Parroquia San Miguel Arcángel
La liturgia de este domingo, además de prepáranos para la fiesta de la Ascensión del Señor, tiene una invitación muy clara: vivir en la verdad. Para vivir en la verdad debemos encontrarnos con ella en el corazón. Como diría san Agustín “en donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios que es la Verdad misma” (Confesiones X, XXIV, 35). La verdad nos manifiesta quiénes somos nosotros en realidad, quiénes son los demás y quién es Dios. La verdad más que ser un cumulo de conocimientos enlazada entre varios criterios, es el encuentro con una Persona que da sentido a la vida y a la existencia.
“La verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre. De esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor”, dice san Juan Pablo II (VS. 1). El ser humano tiene un deseo en su corazón de conocer la verdad. ¿Dónde se encuentra esta respuesta que exige el corazón humano? En Jesucristo; la luz del rostro de Dios “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Hb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14): él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Por tal razón, como dice el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre solo se esclarece a la luz del Verbo encarnado” (GS. 22).
El ser humano ha sido llamado por Dios a conocer la verdad y alcanzar su felicidad en ella (cfr. 1 Tim 2, 4). Es la experiencia que surgió en Samaria cuando Felipe predicó el Evangelio. Dice la escritura que “la ciudad se llenó de alegría” (Act 8, 8). La alegría brotó de la verdad del Evangelio. La predicación del Evangelio manifiesta al hombre el sentido de su vida. ¿A quién no alienta una palabra de Jesús? ¿Quién no se ha identificado con esa palabra de verdad que abre el entendimiento y alienta a la voluntad? Con mucha razón decía san Agustín, “La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste es gozo de ti, que eres la verdad…Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad (Confesiones, X, XXII, 33).
El apóstol san Pedro nos motiva a dar razón de nuestra esperanza. Nuestro mundo moderno nos dice igual que los atenienses a san Pablo cuando predicó en el areópago. Ellos le preguntaron “¿podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú expones? Pues te oímos decir cosas extrañas y querríamos saber qué significan” (Act. 17, 19-20). Muchos nos preguntaran por qué creemos en Cristo. Nos exigirán razones de nuestra fe. Lo cierto es que no podremos dar razón de ella sino conocemos la verdad, pero sobre todo si no tenemos una relación con el Señor que es el Camino, la Verdad y la Vida.
El Espíritu Santo es el espíritu de la verdad. Él es el abogado que pone palabras en nuestra boca para anunciar y dar razón de nuestra esperanza. Mostramos la Verdad de Dios, no por medio de inventos científicos, ni de teorías, ni sistemas elaborados de conocimiento. La Verdad se manifiesta en nuestra vida, porque “la Verdad nos hace libres” (Jn 8, 32). Por ella podemos actuar con libertad, asumir el Bien mayor. Esta libertad alcanza su plenitud cuando está orientada a Dios, de lo contrario está a la merced de la inconstancia de las pasiones, de las emociones que se pierden en un ejercicio egocéntrico de las cosas e incluso de las personas.
Quien no vive en la verdad acaba por vivir en una mentira. “Muchos viven del cuento”, decía mi abuelo. No viven una vida real, aunque digan que son “reales hasta la muerte”. Les sucede lo que decía aquel famoso dramaturgo francés llamado Dedis Diderot: “gozamos de un sorbo de la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”. El Espíritu de la verdad nos manifiesta el verdadero camino. Habita en nuestro interior para invitarnos a vivir una vida con sentido, con una orientación decisiva. Quien vive en la verdad es capaz de ser libre de las ataduras del pecado y de sí mismo: el esplendor de la verdad nos hará libres, esplendor que brota del Espíritu Santo.