Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed” (Jn 6, 35). En la filosofía moderna y contemporánea que estudiamos en nuestras universidades circula un pensamiento pesimista y existencialista. Pensadores como Martin Heidegger, Frederick Nietzsche entre otros han estipulado que el ser humano es un ser para la muerte y han proclamado la “muerte de Dios” (Nietzsche). El mundo moderno ha bebido de estas filosofías y ha llevado al ser humano a dejarse de preguntar por la vida eterna. Como decía un antiguo adagio romano, “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Pero ¿este es el fin de la vida? ¿vivir para morir? No tiene mucho sentido. Por eso la Revelación de Dios viene en nuestro auxilio y nos dice que el ser humano fue creado por Dios para la vida eterna. Para vivir esa vida el Señor nos ofrece su cuerpo y su sangre bajo las apariencias de pan y vino. La Eucaristía es el alimento que nos da la vida eterna.
El pueblo de Israel en el Antiguo Testamento peregrina por el desierto tras la promesa de la tierra prometida. Pero el pueblo empezó a murmurar contra el Señor. Creyó que Yahvé, Dios, le había abandonado. El Señor manifiesta su poder al decirle a Moisés que los “hartaría de carne y pan” (cfr. Ex. 16, 12). Aquí surge el milagro del maná. La expresión “maná” es una dicción hebrea que significa “¿qué es esto?” El maná no es simplemente pan sino también las aves que pasaron por un momento irregular por el desierto. Realmente era un milagro: la comida les viene desde el cielo. El Señor no deja desprovisto al ser humano de lo que necesita, sino que le da lo necesario para vivir.
El Señor no solo da lo necesario para esta vida sino también para la vida eterna. El hombre no fue creado simplemente para comer, disfrutar y gozar la vida. Es un error decir que “la vida se hizo para vivirla”. Su existencia no se limita a bienes efímeros. La vida del hombre esta llamada a perseguir las alturas del cielo. San Agustín expresa este misterio antropológico en sus Confesiones: “porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, 1, 1, 1). El hombre moderno anda inquieto buscando en dónde descansar. Pone su descanso en los bienes efímeros y deja su alma saturada de preocupaciones inútiles. El mismo Israel lo entendió ya que “no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cfr. Dt. 8, 3b).
El maná es la figura del gran milagro que viene del cielo. Este alimento es solo el anticipo del gran alimento celestial. “Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envío a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley” (Gal. 4, 4). Jesús es el verdadero pan de Vida. El Señor en el momento de la última cena da el verdadero alimento: su cuerpo y su sangre bajo las apariencias del pan y de vino. El Hijo de Dios por medio del misterio de la encarnación habita en medio de nosotros y por el milagro eucarístico viene a habitar en nuestros corazones. Jesús es el verdadero Maná que nos viene del Cielo. La Palabra de Dios se hace comida para que podamos vivir para siempre. El mismo Jesús lo dice: “yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6, 51).
El tesoro más grande que tiene la Iglesia es la Eucaristía. El papa san Juan Pablo II nos lo recordaba en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, “Iglesia de la Eucaristía”:
“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza” (EE. 1).
Ciertamente el cristiano no puede vivir sin Jesús sacramentado. Él es el verdadero maná bajado del cielo. No podemos caminar el camino de la vida eterna sin este Misterio de fe. Por medio de la Eucaristía Jesús se hace comida y compañero de camino. Nos vuelve a nosotros Sagrarios en medio del mundo.