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Queridos hermanos, paz y bien.
Todo estaba bien, todo era perfecto. “Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn 1,31). Cada persona, cada criatura tenía su parte en la historia de la salvación. El hecho de que todo fuera bueno no se refería a la ausencia de la enfermedad y la muerte, sino al hecho de que toda criatura tenía un sentido; todo servía a la realización de su proyecto. No significa que no hubiera dolor, enfermedad o muerte, sino que hasta eso tenía su sentido, hasta el final de los tiempos y la culminación de todo en Dios.
Lo único que tenía que hacer el hombre era insertarse, formar parte de ese plan divino. Pero… Algo fue mal. Este relato intenta explicar el porqué. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice así: El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres. (CIC 390) El pecado, pues, surge por culpa del deseo desordenado del ser humano. De repente, el hombre quiso ser como Dios, tuvo la tentación de “endiosarse”, y todo se torció. Por medio, se entremetió el ángel caído, el diablo, para hurgar en esa herida.
Adán y Eva, que han hecho un mal uso de su libertad, se esconden de Dios. Probablemente nos pase también a nosotros. Como el pecado original, sus consecuencias nos tocan muy de cerca. Cuando nos sentimos mal, pecadores, dejamos de rezar, de leer la Biblia, puede que incluso faltemos a la Eucaristía… Tenemos miedo de Dios porque nos parece que nos va a castigar, y acabamos muy confundidos, en un círculo vicioso de vergüenza y remordimiento.
Y, además de alejarnos de Dios, nos alejamos de los hermanos. En el texto comienza la cadena de acusaciones, porque, eso lo sabemos bien, la culpa es siempre del otro. De Adán a Eva, de Eva a la serpiente. Todos se pasan la pelota, hasta que no queda nadie más al que acusar. Falta la capacidad de asumir la propia culpa. Orgullo y soberbia, hasta el final. Como que Dios tuviera la culpa de nuestros propios errores.
Menos mal que Dios está siempre de nuestra parte. A pesar de nuestros pecados, no dejó de tendernos la mano, de mandar mensajeros, profetas, personas que hablaban de la vuelta a casa, del arrepentimiento. Lo recuerda el salmo: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Y san Pablo lo repite, de otra manera. Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él. Porque Dios es fiel guarda siempre su Palabra, y no nos abandona, aunque nosotros sí lo hagamos.
Los líderes religiosos del tiempo de Jesús estaban abrumados por todo lo que Jesús hacía. Y, como no podían negar los hechos, le dan la vuelta a lo que hacía Jesús. De alguna manera, “satanizan” a Jesús, llamando malo a lo bueno y bueno a lo malo. Algo que hoy sigue siendo actual, está muy de moda. Llaman “derechos” a acciones objetivamente malas como el aborto o la eutanasia, por ejemplo. Si el mensaje de Jesús sobre el amor del Padre viene del Maligno, al pueblo no le queda otra opción que negarlo y seguir obedeciendo a los letrados y fariseos.
Los intereses desviados, personales y también institucionales pueden pervertir la conciencia. Y cuando eso sucede, el poder del mal se multiplica, pudiendo parecer hasta imparable. Cuando los que se pervierten son los que tienen el poder, es el pueblo el que sufre las consecuencias. Desacreditando las obras de Cristo, desacreditaban su doctrina, e incluso tenían un motivo para condenarlo a muerte. Un callejón sin salida, que coartaba la libertad de elección de la gente, y ataba a unos ritos agobiantes.
La familia de Jesús, en medio de esto, no entiende lo que hace, le tachan de loco, no sabe cómo reaccionar y va a buscarlo. Como todos los discípulos, su propia familia debía pasar por un proceso de maduración Ese proceso del discipulado tiene sus momentos de oscuridad y dudas, hasta la cruz y, lógicamente, la resurrección. Entonces se revelará el sentido pleno de la vida de Jesús: hombre y Dios al servicio de la humanidad. Entonces verán claro.
Hasta entonces, Jesús, en presencia de su familia, reacciona como debe, enseñando lo que es lo correcto, colocando la dignidad y la libertad de la persona por encima de todo, y recordando que cumplir la voluntad del Padre es el motor de su vida. Por eso, debe ser el motor de la vida de los creyentes. De esa manera, todos los que nos esforzamos por cumplir la voluntad del Padre nos convertimos en familia de Jesús. El Reino de Dios, el ideal de la vida de Cristo, se convierte en una meta que reúne a muchos hermanos y compañeros, formando una nueva familia, distinta de la de la carne y la sangre.
Si la causa del Reino se convierte en la Causa absoluta de mi vida, entonces formo parte de la familia de Jesús. Puedo sentir a todos los que también creen en ella como “mi madre y mis hermanos”. Empieza una nueva forma de entender la vida, la familia y la misma fe. No es fácil, pero es posible. Lo hicieron María y los Apóstoles. Lo han hecho muchas personas sencillas a lo largo de la historia. Tú, ¿vas a intentarlo? Con la ayuda de Dios, sí se puede.