que en medio de nuestros padecimientos no estamos solos, sino que Cristo padece con nosotros. Precisamente Emmanuel significa “Dios con nosotros”. El Señor no es apático a nuestros padecimientos y cruces, sino que nos acompaña en medio de ellos.

¿Por qué Dios padece con nosotros? ¿Cuál es el motivo real de la encarnación además de llevar a cabo su plan de salvación? El catecismo de la Iglesia Católica da las siguientes razones de la encarnación: salvarnos del pecado, para que conociéramos su amor, para ser nuestro modelo de santidad y hacernos participes de la naturaleza divina (CEC. 457-460). Ciertamente, la encarnación nos lleva alabar a Dios como el apóstol de los gentiles, “bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo” (Ef 1, 1). Por su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección hemos sido bendecidos en Cristo.
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