Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1, 14). La segunda persona de la Santísima Trinidad se ha encarnado. Pero debemos preguntarnos, ¿por qué Dios se ha hecho hombre? ¿Por qué decide pasar por todo lo que nosotros pasamos? Viene a nuestra mente aquella pregunta del salmista, “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿el ser humano para darle poder?” (Ps. 8, 4). Cuando reflexionamos sobre la vida humana encontramos que vivimos en un valle de lagrimas lleno de fatigas, esclavitudes y sufrimientos. Lo interesante es que el Hijo de Dios, el Omnipotente, el Todopoderoso, asume toda esa realidad humana con excepción de la iniquidad del pecado. Más impactante aun elige nacer en el pobre pueblo de Belén en un pequeño y frío establo. No elige una cuna de oro ni un palacio real, sino un lugar olvidado e inhóspito. Es como si nos quisiera decir que quiere hacerse parte de la vida de cada ser humano para transformarla en un verdadero lugar de alegría y de felicidad.
La Iglesia explica que la encarnación es el modo por el cual Dios quiere salvarnos. Pudo realizarlo de muchas formas. Sin embargo, ha querido salvarnos desde la debilidad de nuestra carne. Al ocurrir la encarnación a su vez se asume la cruz y el padecimiento por el género humano. Por ello vence el dominio del pecado, del demonio y del mundo. Su abajamiento en la carne humana es el camino al vía crucis de la vida. Decía Karl Rahner, “la cruz no es sólo la consecuencia de la conducta terrena de Jesús, sino lo que da sentido al acontecimiento de Cristo y es la meta final de todo lo demás” (K. Rahner, “El Dios de Jesucristo”, 220). Abajarse ante Dios es levantarse ante los hombres. Cuando nos abajamos ante Dios nuestra vida se levanta por otra parte. En efecto, hay que abajarse ante Dios para que él, por su pasión, muerte y resurrección nos levante ante el pecado.
Muchas veces podemos cuestionar al Señor sobre su modo de proceder. Preguntarnos si es necesario sufrir tanto, llorar tanto y padecer tanto. El sufrimiento como instrumento de salvación es la gran paradoja del misterio cristiano. Tanto así que el Redentor de la humanidad fue humillado hasta la muerte en cruz. Dios mismo asume las consecuencias del pecado para redimirlas y convertirlas en causa de ofrecimiento y de salvación. San Ignacio de Antioquia escribió la maravilla de esta paradoja: “el intemporal, el invisible, se hizo visible por nosotros; el incomprensible, el incapaz de padecer, se hizo capaz de padecer por nosotros” (Ad Polycarpum, III, 2). San Ignacio les insistió a los cristianos que en medio de nuestros padecimientos no estamos solos, sino que Cristo padece con nosotros. Precisamente Emmanuel significa “Dios con nosotros”. El Señor no es apático a nuestros padecimientos y cruces, sino que nos acompaña en medio de ellos.
¿Por qué Dios padece con nosotros? ¿Cuál es el motivo real de la encarnación además de llevar a cabo su plan de salvación? El catecismo de la Iglesia Católica da las siguientes razones de la encarnación: salvarnos del pecado, para que conociéramos su amor, para ser nuestro modelo de santidad y hacernos participes de la naturaleza divina (CEC. 457-460). Ciertamente, la encarnación nos lleva alabar a Dios como el apóstol de los gentiles, “bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo” (Ef 1, 1). Por su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección hemos sido bendecidos en Cristo.