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Éstos son mi madre y mis hermanos.

6/9/2024

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Todo estaba bien, todo era perfecto. “Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn 1,31). Cada persona, cada criatura tenía su parte en la historia de la salvación. El hecho de que todo fuera bueno no se refería a la ausencia de la enfermedad y la muerte, sino al hecho de que toda criatura tenía un sentido; todo servía a la realización de su proyecto. No significa que no hubiera dolor, enfermedad o muerte, sino que hasta eso tenía su sentido, hasta el final de los tiempos y la culminación de todo en Dios.

Lo único que tenía que hacer el hombre era insertarse, formar parte de ese plan divino. Pero… Algo fue mal. Este relato intenta explicar el porqué. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice así: El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres. (CIC 390) El pecado, pues, surge por culpa del deseo desordenado del ser humano. De repente, el hombre quiso ser como Dios, tuvo la tentación de “endiosarse”, y todo se torció. Por medio, se entremetió el ángel caído, el diablo, para hurgar en esa herida.

Adán y Eva, que han hecho un mal uso de su libertad, se esconden de Dios. Probablemente nos pase también a nosotros. Como el pecado original, sus consecuencias nos tocan muy de cerca. Cuando nos sentimos mal, pecadores, dejamos de rezar, de leer la Biblia, puede que incluso faltemos a la Eucaristía… Tenemos miedo de Dios porque nos parece que nos va a castigar, y acabamos muy confundidos, en un círculo vicioso de vergüenza y remordimiento.
Y, además de alejarnos de Dios, nos alejamos de los hermanos.  En el texto comienza la cadena de acusaciones, porque, eso lo sabemos bien, la culpa es siempre del otro. De Adán a Eva, de Eva a la serpiente. Todos se pasan la pelota, hasta que no queda nadie más al que acusar. Falta la capacidad de asumir la propia culpa. Orgullo y soberbia, hasta el final. Como que Dios tuviera la culpa de nuestros propios errores.

Menos mal que Dios está siempre de nuestra parte. A pesar de nuestros pecados, no dejó de tendernos la mano, de mandar mensajeros, profetas, personas que hablaban de la vuelta a casa, del arrepentimiento. Lo recuerda el salmo: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Y san Pablo lo repite, de otra manera. Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él. Porque Dios es fiel guarda siempre su Palabra, y no nos abandona, aunque nosotros sí lo hagamos.

Los líderes religiosos del tiempo de Jesús estaban abrumados por todo lo que Jesús hacía. Y, como no podían negar los hechos, le dan la vuelta a lo que hacía Jesús. De alguna manera, “satanizan” a Jesús, llamando malo a lo bueno y bueno a lo malo. Algo que hoy sigue siendo actual, está muy de moda. Llaman “derechos” a acciones objetivamente malas como el aborto o la eutanasia, por ejemplo. Si el mensaje de Jesús sobre el amor del Padre viene del Maligno, al pueblo no le queda otra opción que negarlo y seguir obedeciendo a los letrados y fariseos.

Los intereses desviados, personales y también institucionales pueden pervertir la conciencia. Y cuando eso sucede, el poder del mal se multiplica, pudiendo parecer hasta imparable. Cuando los que se pervierten son los que tienen el poder, es el pueblo el que sufre las consecuencias. Desacreditando las obras de Cristo, desacreditaban su doctrina, e incluso tenían un motivo para condenarlo a muerte. Un callejón sin salida, que coartaba la libertad de elección de la gente, y ataba a unos ritos agobiantes.

La familia de Jesús, en medio de esto, no entiende lo que hace, le tachan de loco, no sabe cómo reaccionar y va a buscarlo. Como todos los discípulos, su propia familia debía pasar por un proceso de maduración Ese proceso del discipulado tiene sus momentos de oscuridad y dudas, hasta la cruz y, lógicamente, la resurrección. Entonces se revelará el sentido pleno de la vida de Jesús: hombre y Dios al servicio de la humanidad. Entonces verán claro.

Hasta entonces, Jesús, en presencia de su familia, reacciona como debe, enseñando lo que es lo correcto, colocando la dignidad y la libertad de la persona por encima de todo, y recordando que cumplir la voluntad del Padre es el motor de su vida. Por eso, debe ser el motor de la vida de los creyentes. De esa manera, todos los que nos esforzamos por cumplir la voluntad del Padre nos convertimos en familia de Jesús. El Reino de Dios, el ideal de la vida de Cristo, se convierte en una meta que reúne a muchos hermanos y compañeros, formando una nueva familia, distinta de la de la carne y la sangre.
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Si la causa del Reino se convierte en la Causa absoluta de mi vida, entonces formo parte de la familia de Jesús. Puedo sentir a todos los que también creen en ella como “mi madre y mis hermanos”. Empieza una nueva forma de entender la vida, la familia y la misma fe. No es fácil, pero es posible. Lo hicieron María y los Apóstoles. Lo han hecho muchas personas sencillas a lo largo de la historia. Tú, ¿vas a intentarlo? Con la ayuda de Dios, sí se puede.
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Solemnidad Corpus Christi

6/2/2024

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

No hay descanso en la Liturgia, en este tiempo ordinario. La Ascensión, la Santísima Trinidad, y hoy el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Hay oportunidades, pues, para profundizar en nuestra fe.

Hoy se nos presenta para la reflexión el Cuerpo y Sangre de Cristo. Celebramos hoy un misterio de la fe: la gran fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Sólo se puede comprender cuando conocemos la vida de Jesús. Porque su vida fue una continua entrega de sí. Y la muerte fue la entrega de sí llevada hasta el final, hasta el extremo: nadie ama tanto como el que da la vida por los amigos. Toda esa vida y toda esa muerte están condensadas en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas.

El relato del Éxodo nos recuerda la Alianza del Antiguo Testamento, que comenzó el largo camino hasta la Alianza Nueva del mismo Jesucristo. Se ve que Dios lo tenía todo previsto, desde el comienzo hasta el final de los tiempos.

En esa lectura, el pueblo de Israel hasta dos veces promete cumplir todo lo que Moisés les presenta. Para hacer más patente ese acuerdo, se ponen por escrito esas palabras. Las Tablas de la Ley. Las reglas de vida del pueblo elegido. Sabemos, por las Sagradas Escrituras, que pronto se apartaron de ellas. Se entregaron a otros dioses, y rompieron con su Dios, y sufrieron múltiples penalidades. Y Dios, por lo visto, lo permitía.

¿Cuál era el plan de Dios? Según los profetas, sobre todo Jeremías, (Jer 31, 33) Dios promete hacer una Nueva Alianza, que no sería necesario escribir ya en piedra, porque estaría impresa en el corazón de cada hombre. De esta manera, no serían necesarias normas externas, porque todo saldría del corazón. Interiorizar el mensaje, se dice ahora. Sin prisa, pero sin pausa. Día a día, año a año.

Nosotros hemos hecho también un pacto con el Señor. Mejor, él lo ha hecho con nosotros. Nos ha elegido y sólo nos pide que seamos fieles, como Él es fiel. Que seamos santos, como Él es santo. Y, como el pueblo de Israel, también faltamos a ese pacto con relativa frecuencia. Menos mal que Dios sí es fiel, guarda siempre su alianza. Nos ofrece una nueva vida, como la que recibieron los hebreos, después de la salida de Egipto, para vivir según Dios. Y nos ha dado la máxima señal de este amor: a su propio hijo.

La segunda lectura es el recordatorio de que ya no hace falta la sangre de los animales, porque, para el perdón de los pecados, disfrutamos de la sangre del mismo hijo de Dios, Jesucristo, que se nos ofrece cada vez que participamos de la Santa Misa. En ese sacrificio incruento, podemos recibir el perdón de nuestros pecados y siempre es posible renovar la alianza con nuestro Dios. Recuperamos la unión que, por nuestros pecados y debilidades, perdemos a menudo. Y lo hacemos “simplemente” con el arrepentimiento y el deseo de seguir adelante.

La Eucaristía, pues, es nuestra posibilidad de recuperar la alegría. Y, revitalizados, debe llevarnos a la misión. El Señor, antes de marchar al cielo, nos dijo “Id”. Desde entonces, los cristianos, hemos aprendido la siguiente lección: no nos podemos detener. El Señor nos aguarda en el horizonte; nos espera en el compromiso activo y sin límites en pro de un mundo mejor. Debemos compartir con los demás nuestra felicidad, al estilo de Jesús, es decir:
  • Reconciliar a los hombres con su pasado, consigo mismo, para que se sientan y vivan como hijos de Dios, pues lo son.
  • Ponerse siempre de parte del pobre, del que es marginado por la mayoría, del que no tiene derechos, del que menos pinta.
  • Consolar, curar, apoyar, alimentar, dar libertad a los que creen que el sufrimiento tiene la última palabra.
  • Buscar la soledad, lo escondido para encontrarse con el Padre y sentirse amado sin condiciones; perdonado porque sí; pacificado y fortalecido porque Dios es así. Porque sabe que somos de barro. Y ante las caídas y desesperanzas, sólo tiene una pregunta que hacernos: ¿Me amas?
  • Ser constructores de la gran familia del Padre, hermanos todos en Cristo y hermanos todos en el Espíritu.

Este es el proyecto del Padre. Comer a Jesús que es pan es hacerse uno con él, dejar que su vida corra por nuestras venas; dejarle que ore en nosotros; amar y consolar con nuestro corazón y nuestras manos; ir por los mismos caminos por donde él gustaba meterse; mirar con sus ojos limpios a los hombres; experimentar con él que las cosas no dan la felicidad y que los pobres y despojados por amor estarán más cerca de Dios y de los hombres.

Esto es comulgar. Ofrecernos a él. Pero contar también con su ayuda, porque sin mí no podéis hacer nada. Pentecostés nos lo dejó claro, con la promesa del Espíritu. Y es también una garantía de felicidad presente y futura. Acerquémonos, pues, hasta su mesa, ofrezcámosle nuestras personas y recibamos el regalo de felicidad y vida eterna que nos tiene reservado.
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