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Reflexión del Segundo Domingo de Cuaresma

3/7/2020

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Rev. D. José L. Ocasio Miranda
Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo

“Venid subamos al monte del Señor” (Is 2, 3). En las religiones del mundo el monte es un lugar místico y especial. Es el lugar donde los dioses se revelan y entran en contacto con los mortales. Los mitos griegos nos lo presentan con el Olimpo, los taínos tenían su lugar de culto en lo alto de las montañas de nuestra isla. En esas alturas las religiones politeístas empezaron a construir templos con grandes escalinatas para ofrecer sacrificios a los dioses. Así los montes se tornaron un lugar de encuentro con experiencias místicas.

Dios utiliza en la historia de la salvación el Monte para manifestarse a los hombres. Yahvé, conocedor del corazón del hombre, utiliza aquello que le es familiar. Así Yahvé se manifiesta a Moisés y a Elías en el Sinaí. Es en el Monte santo, en su altura hermosa, en la cual Yahvé, Dios, empieza a crear una alianza con el pueblo elegido. La manifestación, la epifanía de Dios en el monte, expresa un núcleo central en la revelación: es el lugar donde Dios revela al ser humano su voluntad, pero sobre todo manifiesta su gloria.

Moisés recibió la Ley y Elías la Palabra de Dios: Cristo le ha dado su plenitud. En el evangelio encontramos que Jesús sube al monte. Sube al Tabor con sus discípulos más cercanos. Jesús. Los apartó del bullicio de la ciudad, de los comentarios de las gentes, incluso de los demás discípulos para mostrarle algo grande que tendría cumplimiento al final de su vida. Dice el evangelio que “en presencia de ellos Jesús cambió de aspecto”. Este misterio se conoce como transfiguración. La palabra griega que emplea el texto original dice que no era un aspecto de este mundo. Los mismo sucedió cuando Jesús se hizo el encontradizo con los discípulos de Emaús, ya que lo “conocieron al partir el pan”.

La gloria de Dios se ha manifestado a los discípulos. Cristo es la gloria misma. Dice el catecismo de la Iglesia católica que el hombre cielo es contemplar a Dios, pero el numero 1025 nos dice que “vivir en el Cielo es estar con Cristo”. La transfiguración de Jesús también muestra que el ser humano fue creado para estar en amistad con Dios. Esta amistad se define como santidad: “sed santos porque Yo vuestro Dios, soy santo”. Nada impuro entrará en el Cielo, sino solo aquellos que se han dejado transfigurar por el Señor.

La aparición de Moisés y Elías es fundamental. Dice la carta a los Hebreos “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo; el cual, siendo esplendor de su gloria e impronta sustancia, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb. 1, 1-3). En este texto Cristo se manifiesta como la plenitud de la Ley y de los profetas. En Él se cumplen las Escrituras santas y sólo en Él debe entenderse la salvación del ser humano.

Para dar testimonio del designio de Dios, Jesús lleva consigo a sus discípulos. Los apóstoles Pedro, Juan y Santiago constituyen los pilares de la Iglesia primitiva. Pedro testigo de este evento. Así lo expresa en su segunda Carta “os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1, 16). Pedro da testimonio y dice a la comunidad cristiana lo que debe creer. Es el oficio principal del santo Padre: “confirmar a los creyentes en la fe, de la fe que él mismo fue testigo de primera mano”. La compañía de Juan y Santiago tampoco es accidental. Para la mentalidad judía cuando uno iba a declarar algo debía tener dos o más testigos. Juan y Santiago eran los testigos de Cristo y de Pedro para enseñarnos el designio del Padre en su Hijo. ¿Cuál es ese designio? Ser hijos de Dios en su Hijo.

Una voz sale del cielo y exclama en medio de una nube: “este es mi Hijo amado, al que miro con cariño; a él han de escuchar”. Los discípulos se asustaron pues escuchar o ver la oz de Dios equivalía en la tradición judía a morir. Por eso se echan al suelo, llenos de miedo a la muerte. Pero he aquí el gesto que aparta de ellos el temor: “Jesús se acercó, los tocó y le dijo: levántense, no teman”. ¡No teman! Es el consuelo más grande que podemos recibir del Señor. No temas a la muerte; no temas a las contrariedades; no temas al mañana y a su misterio, el Señor esta contigo.  
Esas palabras de Jesús llenan de consuelo a sus discípulos y ellos levantan la vista. Ya no estaba Moisés, ni Elías, la voz desapareció, la nube se disipó, sólo vieron a Jesús. Hoy Cristo nos invita a subir al monte junto a él. Nos motiva a mirar la gloria de Dios; el cielo que nos tiene preparado. Es un cielo donde no hay temor sino solo amor, porque “Dios es amor” (1 Jn 4, 7). Cristo quiere revelarse en nuestros corazones. Las cimas de la tierra por más altas que sean no nos pueden llevar al cielo que deseamos; solo la montaña de nuestro corazón, nuestro templo interior, santificado por el bautismo, formado por la Iglesia, morada del Espíritu Santo puede acercarnos al Señor. La gloria de Dios quiere hacerse presente en nuestras vidas; quiere transfigurar nuestra forma de ser. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Dios no se complace en la muerte del pecador, sino que quiere que se convierta y viva. Decía San Ireneo de Lyon, obispo del siglo II, que “la gloria de Dios es que el hombre viva”.
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Por último, el Señor les dice a sus discípulos que no digan nada hasta luego de su resurrección. La palabra resurrección es interesante. En el texto griego manifiesta el poder de Cristo sobre el pecado y la muerte. Cristo levanta la mirada de aquellos que sienten que no hay esperanza, levanta a los paralíticos que no pueden caminar y levanta de la muerte a Lázaro para mostrar su gloria a los hombres. Su gloria no es otra que la vida del hombre. Por eso el enemigo esta constantemente luchando contra el hombre para que muera en pecado. El maligno no quiere que el hombre viva, sino que muera en la desidia de su pecado. Cristo ha venido a vencer a la muerte por medio de la cruz, por sus llagas hemos sido salvados. Nadie nos podrá arrebatar de su mano si nos confiamos en él y obramos conforme a su voluntad. Por eso, estemos alegres, corramos al encuentro del Señor y digamos como el profeta Isaías “venid subamos al monte del Señor”.

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