Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo
Cuando se realizan los matrimonios ambos contrayentes expresan sus votos delante del pueblo cristiano. El cónyuge empieza haciendo una promesa de fidelidad: “yo, fulano, te recibo a ti, como esposa y me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ritual del Matrimonio, Formulario Primero, 202). La fidelidad es la acogida que se hacen ambos cónyuges en el matrimonio; es la respuesta a un amor ardiente; es el inicio de una alianza. El sacramento del matrimonio nos puede ayudar a contemplar la llamada que Dios nos hace a desposarnos con él por medio de su Iglesia. Por medio de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, respondemos con fidelidad a la llamada de Dios. Sin la Iglesia, sin su ayuda, es imposible ser fieles al Señor. Solo en el núcleo eclesial podemos acercarnos a Jesucristo.
Yahvé, Dios, no obliga a nadie a esperar en él. El Señor aguarda que sea una decisión libre de nuestra parte. Así lo manifiesta el libro de Josué en la lectura que acabamos de escuchar. Josué pregunta al pueblo si mantendrán su fidelidad al Señor. La respuesta del pueblo es contundente: “yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos. 24, 15). Esta fidelidad Israel se la enseña a sus descendientes. Pero constantemente es puesta a prueba. Tanto así que las generaciones futuras rompen con el Señor y se refugian en los dioses paganos. Sin embargo, la fidelidad de Dios es constante. Aunque nosotros le neguemos y lo substituyamos por dioses extraños, él permanece fiel.
El gran ejemplo de fidelidad lo tenemos en la relación de Cristo y su Iglesia, de la cual el Señor prometió a Pedro que “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt. 16, 18). La carta a los Efesios nos muestra ese gran misterio de entrega fiel. El apóstol Pablo advierte que la fidelidad conyugal entre un hombre y una mujer debe acogerse con temor cristiano. Ya que desde ese temor Cristo ama a la Iglesia y la Iglesia a Cristo. Ese amor se constituye en misterio; en sacramento de salvación para los fieles. Lo fundamental es la fidelidad a esa entrega incondicional.
Nuestra fe es como una respuesta de fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Constantemente escuchamos de san Pablo y de los apóstoles estar “firmes en la fe” (1 Cor. 16, 13; Flp. 4, 1). Por medio de la fe nos unimos a los designios de Jesús. Esta fe se nutre del Evangelio y de los sacramentos. Por ellos permanecemos firmes en la fe. Cuando vivimos unidos a la fe verdadera, aquella que predicaron los apóstoles hace dos mil años atrás, permanecemos fieles a Jesucristo y a la Iglesia. En nuestra oración no puede faltar esas palabras del apóstol san Pedro a Jesús después de la negación de los discípulos: “Señor, ¿a dónde vamos a ir? Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68). Así somos fieles al Señor, reconociendo que solo él tiene palabras de vida eterna y que esa palabra la encontramos por medio de la Iglesia, que es su esposa, la cual, a pesar de los pesares, a permanecido fiel a su esposo.