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“El hombre mira las apariencias mientras que Dios mira el corazón”

8/28/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

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“Si quieres conocer a alguien no le preguntes lo que piensa sino lo que ama” (san Agustín). Porque muy bien dice el Señor, “allí dónde este tu corazón allí estará tu tesoro” (Mt. 6, 21). Es nuestro corazón donde habitan nuestras buenas y malas intenciones. Allí habitan nuestros intereses, anhelos y proyectos más íntimos. Toda nuestra vida gira en torno aquello que amamos.

Nuestro corazón en muchas ocasiones puede vivir perdido por el pecado que habita en él. Por tal razón el Señor ha querido escribir su Ley, no solo en piedra sino en nuestros corazones. La primera lectura presenta los mandamientos de Dios como la guía para encaminar nuestras intenciones. Sin los mandamientos el hombre anda perdido en los desordenes de sus deseos. Sin embargo, debemos cuidarnos de no vivir en las apariencias del “cumplimiento”. Es una lucha espiritual constante que llevamos en el interior. El vivir los mandamientos por cumplir es una apariencia.


El pecado de la vanidad se reviste con los ropajes de los mandamientos. Podemos correr el riesgo de hacer cosas por buscar una buena fama u opinión. Era precisamente lo que Cristo señalaba a los fariseos en múltiples ocasiones. En el evangelio escuchamos ese reclamo de Jesús: “dejáis al lado los mandamientos de Dios por las tradiciones de los hombres” (Mc. 7, 8). Esto sucede en múltiples ocasiones en nuestra vida parroquial, de manera especial en la catequesis y con los sacramentos. Una vez reciben nuestros niños el sacramento de la confirmación, la primera comunión (tal vez la última) o el sacramento del matrimonio los fieles se desvinculan de la vida parroquial. Muchas veces se acercan a los sacramentos por una tradición, pero no por estar más cerca del Señor.

Vivir la fe implica un cambio de vida radical. Es un luchar constantemente por hacer la voluntad de Dios. Luchamos en nuestra vida de fe, no para que el mundo nos vea, sino para que Dios nos vea. Así tendremos una autentica vida cristiana que nos acerca más al amor de Dios. Para ello el Señor nos ha dado el Espíritu Santo para comprometernos con los mandamientos y luchar por nuestra santidad. Ya lo decía el apóstol Santiago a la comunidad de Jerusalén: “aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos” (Sant. 1, 22). Solo el Espíritu de Dios nos capacita para vivir la letra de los mandamientos. De lo contrario grandes cargas tendremos encima.

No vivamos nuestra fe simplemente porque hay que vivirla. Vivámosla con convencimiento y confianza en el Señor. Dejemos que Dios se acerque por sus mandamientos que son luz en nuestra vida humana y espiritual para hacer su voluntad. Que María Santísima la mujer del fiat, del sí sin medida, nos auxilie a hacer la voluntad del Señor.

 
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“La fidelidad es la respuesta a un amor ardiente”

8/21/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

Cuando se realizan los matrimonios ambos contrayentes expresan sus votos delante del pueblo cristiano. El cónyuge empieza haciendo una promesa de fidelidad: “yo, fulano, te recibo a ti, como esposa y me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ritual del Matrimonio, Formulario Primero, 202). La fidelidad es la acogida que se hacen ambos cónyuges en el matrimonio; es la respuesta a un amor ardiente; es el inicio de una alianza. El sacramento del matrimonio nos puede ayudar a contemplar la llamada que Dios nos hace a desposarnos con él por medio de su Iglesia. Por medio de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, respondemos con fidelidad a la llamada de Dios. Sin la Iglesia, sin su ayuda, es imposible ser fieles al Señor. Solo en el núcleo eclesial podemos acercarnos a Jesucristo. 

Yahvé, Dios, no obliga a nadie a esperar en él. El Señor aguarda que sea una decisión libre de nuestra parte. Así lo manifiesta el libro de Josué en la lectura que acabamos de escuchar. Josué pregunta al pueblo si mantendrán su fidelidad al Señor. La respuesta del pueblo es contundente: “yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos. 24, 15). Esta fidelidad Israel se la enseña a sus descendientes. Pero constantemente es puesta a prueba. Tanto así que las generaciones futuras rompen con el Señor y se refugian en los dioses paganos. Sin embargo, la fidelidad de Dios es constante. Aunque nosotros le neguemos y lo substituyamos por dioses extraños, él permanece fiel.

El gran ejemplo de fidelidad lo tenemos en la relación de Cristo y su Iglesia, de la cual el Señor prometió a Pedro que “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt. 16, 18). La carta a los Efesios nos muestra ese gran misterio de entrega fiel. El apóstol Pablo advierte que la fidelidad conyugal entre un hombre y una mujer debe acogerse con temor cristiano. Ya que desde ese temor Cristo ama a la Iglesia y la Iglesia a Cristo. Ese amor se constituye en misterio; en sacramento de salvación para los fieles. Lo fundamental es la fidelidad a esa entrega incondicional.

Nuestra fe es como una respuesta de fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Constantemente escuchamos de san Pablo y de los apóstoles estar “firmes en la fe” (1 Cor. 16, 13; Flp. 4, 1). Por medio de la fe nos unimos a los designios de Jesús. Esta fe se nutre del Evangelio y de los sacramentos. Por ellos permanecemos firmes en la fe. Cuando vivimos unidos a la fe verdadera, aquella que predicaron los apóstoles hace dos mil años atrás, permanecemos fieles a Jesucristo y a la Iglesia. En nuestra oración no puede faltar esas palabras del apóstol san Pedro a Jesús después de la negación de los discípulos: “Señor, ¿a dónde vamos a ir? Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68). Así somos fieles al Señor, reconociendo que solo él tiene palabras de vida eterna y que esa palabra la encontramos por medio de la Iglesia, que es su esposa, la cual, a pesar de los pesares, a permanecido fiel a su esposo.
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“La asunción: la Pascua de María Santísima”

8/14/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque, ha mirado mi humillación” (Lc.1, 46-47). Hoy la Iglesia con júbilo celebra la asunción de la Santísima Virgen María al Cielo. El pueblo de Dios eleva su voz junto con María para proclamar las maravillas del Señor. Por su fiat hemos sido salvados en su hijo Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Ella por abandonarse en los planes salvíficos adquirió la salvación por los méritos de su Hijo. Por esos méritos y su entrega incondicional esta ahora asunta al cielo para interceder por nosotros ante su Hijo amado, Jesucristo. ¿Qué es el dogma de la asunción? La Iglesia proclama con dicha verdad de fe que el cuerpo de María no se descompuso, sino que fue elevada al Cielo en Cuerpo y alma. La Solemnidad de la Asunción se conoce también como la resurrección de María Santísima.

            El dogma de la asunción manifiesta la íntima unión entre Jesús y María. El papa san Juan Pablo II expresaba que esta unión “se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo” (Juan Pablo II, Audiencia de 2 de julio de 1997). El Sagrado Corazón e inmaculado Corazón son dos amores inseparables.

En el concilio Vaticano II es profundizó el misterio de la asunción. María es colocada como tipo de la Iglesia en el capítulo VIII de la Lumen Gentium. El papa Juan Pablo en una catequesis de 2 de julio de 1997 comenta dicho capítulo de la Lumen Gentium con las siguientes palabras: “los padres conciliares quisieron reafirmar que María, a diferencia de los demás cristianos que mueren en gracia de Dios, fue elevada a la gloria del Paraíso también con su cuerpo. Se trata de una creencia milenaria, expresada también en una larga tradición iconográfica, que representa a María cuando entra con su cuerpo en el cielo” (Audiencia de 2 de julio de 1997). La vida de María es lo que Dios tiene reservado a cada cristiano y la respuesta que el Señor espera de cada uno de nosotros.

Por su asunción María es la Madre del Cielo, el signo de esperanza al cual debemos aferrarnos. Por encima de nuestra debilidad humana, de nuestros fallos, pecados y caídas María nos acompaña desde el cielo en nuestro peregrinar en la tierra. Su mirada maternal enciende en nuestros corazones el deseo por la santidad y el gozo de alabar a “Dios nuestro Salvador” (cfr. Lc. 1, 47). El misterio de la asunción nos invita a cada uno de los cristianos a unir nuestras vidas a Jesús.

La vida de María fue un discipulado constante y fiel. Nosotros estamos llamados a vivir ese discipulado intenso para alcanzar la gloria de la resurrección. Seguir a Jesús en cada momento como María lo hizo. Ella al seguir a Jesús seguía la voluntad del Padre, peregrinaba a la tierra prometida y acompañaba a Jesús en los momentos de dificultad. Su vocación discipular nos acompaña también a nosotros. ¿Quién no ha sentido paz y alivio al rezar el ave María? ¿Quién no ha sentido aquella sensación de tranquilidad al entrar a un Santuario Mariano? Es porque María nos acompaña, nos alienta y recuerda que hay una casa en el cielo esperándonos.  


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“Jesús es el Pan de vida”

8/8/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

Las lecturas de este domingo continúan profundizando las palabras del Señor. Jesús se presenta como el Pan de vida. Es el verdadero Maná, el inestimable Pan bajado del cielo. La vida de la Iglesia se nutre y encuentra su culmen en la celebración de este Sagrado Misterio. Aunque es cierto que la Iglesia nace del misterio pascual de Cristo y del envió misionero; la misma se alimenta de la presencia real de Jesucristo, el Pan vivo bajado del cielo. Dice el Catecismo de la Iglesia que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (CEC. 1324).

La prefiguración de este Pan de vida lo contemplamos en los escritos del Antiguo Testamento. Yahvé, Dios envía el pan del cielo para fortalecer la vida de sus enviados. Es el caso de Elías cuando saturado por la persecución de la reina Jezabel y el desprecio de pueblo de Israel llega al borde de la desesperación pidiéndole a Yahvé, Dios, su muerte: “basta ya, Señor, quítame la vida pues yo no valgo más que mis padres” (1 Reyes 19, 4). El Señor le invita por medio de su ángel a comer el pan para recobrar las fuerzas y seguir su peregrinar.

La peregrinación en este mundo no es fácil. Es un camino que supera nuestras fuerzas humanas. Por eso pasamos por la experiencia de las desesperaciones, los agobios, las frustraciones, depresiones, entre otras. Al final del camino lo que encontramos es una fatiga inútil. El Señor al contemplar esta lucha se hace nuestro aliado. Se hace nuestro alimento para ayudarnos a seguir peregrinando hacia la patria celestial. El Señor haciéndose Pan de vida se hace el alimento indispensable de la santidad.

“Yo soy el pan de vida…éste es el que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera” (Jn 6, 50). Los justos viven eternamente. Nuestra santidad depende de este alimento que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Los católicos no comemos un signo o un símbolo. Comemos el cuerpo y la sangre de Cristo revestidos de pan y de vino. Este misterio de nuestra fe debe producir en nosotros un “asombro eucarístico” (EE. 6). Dios siendo todo, por el cual todo fue hecho, ha querido hacerse alimento de vida eterna bajo las apariencias de pan y de vino. ¡Qué gran tesoro tenemos en nuestras manos!

La celebración de este hermoso misterio une el cielo y la tierra. Decía el papa san Juan Pablo II en la exhortación “Iglesia de Eucaristía” “porque cuando se celebra sobre el altar de una Iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra en cierto sentido sobre el altar del mundo” (EE. 8). Es un misterio que brota de la Iglesia para el mundo. Solo la Iglesia por medio del ministerio sacerdotal puede hacer presente la presencia del único Dios vivo y verdadero.

Acoger la Eucaristía es acoger al mismo Cristo. Si el mundo de hoy conociese o mejor aún, reconociese la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, la cosa sería muy distinta. Pero muchas veces se repite la historia de los fariseos que al escuchar aquellas palabras “duras” se marcharon (cfr. Jn 6, 60). Solo podemos acoger este misterio por medio de la fe. Sin este don teologal es imposible acoger a Jesús sacramentado en nuestras vidas.

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