Parroquia San Miguel Arcángel, Cabo Rojo
“Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá para siempre”, dice el Señor. Los pasados tres domingos hemos sido testigos de una catequesis preparatoria a la Pascua de Resurrección. Cada uno de los evangelios, desde la mujer samaritana hasta Lázaro, manifiesta un misterio del bautismo. Para acoger el misterio de salvación de Cristo debemos convertirnos como la samaritana, dejarnos sanar por el mensaje de Jesucristo para ver la obra de Dios como el ciego de nacimiento y poder alcanzar la vida eterna como Lázaro. Todo esto muestra lo importante que es la vida del hombre para Dios: tanto en su necesidad material como en su realidad espiritual.
El ser humano tiene una dignidad que debe ser protegida a toda costa. Todos los derechos humanos brotan de un sólo principio: salvaguardar la vida. El ser humano ama la vida. Por eso la protege, la guarda, la aprecia y respeta la vida de aquellos que les rodean. La vida es el don más preciado que tiene el ser humano, pues procede de la misma mano de Dios, (cfr. Gen 1, 26). Dios coloca a la persona humana se presenta como su efigie en la tierra; imagen que llega a su plenitud en la persona del Verbo encarnado. No obstante, ante este deseo de vida, se manifiesta también una antagónica realidad: la muerte.
Dice la carta a los Romanos que la muerte entró en el mundo por el pecado (cfr. Rom 5, 12). Sin embargo, debemos precisar que la muerte de la que habla el apóstol no es la muerte corporal, ya que esta responde a un proceso natural, sino aquella que nos hace perder el cielo y la vida de la gracia. Es decir, el hombre por el pecado original pierde su amistad con Dios, la vida de la gracia y la vida del Espíritu. En otras palabras, pierde una parte esencial de su existencia que es la parte espiritual. Sin esta vida espiritual no queda otra opción sino caminar como un muerto viviente por la vida. Nuestros abuelos decían que vivir sin rumbo fijo es un “andar por la vida dando tumbos, tropezando constantemente, con uno mismo y los demás”. De nada vale vivir sino vivimos el propósito mayor de nuestra vida que es estar unidos a Dios. Sin Dios, la vida del hombre es solo un sin sentido: un sepulcro sin salida.
Jesucristo, por su pasión, muerte y resurrección nos devuelve la vida de la gracia. El designio de Dios es claro. El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr. Ez 18, 23). Lo más preciado para Dios es nuestra vida por eso envía a su Hijo amado para reparar y rescatar lo que estaba perdido. Nuestra vida, para Dios, vale toda la sangre de Cristo.
Vivimos ante un mundo que no es muy aliado de la vida espiritual ni corporal. En ocasiones la mide por su valor de producción, por su utilidad y beneficios. La vida de la persona humana es contemplada en muchas ocasiones como un número que aparece, decrece o crece en la bolsa de valores. Hemos llegado al extremo de manipular el don más preciado para gozar de pasiones o de momentos de “felicidad” que sólo contribuyen a ampliar el vacío de la existencia.
San Juan Pablo II nos decía en su encíclica el “Evangelio de la vida” que nos enfrentamos ante una sociedad que promueve la cultura de la muerte. En esa cultura de la muerte encontramos el aborto, la unión de personas del mismo sexo, la inseminación artificial, la eutanasia, la falta a los derechos humanos fundamentales, la droga, la prostitución, el contrabando, el ataque a la familia como una institución patriarcal arcaica, etc. En todas estas situaciones hay rostros y no simplemente números que son parte de unas estadísticas sociales, políticas y gubernamentales. Esos números son personas que sufren a diario la indiferencia de la sociedad. Más aún son empujados a pensar que su vida no vale nada ante el mundo. Pero el Señor sale al encuentro de estas personas y les dice, “yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Aunque las situaciones de estas personas les hagan parecer como muertos en vida, el Señor les ofrece la Vida verdadera aún en medio de sus situaciones.
Jesucristo se presenta como la vida ante el ya mencionado panorama de desolación. Cristo ha venido a redimir al hombre en su totalidad. Desde su alma hasta el cuerpo; porque el ser humano es cuerpo y alma. Ha venido a resucitar no sólo el espíritu herido por el pecado, sino también a levantar el cuerpo víctima del pecado propio y de los demás.
Cristo ofrece una nueva vida. Una vida diferente a la que ofrece el mundo. Cristo nos invita a vivir con un sentido, con un rumbo fijo. El cristiano sabe a dónde se dirige; sabe cuál es el itinerario de su vida. Decía un escrito del siglo II sobre el rumbo de la vida de los cristianos: “viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo” (Carta a Diogneto, 2). Nuestra ciudadanía esta en el cielo, nuestro fin es el cielo, por eso “el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”, dice el Señor.
Nosotros los cristianos debemos volvernos promotores de la vida. No tan sólo de la vida material sino también de la espiritual. Muchas veces hemos escuchado que hay personas con muchas cosas materiales y poco amor. De la misma forma sucede en la vida del espíritu: tendremos lo necesario para vivir, pero no para vivir la vida eterna. Nosotros estamos llamados a cultivar la vida del Espíritu en aquellos que andan por la vida sin un rumbo fijo. Sin embargo, queridos hermanos el Señor también nos pregunta como a Marta, “¿Crees esto?”
Pidamos al Señor la gracia de apreciar la vida y de ponerla en sus manos. No solo en sus dimensiones materiales, sino también y sobre todo en las necesidades espirituales que son muchas.