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“Lo esencial es el Amor”

5/30/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la remisión de los pecados. Para que todo el que crea en él se salve y tenga vida eterna” (Jn 3, 16), dice el Señor. Toda la historia de la salvación puede resumirse en este pasaje de la Escritura. Dios siempre se ha acercado al hombre con deseos de amarle y compartir con él su gloria. Por ese deseo e iluminados por la fe y el amor, vamos también conociendo el interior de Dios. Dios se va revelando, va mostrando quién es realmente, por el Hijo y el Espíritu. Lo cierto es que mientras más nos acercamos a su misterio, más fe necesitamos. Si se dijera que todo se esclarece no habría problema, pero en realidad la cosa se pone cada vez más compleja. Tan compleja que el misterio más grande y que define al cristianismo, es confesar que Dios es Uno y Trino; tres Personas; un solo Dios. Sin embargo, pasamos por alto que lo más grande y lo que hace a Dios ser Dios es el Amor. Por eso lo esencial es el Amor, porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8).

Todo es más simple cuando nos sumergimos en la dinámica del amor trinitario de Dios. Según San Juan ¿Qué hace a Dios ser tres Personas y a la misma vez ser un solo Dios? El Amor. El Amor es lo que hace a Dios ser único. En efecto, el amor es una donación como lo expone san Pablo en la Segunda carta a los Corintios: “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros” (2 Cor 13, 13).

La historia de la Salvación nos muestra que Dios es Amor. Dios se dona como Padre, el Padre misericordioso que escuchamos en la confesión de Moisés: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 8); es el Hijo que se da voluntariamente para la salvación de la humanidad y gloria del Padre “esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes” (Lc 22, 19); es el Espíritu que se da a los hombres para santificarlos y hacerlos gratos a los ojos de Dios, “el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5, 5). Las tres personas, aunque pueden distinguirse por su obrar coinciden en una única voluntad que nace del amor. Por eso el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; tres Personas: un solo Dios.
El amor es la respuesta a todo el misterio de la Santísima Trinidad. ¿Qué es el amor sino una donación? Si el ser de Dios es el Amor no puede quedarse encerrado en sí mismo, sino que debe donarse. Por eso la vida trinitaria se hace presente desde el bautismo. Somos bautizados en el nombre “del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 20, 19). Somos consagrados a la Trinidad para donarnos a los demás, como Él se entregó por nosotros. Por eso el mandamiento principal del cristiano es amarnos unos a los otros como Dios nos ha amado y permanecer en su amor.

Fuimos consagrados para amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Aunque en la sociedad de hoy el amor es una palabra muy viciada e incluso egoísta el misterio de la Santísima Trinidad nos da una enseñanza clara del verdadero amor. Amar es entregarse, olvidándose de sí buscando siempre lo que al otro pueda hacer feliz. Amar es un donarse como el Padre, es un entregarse como el Hijo y un moverse como el Espíritu. Amar conlleva siempre un dolor y un sufrimiento pues casi siempre la respuesta no es la que esperamos. Por eso amamos porque Dios nos ha amado primero. El cristiano ama porque Dios le ama y quiere amar a Dios a través del prójimo. Por eso el camino para llegar a Dios es el otro, la relación con los demás.


En el fondo es el amor Trinitario el que purifica nuestras relaciones y brinda una armonía saludable. Pidamos a Dios, Uno y Trino, que purifique nuestro amor hasta hacernos semejantes a Él y verlo tal cual es. Que María Santísima, templo de la Santísima Trinidad, interceda por nosotros para profundizar cada vez más en el misterio del amor de Dios. Por último, pidamos a Dios aceptar este misterio con humildad diciendo, “no entiendo, pero te creo, porque sé en quién he puesto mi fe”. Concluyamos diciendo “gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en el Principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen”

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“Lanzados por el Espíritu para vivir una vida nueva”

5/22/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Nadie puede decir que Jesús es el Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”, dice el apóstol san Pablo (1 Cor. 12, 3). En este día culminamos el tiempo de la cincuentena pascual y damos inicio al envío de la Iglesia al mundo entero para anunciar la Buena nueva de salvación. Este nuevo itinerario que hoy empezamos es dirigido por el Espíritu Santo. Por medio de él conocemos a Jesucristo y llamamos a Dios, Abba, Padre (cfr. Gal. 4, 6). El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por él somos participes de la vida de la gracia.

La vida en el Espíritu es un don que procede de lo alto. Lo contemplamos en la primera lectura cuando el Espíritu descendía sobre los apóstoles para fortalecerlos y hacer partícipes a todo ser humano de este misterio. Por medio del Espíritu la Iglesia puede responder con generosidad al mandato del Señor: “id al mundo entero y proclamad el Evangelio, bautizando a las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mc 16, 15). Después de este acontecimiento, nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles, que los discípulos salieron a anunciar la Buena Nueva a toda la creación. Cada cristiano es bautizado y enviado a anunciar el evangelio. El anuncio del evangelio es movido por el Espíritu Santo. Si leemos el libro de los Hechos de los Apóstoles encontraremos que quien dirige toda la misión de los discípulos es el Espíritu Santo y la Palabra de Dios. El Señor ha contado con nosotros, con nuestra historia para llevar a cabo su plan de salvación.

El Espíritu Santo nos ha fortalecido para cumplir con la misión que Jesús nos ha dejado. El inicio de esta misión empieza con el sacramento del bautismo. Por medio de este sacramento somos hijos e hijas de Dios y acogemos la vida sobrenatural en nuestra existencia. Para simbolizar esta nueva vida las antiguas comunidades cristianas edificaron los bautisterios con siete escalones descendentes y siete ascendentes. Los sietes escalones que descendían simbolizaban la muerte a los siete pecados capitales hasta ser sumergidos en el fondo de la pila. Una vez se decía la formula trinitaria se ascendía por otros siete escalones que simbolizaban los siete dones del Espíritu Santo que marcaban el itinerario de fe de la nueva creatura en Cristo Jesús. En esta teología podemos contemplar la vida en el Espíritu: es un constante descender al pecado para ascender, por la gracia del Espíritu, a la vida sobrenatural.

Cuando nos dejamos sumergir por el Espíritu en la vida de la gracia nos hacemos testigos de las maravillas del Evangelio. Cuando acogemos el evangelio experimentamos tres dones inigualables: la paz, la presencia de Cristo resucitado y la vida del Espíritu. La paz que Dios nos regala en Jesús trasciende nuestros criterios humanos. Ella no se limita a una ausencia de males, sino que aun en medio de ellos podemos sentir la confianza de la cercanía de Dios. Esta cercanía la podemos experimentar con el Señor resucitado. La alegría del cristiano se nutre precisamente de esta presencia inigualable y para que esa presencia permanezca en medio de nosotros el Señor ha enviado al Espíritu Santo.  

El que vive bajo la gracia del Espíritu Santo cuenta con la vida de Cristo resucitado. El Espíritu es la presencia que necesita el mundo de hoy envuelto por materialismo rampante. En él nos hacemos sensibles a las mociones espirituales; captamos los ataques del enemigo y nos hace dóciles a la voluntad de Dios. Por eso decimos con la secuencia al Espíritu Santo: “entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento” (secuencia de Pentecostés).


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“Cristo asciende y el Espíritu Santo desciende”

5/16/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

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“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, dice el Señor. Durante este tiempo, junto con los apóstoles hemos escuchado sus palabras, hemos compartido y dialogado con el Señor. Pero ha llegado la hora de volver al Padre. Inevitablemente nos vienen a la memoria los sentidos versos de Fr. Luis de León: “Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro...”. No podemos recordar el acontecimiento de fe sin que nos traicione el corazón con sus sentimientos ante la despedida. Sin embargo, tales sentimientos, por más que naturales, están muy lejos del evangelio, que es la buena noticia de la presencia de Jesús que nos promete seguir con nosotros hasta el fin. No es una despedida, sino el inicio de un tiempo de gracia; de un tiempo de Dios; de una nueva etapa en la historia de salvación.
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El tiempo de la cincuentena pascual fue un tiempo de preparación. Cristo enseñaba a los discípulos cómo sería su presencia a partir de la Ascensión a los cielos. Es el sentido de los domingos de pascua que hemos meditado. El primer domingo de pascua hemos visto a Cristo resucitado vivo realmente para la gloria de Dios Padre; el segundo domingo lo hemos visto vivo en el Perdón del Padre; en el tercer domingo lo hemos visto vivo en la fracción del pan; en el cuarto domingo lo hemos visto como el Buen Pastor que nos lleva a la vida eterna; el quinto domingo lo hemos visto como el camino, la verdad y la vida; el sexto domingo lo hemos visto como el que nos promete el Espíritu de la verdad y el domingo de la Ascensión sintetiza toda su presencia en la promesa de que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cristo con su compañía en este tiempo nos deja claro que no se ha ido, no se ha desentendido, sino que camina con nosotros, pero de una manera distinta.

La ascensión marca el nuevo tiempo de Dios. Esta época es el tiempo del Espíritu Santo y de la Iglesia. La Iglesia se torna en la prolongación de la encarnación del Hijo de Dios y el Espíritu Santo hace presente por medio de los sacramentos, de la liturgia y de la caridad la vida de Cristo Resucitado. Por la fe somos llamados ser parte de la misión de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo. Por tal razón el cristiano está llamado a espabilarse y tomar parte de la misión. Nuestros viejos nos dirían, “no te duermas en los laureles”. Ante la misión que el Señor nos ha dado por el bautismo, el cristiano esta llamado a no dormirse en los laureles. ¿Cuándo corremos el riesgo de dormirnos en los laureles? La fe es el remedio para despertar del sueño y de la parálisis espiritual.

La Ascensión nos manifiesta que somos el cuerpo de Cristo. El Señor por medio de nosotros llega a cada cubujón de la tierra que necesita un rayo de esperanza. La pandemia nos ha mostrado que Dios esta presente y obra por medio de los hombres como los doctores, enfermeros, autoridades, etc. Dios obra en el padre de familia, en la madre de familia, en fin, en cada cristiano. Cada uno de nosotros cuando asumimos lo que somos dejamos que Dios obre por medio de nosotros. Así se cumple la Escritura: “no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). Cristo quiere llegar al mundo por la predicación, la caridad, la piedad, el culto y otros caminos más. Por eso alégrate porque te ha tenido en cuenta a ti.

Cristo es la cabeza y nosotros somos su cuerpo. Vivimos por la cabeza que esta en el cielo y obra en medio del mundo por nosotros que somos su cuerpo; cuerpo que está unido por el Espíritu Santo. Por eso llega a nosotros su gracia y somos elevados al cielo. Por esa unidad del Espíritu somos fortalecidos, nunca abandonados y siempre acompañados. En él, tenemos la fuerza para mirar al cielo y encontrar en las alturas al Dios que hace tanto por nosotros.
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Para mirar al cielo Cristo ha ascendido y para merecerlo el Espíritu Santo ha descendido. Por eso no somos huérfanos a la suerte de este mundo. El azar no controla nuestra vida; la incertidumbre no posee nuestra esperanza. “El Señor esta con nosotros y estamos alegres”, dice el salmista. No hemos sido abandonados sino fortalecidos, lanzados a una nueva etapa: la etapa del Espíritu; la etapa de la Iglesia. Una etapa que ha tenido un tiempo de dos mil años de peregrinación, de predicación de la Palabra y de recepción de los sacramentos de forma ininterrumpida. Dos mil años y gozamos de la promesa del Señor, “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18); “estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20); “no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Alegrémonos con María Santísima mujer que peregrina con la Iglesia. Anunciemos el Reino de Dios, alegrémonos de su presencia, defendamos la gracia que nos viene de lo alto.
 
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“El amor es una elección”

5/9/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“En esto esta el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 3, 18). Este domingo VI de Pascua se nos presenta lo fundamental de la vocación cristiana: el amor. La manifestación más plena del amor de Dios ha sido su Hijo Jesucristo. No solo eso, sino que también nos enseña cómo amar, como entregarnos y como agradar a Dios. ¿Cómo dar esos frutos? Permaneciendo con su Hijo Jesucristo. Solo estando con él amaremos verdaderamente. ¿Qué hace falta? Que lo elijamos a él como él nos eligió a nosotros.

La elección de Dios es universal. Por medio del bautismo Dios nos ha lavado del pecado original y nos ha dado el acceso a una vida nueva. El apóstol san Pedro anuncia esta elección a los cristianos venidos del paganismo: “esta claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. El Evangelio no es para una elite moral en la sociedad sino para todo ser humano que desea y anhela un encuentro verdadero con el Señor. Una vez se tiene ese encuentro nos hacemos testigos del amor de Dios; experimentamos su misericordia por medio de su Hijo y somos invitados a seguirle.

La fe debe llevarnos a responder con el amor. Debemos pedir siempre que el fruto de nuestro encuentro con Dios sea la caridad. Ya decía el apóstol san Pablo, “si no tengo amor nada soy” (1 Cor. 13, 1). La caridad es el paño de lágrimas que Dios ha dejado en nuestras manos para aliviar el dolor humano. Basta una palabra de aliento, una mano amiga, un auxilio para cambiarle el día a alguien. Así como Jesús nos ha lavado las lágrimas nosotros debemos imitarle. El mismo Señor se lo decía a los discípulos: “ámense unos a otros como yo os he amado”. He aquí lo esencial del cristianismo, amar como Cristo ama; querer lo que Cristo quiere. Ante todo, cumpliendo los mandamientos. Es allí donde brota y nace nuestra opción fundamental por Cristo.

El mandamiento que tenemos como cristianos es el amarnos unos a los otros como Jesús nos ha amado. En una ocasión nos narra Eusebio de Cesarea que a los discípulos de Juan les estaba raro que le hablara siempre sobre el amor a Dios y al prójimo. Tanto así que uno de ellos le preguntó al apóstol si Jesús no había hablado de otra cosa. El discípulo amado contestó que hablaba mucho del amor porque fue lo que Jesús les enseñó. ¡Jesús formó a los apóstoles para amarse los unos a los otros! ¡Jesús les enseñó a dar la vida los unos por los otros! Hoy Jesús también nos quiere enseñar a amar y dar la vida amando. Pero para eso debemos elegir al Señor y rechazar el pecado en nuestras vidas. Dejar atrás el amor al mundo por el amor de Dios. Ya lo decía san Agustín, “te amas a ti mismo hasta el desprecio de Dios o amas a Dios hasta el desprecio de ti mismo”.   

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“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Flp. 4, 13)”

5/2/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Sin mi nada pueden hacer” (Jn 15, 5), dice el Señor. El Evangelio de este domingo nos manifiesta la importancia de vivir unidos a Cristo. Cuando permanecemos en su amor y en sus mandatos nuestra vida se hace fructífera. Por eso el Señor le hace ver a los discípulos que solo darán fruto si están unidos a Él. De lo contrario hemos corrido esta carrera en vano. Por eso nuestra relación con Dios no depende de nuestra fuerza sino de nuestra fidelidad al Señor.

La relación con Cristo es la clave para dar frutos de santidad. El mismo Jesús dice a los discípulos: “yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía” (Jn 15, 1). La vida de la gracia depende en su totalidad de nuestra unidad con Cristo. La gracia es la vida de Dios en nosotros. Por ella podemos hacer obras que son agradables al Padre. Este fruto de la gracia es el testimonio de nuestra comunión con Jesucristo. De Él brota la gracia y la fuerza de nuestra vida. Muy bien decía el apóstol san Pablo a los Filipenses: “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Flp. 4, 13). Esta fortaleza nace de la vida de la gracia y de nuestra apertura a la acción de Dios en nuestra existencia.

La vida de la gracia se hace visible con el testimonio de nuestra palabra y de nuestras obras. No basta con decir “creo en Cristo” y no dar un testimonio de vida cristiana. El apóstol Santiago dice “muéstrame, si puedes, tu fe sin obras; que yo por mis obras te mostrare mi fe” (Sant. 2, 18). El testimonio de nuestra fe son las obras. Estas obras se hacen visibles con nuestra oración, con nuestras actitudes, forma de hablar, apostolado y vida sacramental. Ellas manifiestan nuestra comunión con Cristo. El testimonio de vida es la carta de presentación de un cristiano. Este testimonio se vuelve más real cuando luchamos con nuestros pecados, cuando ponemos resistencia a las asechanzas del Maligno y nos encomendamos a la protección del Espíritu. El testimonio es un fruto preciado de la Vid verdadera. Por eso Jesús les dice insistentemente a los discípulos “permaneced en mi” (Jn 15, 4).
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Para el apóstol san Juan el cristiano solo dará fruto en su vida espiritual si permanece en Cristo. En su evangelio la palabra permanencia esta muy presente. El que permanece en Cristo puede tener la seguridad que está en el camino correcto y estará dando frutos de vida eterna. La permanencia se prueba en la fidelidad a Jesús. Ese es el crisol de nuestra fe que puede ser puesta a prueba con las situaciones que podemos enfrentar, las enfermedades que debemos asumir y la incomprensión que debemos sobrellevar. Lo importante de nuestra vida cristiana es permanecer en Cristo.
       

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