Parroquia San Miguel Arcangel- Cabo Rojo P.R.
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“Ni un solo día sin la alegría de la cruz”

6/28/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

In latitie, nulle die sine cruce, “ni un solo día sin la alegría de la cruz”. Esta frase latina está inscrita en un paño del seminario Mayor Regina Cleri. Aquel paño cada vez que los seminaristas lo colocaban para celebrar la Santa Eucaristía, le recordaba que el camino al sacerdocio ministerial está muy ligado a la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Lo interesante es que, sin esa cruz en el camino, no hay sacerdocio, no hay camino de santidad, no hay encuentro con Cristo, pero sobre todo no hay alegría en la vida del cristiano. De la misma forma sucede en la vida de cada cristiano. No existe santidad sin el camino de la cruz.
La cruz es el reflejo de nuestra realidad. Cuando Cristo muere en la cruz, muestra al mundo la realidad en la cual estaba sumido. En el calvario podemos presenciar las burlas de los hombres, la realidad en la cual estaban los corazones. Son aquellas realidades limites donde se muestra el interior; los verdaderos sentimientos del ser humano.
Es en la cruz dónde percibimos el estado real de nuestra vida. Con la cruz caen las apariencias. En la cruz cae el maquillaje del pecado y queda al descubierto el rostro del ser humano herido por su desidia. En efecto, no queda nada que esconder en el momento de la muerte, la vanidad no sirve de nada. Allí se cumplen las palabras del Señor “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo si al final pierde su vida?”
Aunque la cruz trae un momento de agonía, no es menos cierto que es un momento de liberación. Por ella morimos en Cristo para poder vivir en Él. Morimos al pecado para vivir en la gracia. ¿Cómo sabemos que morimos al pecado? Cuando experimentamos la alegría en el desprendimiento. El desprendimiento es dejar atrás aquellas cosas, personas y circunstancias que me apartan del amor de Dios. Cuando nos alejamos del pecado, nos acercamos a Dios. En efecto, la cruz de Cristo trae a cada creyente, a cada hijo de Dios una nueva vida.
La cruz es sólo el inicio de un nuevo camino. Por la cruz Cristo nos ha liberado del Reino del Pecado y nos ha introducido en una nueva condición: en la vida de los hijos e hijas de Dios. Para liberarnos del pecado hay que tomar la cruz, nuestra realidad. Aquellas realidades que nos hacen llorar e incluso avergonzarnos. Tomar la cruz es dejar a un lado aquellas cosas que me alejan de la alegría de la Resurrección, es morir a aquellas actitudes que traen a mi corazón amargura y tristeza. Es un dejar atrás el pecado que me agobia para asumir la vida de Cristo que me transforma.
La cruz libera el corazón del hombre. Cristo por su muerte en cruz nos alcanzó la justificación, la liberación del pecado. Su muerte en cruz fue un morir al pecado. Por tanto, la cruz salva. Asumir nuestra cruz no es otra cosa que dar muerte a nuestros pecados. Es romper con la fuerza que nos atan el corazón y destruyen nuestra relación con Dios. Es en ese dolor paradójico donde nace la alegría. Pues no vivimos estas contrariedades sin un sentido, sino que el propósito de esta muerte no es otro que liberarnos de nosotros mismos para ser más libres para Dios. 
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¿Cuál es tu gran miedo?

6/20/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

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Este domingo el Señor nos invita a reflexionar sobre nuestros temores y miedos. El miedo en nuestra vida es manifestación de aquello que tememos perder. Tenemos miedo a perder amigos, familiares, estilos de vida, etc. Pero por guardar esas cosas dejamos escapar el verdadero tesoro que es Dios. No solo eso, sino que también reina la desconfianza de unos y de otros porque pensamos que todos viven para hacernos daño. El miedo nos mueve siempre a confiar solo en nosotros mismos; en una autosuficiencia enfermiza que al final solo manifiesta nuestra debilidad. El miedo nos lleva al final a quedarnos solos, con nuestros pensamientos sin nadie que nos entienda. Hoy el Señor nos quiere salvar del miedo diciéndonos “no temas” porque “el verdadero amor vence el temor” (1 Jn 4, 18).

¿Cuál es el gran peligro del miedo? El miedo nos puede llevar a negar y herir a aquellos que amamos. El miedo fue lo que llevó a Adam y a Eva a esconderse de Dios; el miedo fue lo que llevó al rey Saul a desconfiar de Dios y buscar la ayuda de una nigromante; el miedo fue lo que llevó a Judas a ahorcarse, el miedo llevó a Pedro a negar al Señor. La pregunta es, ¿Qué te lleva a hacer a ti el miedo? No podemos ser movidos por el miedo sino por la verdad y el amor de Dios. La verdad y el amor nos ponen los pies en la tierra, nos enfrentan con nuestra realidad y nos enfrenta con los signos de los tiempos. 

El miedo nos aparta de Dios; mientras que el amor y la fe nos acercan a él. Aun en los peligros podemos experimentar la cercanía de Dios. Los problemas y las dificultades deben volverse oportunidades para afianzar nuestra confianza en el Señor. Es lo que nos muestra la primera lectura, donde el profeta Jeremías es constantemente acechado por predicar la verdad que viene de Dios. Sin embargo, el profeta no se intimidó por sus perseguidores, sino que depositó su confianza en el Señor: “cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos” (Jer 20, 13).

Jesucristo invita a los discípulos a no tener miedo. Hemos recibido un espíritu de fortaleza y no de cobardía. No temas en reconocer tus pecados en la confesión, no temas en lo que te pueden hacer los demás; tu vida esta en las manos de Dios. Dice el apóstol San Pablo que “los que aman a Dios, toda obra para bien” (Rom 8, 24). Por eso debemos pedir siempre la virtud de la fortaleza al Espíritu Santo y no huir de las pruebas que se nos puedan presentar en el camino.


Enfrentemos nuestros miedos con la luz de Cristo. Luchemos contra ellos, nada hay por encima de Dios. Cuando luchas contra tus miedos te acercas más al amor de Dios; te acercas a tu prójimo, te conoces a ti mismo. Quien lucha contra el miedo con la gracia y la fuerza de Dios es capaz de vencer cualquier situación. Pidamos al Señor el don de la fortaleza para vencer nuestros miedos y aquellas cosas que nos alejan del Señor.
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“Jesús Pan vivo bajado del cielo”

6/13/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

Hoy celebramos la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Es un momento para detenernos y contemplar el amor de Dios que se hace sacramento bajo las especies de pan y de vino. La Eucaristía es el sacramento de la humildad, de la fortaleza y de la unidad. Es un misterio que escapa de la razón humana pero que a la misma vez invita a profundizar en el amor de Dios. Para profundizar en este misterio debemos pedir al Espíritu Santo creer en las palabras del Señor: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les daré es mi carne para la vida del mundo”.

La Eucaristía es el sacramento de la humildad. En el libro del Deuteronomio contemplamos las pruebas que el Señor hizo pasar al pueblo de Israel en el desierto para que conocieran sus sentimientos y sus seguridades. El pueblo pasó por esas pruebas para que entendiera que “no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. El fruto de confiar en la palabra de Dios es la humildad. Su alimento, su sustento era la promesa de una tierra prometida. Aquella promesa hacía que el pueblo caminase por el desierto a pesar de las dificultades que le aquejaban. Sin embargo, Dios pedía del pueblo un acto de confianza y de humildad; un abandono de sus sentimientos y seguridades.

Jesús nos dice que él es el pan de vida. Algunos no quedan muy satisfechos con esta revelación porque no son humildes. Si no somos humildes corremos el riesgo de los judíos: “¿cómo puede darnos éste darnos a comer su carne?” Por esta falta de humildad en algunos miembros de la Iglesia han surgido herejías que niegan la presencia real de Jesús sacramentado. Algunos han llegado a decir que eso es solo un símbolo; una representación que no tiene nada que ver con una presencia real. Otros lo tratan con irreverencia y piensan que es un pedazo de pan y un poco de vino. Pero no es así. La fe que procede de Dios, la que nos hace sensibles y humildes ante el misterio; aquella que ilumina el corazón y la mente nos dice que Jesús esta vivo y esta presente; que es real.

La Eucaristía nos hace ser uno sólo en Cristo: “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Por la fe en la Eucaristía podemos ser un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo Jesús. Cuando comulgamos el cuerpo de Cristo entramos realmente en comunión con Dios y los hermanos. No solo comulgamos el cuerpo de Cristo, sino que también comemos el cuerpo del hermano en Jesucristo. Por eso debemos cuidar a aquel que esta nuestro lado, aunque caiga un poco pesado; aunque nos haga daño; debemos amarlo como Cristo nos amó a nosotros.

La Eucaristía nos lleva al cielo. Ella alimenta nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza en la vida eterna. Vivimos para Dios por medio de ella y nos podemos acercar cada vez más al altar del cielo. Por tal razón la vida del cristiano es un itinerario que nos acerca cada vez más a Dios. Pero en este camino necesitamos alimentar nuestro espíritu y nuestra confianza en el Señor. Ese alimento no es otro que Jesús sacramentado. Él se da en comida para que tengamos vida eterna.

La fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo debe llevarnos a reflexionar. ¿Cómo recibo al Señor en mi corazón? ¿Cada cuánto voy al Santísimo y le alabo con todo el corazón? ¿Aprecio la Eucaristía que recibo cada domingo o simplemente es un cumplimiento? ¿Le pido perdón al Señor por aquellos que lo reciben de un modo indigno, por aquellos que le maldicen, por los sagrarios abandonados, por las celebraciones indignas en las cuales se olvida su presencia? Hoy puede ser un buen día para apreciar el pan vivo bajado del Cielo y volver a empezar. El cuerpo y la Sangre de Cristo es lo más sagrado que podemos recibir; es el alimento del cielo, es la fuerza de los discípulos.
Esta es la fiesta para alabar a Dios por las maravillas que hace con los hombres. Por eso culminamos esta reflexión con el cántico de Santo Tomás de Aquino pidiendo al Señor un corazón limpio para recibirle. Pidamos también a María Santísima, el primer sagrario, que nos ayude a apreciar el cuerpo y la Sangre de su Hijo por eso decimos: “Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte. Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad… ¡Memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que das vida al hombre: concede a mi alma que de Ti viva y que siempre saboree tu dulzura. Señor Jesús, Pelícano bueno, límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero. Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego, que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén” (Santo Tomás de Aquino, Himno Adoro te devote).
 

 
 

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“Lo esencial es el Amor”

6/7/2020

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Rev. D. José Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel de Cabo Rojo

 
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la remisión de los pecados. Para que todo el que crea en él se salve y tenga vida eterna” (Jn 3, 16), dice el Señor. Toda la historia de la salvación puede resumirse en este pasaje de la Escritura. Dios siempre se ha acercado al hombre con deseos de amarle y compartir con él su gloria. Por ese deseo e iluminados por la fe y el amor, vamos también conociendo el interior de Dios. Dios se va revelando, va mostrando quién es realmente, por el Hijo y el Espíritu. Lo cierto es que mientras más nos acercamos a su misterio, más fe necesitamos. Si se dijera que todo se esclarece no habría problema, pero en realidad la cosa se pone cada vez más compleja. Tan compleja que el misterio más grande y que define al cristianismo, es confesar que Dios es Uno y Trino; tres Personas; un solo Dios. Sin embargo, pasamos por alto que lo más grande y lo que hace a Dios ser Dios es el Amor. Por eso lo esencial es el Amor, porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8).

Todo es más simple cuando nos sumergimos en la dinámica del amor trinitario de Dios. Según San Juan ¿Qué hace a Dios ser tres Personas y a la misma vez ser un solo Dios? El Amor. El Amor es lo que hace a Dios ser único. En efecto, el amor es una donación como lo expone san Pablo en la Segunda carta a los Corintios: “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros” (2 Cor 13, 13).

La historia de la Salvación nos muestra que Dios es Amor. Dios se dona como Padre, el Padre misericordioso que escuchamos en la confesión de Moisés: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 8); es el Hijo que se da voluntariamente para la salvación de la humanidad y gloria del Padre “esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes” (Lc 22, 19); es el Espíritu que se da a los hombres para santificarlos y hacerlos gratos a los ojos de Dios, “el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5, 5). Las tres personas, aunque pueden distinguirse por su obrar coinciden en una única voluntad que nace del amor. Por eso el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; tres Personas: un solo Dios.
El amor es la respuesta a todo el misterio de la Santísima Trinidad. ¿Qué es el amor sino una donación? Si el ser de Dios es el Amor no puede quedarse encerrado en sí mismo, sino que debe donarse. Por eso la vida trinitaria se hace presente desde el bautismo. Somos bautizados en el nombre “del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 20, 19). Somos consagrados a la Trinidad para donarnos a los demás, como Él se entregó por nosotros. Por eso el mandamiento principal del cristiano es amarnos unos a los otros como Dios nos ha amado y permanecer en su amor.


Fuimos consagrados para amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Aunque en la sociedad de hoy el amor es una palabra muy viciada e incluso egoísta el misterio de la Santísima Trinidad nos da una enseñanza clara del verdadero amor. Amar es entregarse, olvidándose de sí buscando siempre lo que al otro pueda hacer feliz. Amar es un donarse como el Padre, es un entregarse como el Hijo y un moverse como el Espíritu. Amar conlleva siempre un dolor y un sufrimiento pues casi siempre la respuesta no es la que esperamos. Por eso amamos porque Dios nos ha amado primero. El cristiano ama porque Dios le ama y quiere amar a Dios a través del prójimo. Por eso el camino para llegar a Dios es el otro, la relación con los demás.
En el fondo es el amor Trinitario el que purifica nuestras relaciones y brinda una armonía saludable. Pidamos a Dios, Uno y Trino, que purifique nuestro amor hasta hacernos semejantes a Él y verlo tal cual es. Que María Santísima, templo de la Santísima Trinidad, interceda por nosotros para profundizar cada vez más en el misterio del amor de Dios. Por último, pidamos a Dios aceptar este misterio con humildad diciendo, “no entiendo, pero te creo, porque sé en quién he puesto mi fe”. Concluyamos diciendo “gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en el Principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen”.
 


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