Parroquia San Miguel Arcángel
“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, dice el Señor. Durante este tiempo, junto con los apóstoles hemos escuchado sus palabras, hemos compartido y dialogado con el Señor. Pero ha llegado la hora de volver al Padre. Inevitablemente nos vienen a la memoria los sentidos versos de Fr. Luis de León: “Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro...”. No podemos recordar el acontecimiento de fe sin que nos traicione el corazón con sus sentimientos ante la despedida. Sin embargo, tales sentimientos, por más que naturales, están muy lejos del evangelio, que es la buena noticia de la presencia de Jesús que nos promete seguir con nosotros hasta el fin. No es una despedida, sino el inicio de un tiempo de gracia; de un tiempo de Dios; de una nueva etapa en la historia de salvación.
El tiempo de la cincuentena pascual fue un tiempo de preparación. Cristo enseñaba a los discípulos cómo sería su presencia a partir de la Ascensión a los cielos. Es el sentido de los domingos de pascua que hemos meditado. El primer domingo de pascua hemos visto a Cristo resucitado vivo realmente para la gloria de Dios Padre; el segundo domingo lo hemos visto vivo en el Perdón del Padre; en el tercer domingo lo hemos visto vivo en la fracción del pan; en el cuarto domingo lo hemos visto como el Buen Pastor que nos lleva a la vida eterna; el quinto domingo lo hemos visto como el camino, la verdad y la vida; el sexto domingo lo hemos visto como el que nos promete el Espíritu de la verdad y el domingo de la Ascensión sintetiza toda su presencia en la promesa de que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cristo con su compañía en este tiempo nos deja claro que no se ha ido, no se ha desentendido, sino que camina con nosotros, pero de una manera distinta.
La ascensión marca el nuevo tiempo de Dios. Esta época es el tiempo del Espíritu Santo y de la Iglesia. La Iglesia se torna en la prolongación de la encarnación del Hijo de Dios y el Espíritu Santo hace presente por medio de los sacramentos, de la liturgia y de la caridad la vida de Cristo Resucitado. Por la fe somos llamados ser parte de la misión de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo. Por tal razón el cristiano está llamado a espabilarse y tomar parte de la misión. Nuestros viejos nos dirían, “no te duermas en los laureles”. Ante la misión que el Señor nos ha dado por el bautismo, el cristiano esta llamado a no dormirse en los laureles. ¿Cuándo corremos el riesgo de dormirnos en los laureles? La fe es el remedio para despertar del sueño y de la parálisis espiritual.
La Ascensión nos manifiesta que somos el cuerpo de Cristo. El Señor por medio de nosotros llega a cada cubujón de la tierra que necesita un rayo de esperanza. La pandemia nos ha mostrado que Dios esta presente y obra por medio de los hombres como los doctores, enfermeros, autoridades, etc. Dios obra en el padre de familia, en la madre de familia, en fin, en cada cristiano. Cada uno de nosotros cuando asumimos lo que somos dejamos que Dios obre por medio de nosotros. Así se cumple la Escritura: “no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). Cristo quiere llegar al mundo por la predicación, la caridad, la piedad, el culto y otros caminos más. Por eso alégrate porque te ha tenido en cuenta a ti.
Cristo es la cabeza y nosotros somos su cuerpo. Vivimos por la cabeza que esta en el cielo y obra en medio del mundo por nosotros que somos su cuerpo; cuerpo que está unido por el Espíritu Santo. Por eso llega a nosotros su gracia y somos elevados al cielo. Por esa unidad del Espíritu somos fortalecidos, nunca abandonados y siempre acompañados. En él, tenemos la fuerza para mirar al cielo y encontrar en las alturas al Dios que hace tanto por nosotros.
Para mirar al cielo Cristo ha ascendido y para merecerlo el Espíritu Santo ha descendido. Por eso no somos huérfanos a la suerte de este mundo. El azar no controla nuestra vida; la incertidumbre no posee nuestra esperanza. “El Señor esta con nosotros y estamos alegres”, dice el salmista. No hemos sido abandonados sino fortalecidos, lanzados a una nueva etapa: la etapa del Espíritu; la etapa de la Iglesia. Una etapa que ha tenido un tiempo de dos mil años de peregrinación, de predicación de la Palabra y de recepción de los sacramentos de forma ininterrumpida. Dos mil años y gozamos de la promesa del Señor, “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18); “estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20); “no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Alegrémonos con María Santísima mujer que peregrina con la Iglesia. Anunciemos el Reino de Dios, alegrémonos de su presencia, defendamos la gracia que nos viene de lo alto.