Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo
“Nadie puede decir que Jesús es el Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”, dice el apóstol san Pablo (1 Cor. 12, 3). En este día culminamos el tiempo de la cincuentena pascual y damos inicio al envío de la Iglesia al mundo entero para anunciar la Buena nueva de salvación. Este nuevo itinerario que hoy empezamos es dirigido por el Espíritu Santo. Por medio de él conocemos a Jesucristo y llamamos a Dios, Abba, Padre (cfr. Gal. 4, 6). El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por él somos participes de la vida de la gracia.
La vida en el Espíritu es un don que procede de lo alto. Lo contemplamos en la primera lectura cuando el Espíritu descendía sobre los apóstoles para fortalecerlos y hacer partícipes a todo ser humano de este misterio. Por medio del Espíritu la Iglesia puede responder con generosidad al mandato del Señor: “id al mundo entero y proclamad el Evangelio, bautizando a las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mc 16, 15). Después de este acontecimiento, nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles, que los discípulos salieron a anunciar la Buena Nueva a toda la creación. Cada cristiano es bautizado y enviado a anunciar el evangelio. El anuncio del evangelio es movido por el Espíritu Santo. Si leemos el libro de los Hechos de los Apóstoles encontraremos que quien dirige toda la misión de los discípulos es el Espíritu Santo y la Palabra de Dios. El Señor ha contado con nosotros, con nuestra historia para llevar a cabo su plan de salvación.
El Espíritu Santo nos ha fortalecido para cumplir con la misión que Jesús nos ha dejado. El inicio de esta misión empieza con el sacramento del bautismo. Por medio de este sacramento somos hijos e hijas de Dios y acogemos la vida sobrenatural en nuestra existencia. Para simbolizar esta nueva vida las antiguas comunidades cristianas edificaron los bautisterios con siete escalones descendentes y siete ascendentes. Los sietes escalones que descendían simbolizaban la muerte a los siete pecados capitales hasta ser sumergidos en el fondo de la pila. Una vez se decía la formula trinitaria se ascendía por otros siete escalones que simbolizaban los siete dones del Espíritu Santo que marcaban el itinerario de fe de la nueva creatura en Cristo Jesús. En esta teología podemos contemplar la vida en el Espíritu: es un constante descender al pecado para ascender, por la gracia del Espíritu, a la vida sobrenatural.
Cuando nos dejamos sumergir por el Espíritu en la vida de la gracia nos hacemos testigos de las maravillas del Evangelio. Cuando acogemos el evangelio experimentamos tres dones inigualables: la paz, la presencia de Cristo resucitado y la vida del Espíritu. La paz que Dios nos regala en Jesús trasciende nuestros criterios humanos. Ella no se limita a una ausencia de males, sino que aun en medio de ellos podemos sentir la confianza de la cercanía de Dios. Esta cercanía la podemos experimentar con el Señor resucitado. La alegría del cristiano se nutre precisamente de esta presencia inigualable y para que esa presencia permanezca en medio de nosotros el Señor ha enviado al Espíritu Santo.
El que vive bajo la gracia del Espíritu Santo cuenta con la vida de Cristo resucitado. El Espíritu es la presencia que necesita el mundo de hoy envuelto por materialismo rampante. En él nos hacemos sensibles a las mociones espirituales; captamos los ataques del enemigo y nos hace dóciles a la voluntad de Dios. Por eso decimos con la secuencia al Espíritu Santo: “entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento” (secuencia de Pentecostés).