Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo
“¿Quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Es la pregunta que le hace el joven escriba a Jesús. La vida humana, después de Dios, es lo más sagrado que existe. La persona goza de una dignidad que ha sido dad por su Creador, “es imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 27). Su imagen y semejanza con Dios no se refiere a las partes del cuerpo, ni nada material, ya que Dios es Espíritu (cfr. Jn 4, 24). Nuestra imagen y semejanza con Dios radica en nuestra inteligencia y voluntad. El hombre es un ser inteligente; capaz de encontrar la verdad y crecer en ella. Por su libertad elige aquello que desea y le hace mejor. La llamada inicial de la libertad no es otra que elegir a su Creador. Sin embargo, por instigación del Maligno, el ser humano abusó de su libertad y se apartó del Señor su Dios. Esto como consecuencia trajo confusión a su vida; confusión que aun hoy sufrimos.
En la primera lectura encontramos el deseo de Dios con su pueblo elegido: “sed santos porque yo Yahvé soy santo” (Lv 11, 44). La palabra santidad, en su idioma original, significa “lo que no es de la tierra”. El ser humano no es una simple materia, ni un producto de la evolución cósmica sino, que es un espíritu encarnado. El hombre fue creado para entrar en comunión con el Creador y hacer de su vida un santuario para que el Señor habitara en su corazón. El cuerpo del ser humano fue creado para adorar a su Creador y hacer de él mismo una digna morada. Por eso san Pablo recalcaba que el “cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19). Todo ser humano es templo de Dios porque en él reside la gloria de Dios. Decía san Agustín en el momento de su conversión “tu estabas dentro de mí…tú estabas conmigo” (Confesiones X, XXVII, 38).
Lamentablemente nos encontramos ante una sociedad que ha perdido el sentido de lo sagrado. La sacralidad de la vida es atentada constantemente. La miseria, el abuso de las riquezas, el constante ataque contra la vida humana desde su concepción, la belleza de la sexualidad, la unión de personas del mismo sexo, el abandono de los envejecientes, la esclavitud laboral, la violencia, la drogadicción y las leyes injustas son solo un panorama de la crisis de la dignidad de la persona. Ya no se ve al ser humano como un ser amado por Dios sino como un medio que puede satisfacer mis necesidades. Pero peor aun es que nos callamos ante estas injusticias que se cometen contra Dios y contra el prójimo. Nos hacemos de la vista larga y eso nos convierte en cómplices de la muerte de nuestro semejante. Hoy Dios nos pregunta al igual que Caín cuando asesino a su hermano, “¿dónde está tu hermano?” A lo que muchos de nosotros contestamos con irreverencia, ¿acaso soy guardián de mi hermano?” (Gen 4, 9).
En Jesucristo, Dios y hombre verdadero, recontáramos el sentido de la vida. La vida de Cristo es una constante oda al Padre de los Cielos. El Señor nos enseña que debemos amar a nuestros amigos y enemigos. Porque tanto uno como el otro son Templo de Dios. Esa es la llamada del Señor a sus discípulos, “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Por eso san Pablo nos llama a encontrar la imagen de Dios en nuestras vidas y asumir los mismos sentimientos de Cristo: “déjense reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20).
El camino de la reconciliación empieza cuando dejamos de odiar y empezamos a amar; cuando nos decidimos a levantar puentes y derribar las murallas que nos dividen. El papa Francisco lo recalcaba a los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia: “sean la civilización de los puentes y no de las murallas”. Levantamos murallas cuando no queremos mostrar nuestras heridas; cuando nos queremos defender de la vida; cuando no permitimos a los demás a entrar en nuestra historia; cuando tratamos de defender lo poco que nos queda de dignidad. Lo triste es que estas murallas también hacen una barrera contra Dios y no le permitimos una entrada sincera a nuestra vida.
El Señor Jesús es el ejemplo perfecto del amor. Cuando seguimos a Cristo estamos llamados también a asumir su misma vida. No desde un sentido humanístico-antropológico que lo puede realizar cualquier ateo; sino reconociendo en mí la dignidad que Dios ha depositado en mi vida. Empezaré a apreciar al otro, a mi prójimo, cuando empiece a valorarme a mí mismo. Si en nuestro corazón hay guerra; guerra le daremos a los demás, si hay paz; le daremos paz. Solo amándome y dejándome amar por Dios “seré perfecto como mi Padre es perfecto” (cfr. Mt 5, 48).
Esta perfección, esta santidad se nutre de un sacramento muy importante: la Eucaristía. Cuando recibimos al Señor en la Eucaristía, cuando le hablamos delante del Sagrario y le comentamos cómo nos va. Nos vamos haciendo más amigos de Dios cuando pasamos tiempo con Aquel que es dueño del tiempo. Y si le fallamos o nos desviamos de nuestro camino y fallamos a la llamada a la santidad, allí tenemos el sacramento de la reconciliación. EN este sacramento Dios nos mira con misericordia y nos perdona por medio de sus sacerdotes. Por medio del sacramento de la reconciliación el cristiano va transformando cada vez más su vida en la vida de Cristo.