Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo
“Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano”, dice el Salmista (Ps. 106, 23). En este domingo XII del tiempo ordinario, la fe de los discípulos es puesta a prueba. Una tempestad se levanta en el mar. Las barcas están en aprietos y con ellas sus tripulantes. La desesperación llega a tal punto que la confianza flaquea y el reclamo no se hace esperar: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” (Mc 4, 38). El impacto de los que iban a bordo era que Jesús, ante la tormenta duerme. Escucha su reclamo, despierta y manda a callar a los vientos. Desde ese instante se produjo una gran calma y el Señor reclama a los discípulos su incredulidad. Aun hoy el Señor nos reclama. Muchas veces perdemos la fe con cualquier viento que zarandea nuestro corazón.
Nuestro corazón es como la nave del Evangelio. En él llevamos rostros, experiencias, deseos y sobre todo al Señor. Muchas veces nuestro corazón es invitado a “cruzar a la otra orilla” (Mc 4, 35). El Señor como a los discípulos nos invita a cruzar el corazón; a cambiarlo de lugar; a ponerlo en marcha del encuentro con los demás y con Dios. La fe en el Señor nos mueve a “remar mar adentro” (Lc. 5, 4). Nos invita a meternos en la profundidad del amor de Dios. Sin embargo, esa barca que es nuestro corazón será agitada por las tempestades revestidas del pecado, el mundo, la carne y el Maligno. Ya lo decía el autor del libro del Eclesiástico: “hijo si te decides seguir al Señor, prepárate para la prueba” (Sirácide. 2, 1). El Señor nos invita a confiar en su poder a pesar de la fuerza de las olas, de la tempestad y la despiadada lluvia.
El Señor nos da prueba de su fidelidad. Bastaría con ver la vida de Job en la primera lectura. Job enfrentaba una tormenta real en su vida. Había perdido a sus hijos, sus pertenencias, y todo aquello por lo que trabajó toda su vida. Lo más chocante de su vida es que Job no hizo nada malo, fue un hombre justo. Sus amigos y su esposa lo invitaban a maldecir al Señor o aceptar el mal que había realizado. Pero Job tenía su corazón en las manos de Yahvé, Dios. El mismo Señor le consuela y le muestra que su omnipotencia no puede ser superado por la tempestad: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá la arrogancia de tus olas” (Job 38, 11).
Quien navega con Cristo no esta a la deriva del naufragio de la vida. Es la promesa que el mismo Jesús hizo a la Iglesia. La Iglesia es la barca de Pedro que ha sido navegada por 21 siglos. Ha tenido que pasar por varias tempestades y dificultades, pero no ha perecido porque Cristo va en ella y la protege. El papa emérito Benedicto XVI en su última Audiencia General celebrada en San Pedro se lo recordaba a los fieles de la diócesis de Roma: “me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido” (Benedicto XVI, Audiencia General, 27 de febrero de 2013).
Es tiempo de poner el timón de nuestra vida, de nuestro corazón y de nuestro futuro en Jesucristo. Para llegar a la orilla de la santidad debemos entrar en la barca de la Iglesia junto al mejor marinero. Dejar atrás la orilla que estamos acostumbrados para empezar la aventura de la fe. Cuando decidimos salir de la orilla el Señor nos dice como a los discípulos: duc in altum; navega a lo profundo. Ve tras la barca de la Iglesia, allí encontrarás a Cristo, con Pedro a su cargo. Lancémonos a la aventura de la fe y seremos testigos de la fuerza de Dios. Que María estrella del Mar nos ilumine para navegar al encuentro de Cristo.