Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo
Las lecturas de este domingo continúan profundizando las palabras del Señor. Jesús se presenta como el Pan de vida. Es el verdadero Maná, el inestimable Pan bajado del cielo. La vida de la Iglesia se nutre y encuentra su culmen en la celebración de este Sagrado Misterio. Aunque es cierto que la Iglesia nace del misterio pascual de Cristo y del envió misionero; la misma se alimenta de la presencia real de Jesucristo, el Pan vivo bajado del cielo. Dice el Catecismo de la Iglesia que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (CEC. 1324).
La prefiguración de este Pan de vida lo contemplamos en los escritos del Antiguo Testamento. Yahvé, Dios envía el pan del cielo para fortalecer la vida de sus enviados. Es el caso de Elías cuando saturado por la persecución de la reina Jezabel y el desprecio de pueblo de Israel llega al borde de la desesperación pidiéndole a Yahvé, Dios, su muerte: “basta ya, Señor, quítame la vida pues yo no valgo más que mis padres” (1 Reyes 19, 4). El Señor le invita por medio de su ángel a comer el pan para recobrar las fuerzas y seguir su peregrinar.
La peregrinación en este mundo no es fácil. Es un camino que supera nuestras fuerzas humanas. Por eso pasamos por la experiencia de las desesperaciones, los agobios, las frustraciones, depresiones, entre otras. Al final del camino lo que encontramos es una fatiga inútil. El Señor al contemplar esta lucha se hace nuestro aliado. Se hace nuestro alimento para ayudarnos a seguir peregrinando hacia la patria celestial. El Señor haciéndose Pan de vida se hace el alimento indispensable de la santidad.
“Yo soy el pan de vida…éste es el que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera” (Jn 6, 50). Los justos viven eternamente. Nuestra santidad depende de este alimento que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Los católicos no comemos un signo o un símbolo. Comemos el cuerpo y la sangre de Cristo revestidos de pan y de vino. Este misterio de nuestra fe debe producir en nosotros un “asombro eucarístico” (EE. 6). Dios siendo todo, por el cual todo fue hecho, ha querido hacerse alimento de vida eterna bajo las apariencias de pan y de vino. ¡Qué gran tesoro tenemos en nuestras manos!
La celebración de este hermoso misterio une el cielo y la tierra. Decía el papa san Juan Pablo II en la exhortación “Iglesia de Eucaristía” “porque cuando se celebra sobre el altar de una Iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra en cierto sentido sobre el altar del mundo” (EE. 8). Es un misterio que brota de la Iglesia para el mundo. Solo la Iglesia por medio del ministerio sacerdotal puede hacer presente la presencia del único Dios vivo y verdadero.
Acoger la Eucaristía es acoger al mismo Cristo. Si el mundo de hoy conociese o mejor aún, reconociese la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, la cosa sería muy distinta. Pero muchas veces se repite la historia de los fariseos que al escuchar aquellas palabras “duras” se marcharon (cfr. Jn 6, 60). Solo podemos acoger este misterio por medio de la fe. Sin este don teologal es imposible acoger a Jesús sacramentado en nuestras vidas.