Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
“Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen” (Mc 1, 27), comentaba la gente. La Palabra de Dios tiene fuerza y autoridad sobre todo lo creado. Ante ella se rinde toda la creación. La Palabra libera a los corazones oprimidos, pronuncia su fidelidad por todas las edades, por su encarnación y muerte en cruz nos libera del pecado. Para esto el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso si escuchamos su voz no endurezcamos el corazón. Que no nos suceda como les ocurrió a los judíos, “pues vino a los suyos y ellos no lo recibieron” (Jn 1, 11).
Lo que llamó la atención de los judíos en la Sinagoga era la enseñanza con autoridad de Jesús. El Señor lo que decía lo ponía por obra. No se puede seguir a Jesús solo por hablar bonito o por entretener el oído. La Palabra de Dios es viva y eficaz. Ella debe movernos a un deseo genuino de amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Aunque en ocasiones cueste es necesario creer en la Palabra para cosechar su amor. Decía el apóstol Santiago “pongan en práctica la Palabra de Dios y no se contenten solo con oírla, de manera que se engañen ustedes mismos” (Sant. 2, 18).
Dice la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II “cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, para la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él” (DV. 5). Dios nos ha mostrado por su Palabra y obras las intenciones que tiene para cada uno de nosotros. Ante ellas debemos responder con fe y entrega. Esta fe se debe traducir en obras; debe dar el fruto de la caridad y la paz de la esperanza.
Tener fe en la Palabra de Dios es siempre un reto, pero contamos con la gracia para llevar a cabo su voluntad. Para hacer vida las promesas de Dios debemos ante todo forjar un discernimiento de lo que el Señor me esta pidiendo. Una vez hacemos ese discernimiento encontraremos muchas sorpresas y enemigos ocultos. Cuando conocemos nuestras heridas y las llamamos por su nombre es más fácil nuestra lucha contra la carne, el mundo y el Maligno. Podemos poner delante de Jesús nuestros pecados y pedirle que nos libere de ellos. Jesucristo por su autoridad divina libera al hombre del pecado y de la muerte.
La Palabra de Dios nos exige una respuesta de fe. El Señor nos pide fe, pero también exige poner por obra lo que creemos. Así nos libera, nos fortalece y protege. Nuestra relación con Dios esta medida por la escucha y la libertad. Una vez escuchamos la Palabra de Dios, ¿cuál es nuestra respuesta? ¿Acaso las situaciones superan las promesas de Dios? ¿Acaso le doy más fuerza a los espíritus malignos? No debe ser así, estamos llamados a creer en el Señor que no defrauda. Su Palabra no abandona; siempre nos acompaña. Por eso, “si escuchas hoy la voz del Señor no endurezcas tu corazón”.