Parroquia San Miguel Arcangel- Cabo Rojo P.R.
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Dedicación de la Basílica de Letrán

11/9/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Por segundo domingo consecutivo, se interrumpe la “Lectio continua” del Evangelio de Lucas, esta vez recordar la Dedicación de la Basílica de Letrán. La fiesta de hoy nos ha podido llegar un poco por sorpresa. Podíamos pensar que era un domingo más, ya al final del año litúrgico; pero de repente se nos dice que estamos ante el recuerdo de una dedicación. Lo podemos aceptar de buena gana, porque también celebramos al Señor, que en este evangelio se nos ha presentado como el verdadero templo.

Diremos dos palabras sobre estas dos realidades. En Roma existía un palacio de Letrán, que era propiedad de la familia imperial. Pero en el siglo IV, cuando el cristianismo pasó de ser religión perseguida a religión aprobada, favorecida y más o menos oficial, ese palacio pasó a ser residencia de los papas.

La Basílica es grandiosa. Es la primera gran basílica cristiana de Roma y la catedral del Obispo de Roma, lo que la convierte en la madre y cabeza de todas las iglesias del mundo. Construida por el emperador Constantino, quien donó los terrenos al Papa Melquiades, la basílica fue originalmente dedicada al Santísimo Salvador y posteriormente añadidos los nombres de San Juan Bautista y San Juan Evangelista.

En sus naves se han desarrollado cinco concilios ecuménicos. Tenéis que pensar que la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, donde reside actualmente el Papa, no existe sino desde el siglo XVII. En San Pedro se han celebrado sólo los dos últimos concilios ecuménicos. La basílica de Letrán es, por tanto, mucho más antigua. Además, el nombre de Letrán va unido al tratado del 11 de febrero de 1929, mediante el cual se establece el estatuto civil de la Santa Sede. El tratado fue firmado entre Mussolini y el Papa Pío XI.

Como veis, eso son informaciones históricas, unos brevísimos apuntes sobre la basílica del Papa por antonomasia, muy anterior a la Basílica de San Pedro.

Pero lo que más nos interesa es saber que, más allá de estos templos majestuosos de Roma, hay un Templo, la persona misma de Jesús, que es el lugar donde la gloria de Dios ha habitado por antonomasia. Sí, en Jesús Dios nos ha mostrado el esplendor de su gloria. El grandioso templo de Jerusalén quedó destruido, no quedó de él piedra sobre piedra. Sucedió con el primer templo y volvió a suceder con el segundo templo.

En cambio, Jesús es eterno, y en él tenemos acceso a Dios siempre, en todo momento y en todo siglo. Él es también el fundamento sobre el que está construida la Iglesia de Dios que formamos todos nosotros. Sólo asentados sobre él podemos desafiar al tiempo que acaba con todas esas grandiosas construcciones. La celebración es un signo universal de unidad con el Romano Pontífice y una invitación a reflexionar sobre el templo que cada creyente es en el Espíritu Santo.

El templo, en la primera lectura, es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Por eso aparece en el lugar central en la visión de Ezequiel. El agua que mana del templo sugiere que todas las bendiciones que recibe Israel provienen de Dios. El agua es la fuente de vida, escasea en Israel, y sin ella no se puede vivir. Se suele asociar a la presencia de Dios. Por ello el agua que mana del templo tiene capacidad para fecundar la tierra desértica de Judá e incluso es capaz de sanear las aguas saladas del Mar Muerto, en el que no podía haber vida. En el templo se puede encontrar esa fuerza, uno puede sentir que se sanean todas las malas sensaciones que podamos tener.

El templo era el lugar de la presencia de Dios, y Pablo hoy asegura que ahora Dios está presente en la comunidad creyente. Así como, en tiempos de la Antigua Alianza, Dios residía en el templo, ahora el Espíritu de Dios habita en los creyentes, «nuevo templo» de Dios. Tal concepción tiene como corolario la dignidad extraordinaria del creyente que es, por tanto, lugar santo por excelencia, ámbito de presencia de Dios en el mundo. En consecuencia, todos deben ser tratados con respeto y veneración.

Ya sabemos que el verdadero templo de Dios es el hombre. Pero también es verdad que necesitamos de sacramentos de su presencia. De agarraderos que faciliten nos recuerden que sigue vivo entre nosotros. Somos conscientes que, el amor, tiene consistencia en sí mismo (pero la alianza en las manos de los contrayentes lo visibilizan y lo comprometen). De sobra conocemos que la paz es fruto de la justicia (pero realizamos gestos que nos ayuden a conseguirla). El templo, en ese sentido, nos ayuda a celebrar y vivir, escuchar y palpar el amor que Dios nos tiene. Es un rincón al que acudimos, no exclusivamente para encontrar a Dios, pero sí para dedicarle enteramente un espacio del día o de nuestra vida.

Somos templos vivos de Dios. Y precisamente por ello, porque somos templos vivos de Dios, necesitamos construirnos día a día. Mejorarnos y renovarnos. Cuando acudimos a un lugar levantado en piedra, contemplamos y caemos en cuenta de la vida y de la riqueza espiritual de una comunidad que cree en Jesús y que necesita de la reunión para confortarse y ayudarse, proclamar su Palabra y llevarla a la práctica. Cada iglesia, en cientos lugares del mundo, se convierte en un estandarte que pregona la presencia de un grupo que espera, intenta vivir y seguir las enseñanzas de Jesús Maestro. “Sólo podremos edificar un mundo mejor si nos edificamos, primero, a nosotros mismos”.
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La belleza del templo católico es precisamente la comunidad que celebra y se congrega dentro de él. La mayor inversión que podemos hacer es precisamente vivir lo que escuchamos dentro de cada espacio sagrado. Ser coherentes con lo que decimos con lo que nos importa en nuestra vida. La Dedicación de la Madre de todas las Iglesias (San Juan de Letrán) nos invita cada día a ofrecer nuestro corazón y nuestra vida hacia Dios, para hacer de nosotros mismos un templo vivo, eficaz y real para Dios.
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October 12th, 2025

10/12/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

​Seguimos acompañando a Cristo en su camino a Jerusalén. A veces le recibían bien, por donde pasaba, otras, no tanto. Es que no puedes agradar a todos, cuando vas por ahí diciendo verdades que no gustan.

Antes, en la primera y en la segunda lectura, tenemos algunos puntos para la reflexión.

En el Libro de los Reyes asistimos a una curación milagrosa. Nos encontramos en la segunda mitad del siglo IX a.C. Los sirios han extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es el general Naamán, comandante en jefe del ejército. Lo tiene todo, pero ha enfermado de lepra, la incurable (en su época) enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día, una chica israelita, capturada durante un ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Se trata de Eliseo, el discípulo de Elías.

Lógicamente, Naamán se pone en marcha y va a visitarlo. Seguro que, por el camino, iba imaginando cómo serían el encuentro y la curación. Pero cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Con eso se curará. Naamán se enfurece. Está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga una invocación a su Dios, algún rito, una imposición de las manos, algo. Nada de eso. El profeta ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de volverse a su tierra, cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el hombre de Dios le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden, como es lavarse siete veces en el río?

Siendo humilde, aceptando el consejo, Naamán se curó no solo de la lepra corporal sino también de la del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Como signo de su conversión, se lleva a su casa sacos de tierra de Israel, para seguir dando culto a ese Dios que le ha salvado. Podemos decir que gratuitamente recibió dos curaciones. Un verdadero regalo de Dios. Porque, como dice el salmo de hoy, “el Señor revela a las naciones su salvación.” A todas. Basta con ser humilde, y aceptar lo que Dios (y sus enviados, sus “ángeles”) nos digan.

En esa idea abunda y profundiza el apóstol san Pablo. Su vida estaba siempre unida a Cristo, y, como él dice, “por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús.” La misión por encima de todo.

Cuando escribe esta carta a Timoteo está preso en Roma, y se siente algo abandonado por los suyos. Pese a todo, confía en que la Palabra sigue expandiéndose, porque “la palabra de Dios no está encadenada”. Esta Palabra seguirá dando mucho fruto, pese a las dificultades, y por eso es preciso conservar la serenidad y alegría, ya que es un mensaje de paz y de amor.

No es difícil entender que lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de la Verdad, con mayúscula, que dicen las cosas claras y denuncian la injusticia deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones. Incluso dentro de la propia comunidad.

La salvación llega también para los leprosos que se encuentran con Jesús en el camino. La lepra, lo hemos dicho al comienzo, no tenía cura. Solo Yahvé, si se expiaban los pecados de toda una vida, podría llevar a cabo el milagro y devolver la salud. No podían entrar en las ciudades ni, mucho menos, en el templo. De modo que los leprosos se sentían rechazados por los hombres y por el mismo Dios.

Tenemos la posibilidad, a la luz de la Palabra, de revisar cómo nos relacionamos con los leprosos de hoy en día, con aquellas personas a las que nadie quiere, olvidados de todos; quizá en nuestro propio bloque de vecinos, quizá en el trabajo o en las clases… San Francisco de Asís, a raíz de su encuentro con un leproso, fue capaz de dejarlo todo y cambiar de vida. Quizá nosotros podamos aprender algo de los leprosos de hoy.

Los diez protagonistas del Evangelio de hoy se quedan a distancia, y en grupo le piden al Señor que tenga compasión de ellos. Juntos saben que pueden hacer más fuerza. “Ten piedad de nosotros”. Seguramente, esperaban alguna limosna, que les permitiera vivir un poquito mejor. Pero reciben algo insospechado, que no podían ni imaginarse: la curación. Eso sí, una curación a cámara lenta, no inmediata. Quizá para que, mientras van andando, puedan caer en la cuenta de lo que les está pasando.

De los diez leprosos, sólo uno vuelve para dar gracias a Dios. Dice algún autor que la elección del número diez no es casual. El número diez indica la perfección, la totalidad. Los leprosos del evangelio representan, por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Con esa cifra, Lucas nos está diciendo que todos, judíos y samaritanos, somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que solo la Palabra de Cristo puede curar. Por eso tenemos que confiar, pedir y después de andar el camino, ser capaces de escuchar, como el samaritano, que “tu fe te ha salvado”.

Revisemos, entonces, nuestra capacidad de pedir y de dar; de poner en la balanza lo que pedimos a los demás y lo que damos a los demás; revisar también si somos capaces de dar gracias a Dios por todo lo que Él hace por nosotros, desde conservarnos la vida hasta poder celebrar la Eucaristía, el alimento, los amigos, la familia… Es bueno que, de vez en cuando, caigamos en la cuenta de que todo lo recibimos de Dios, y le demos gracias.
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Ojalá nuestra oración tenga en cuenta este aspecto, y seamos buenos hijos, agradecidos. Decir gracias no cuesta nada y alegra a los otros. Y si somos capaces de hacer la vida más fácil a los demás, entonces estaremos construyendo el Reino de Dios. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no sólo respetar a los demás, sino la de ser agradecidos y saber procurar el bien de todos, como a hermanos nuestros, hijos de un mismo Dios y Padre. Amén.
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Comentario al Evangelio de Hoy Domingo 5 de Octubre

10/4/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Se ve que los Apóstoles veían que, con su nivel de fe, no llegaban a los mínimos que les pedía el Señor. Hay veces que creer, confiar se vuelve difícil, demasiado difícil. Entonces, como los Apóstoles, solemos decir: ¡no tengo fe para tanto! Nuestra fe no se adecúa a la realidad terrible; queda como agazapada, deprimida y angustiadamente suplicante. A lo más que llegamos es a la resignación.

A la gente de hoy le gustan las cosas que se ven. Nosotros, los católicos, somos también hijos de nuestro tiempo. Y el Evangelio nos habla de fe. Algo abstracto, que no se ve. La fe, ¿qué es? ¿Para qué sirve? Porque los cristianos decimos que tenemos fe. Esa fe, decimos, nos ayuda a seguir caminando hacia delante, incluso en los peores momentos, incluso cuando la muerte o la enfermedad se acerca a nuestro lado.

Porque tener fe no significa que no haya problemas, o que no nos duelan las muertes de los seres queridos. Tenemos permiso y hasta derecho a afligirnos. No se nos prohíbe la tristeza. Pero se nos invita a acogerla muy a fondo, porque también la tristeza y el dolor tienen un sentido. ¬Lo único a que lo no tenemos derecho es a afligirnos como se puedan afligir otros, los que no tienen fe ni esperanza.

El profeta Habacuc, seguramente, tenía fe. Por eso el Señor le da una tarea, la de denunciar la injusticia. Pero era tanta, que le desborda. Por eso interroga directamente a Dios, con una pregunta que también nosotros podemos hacernos: ¿hasta cuándo?

La respuesta de Dios es desconcertante. No da explicaciones, sino que pide fe, o sea, una confianza sin condiciones, absoluta. Comprende perfectamente las quejas del pueblo y del profeta. Entiende que no todos pueden aceptar la aparente tolerancia divina hacia los malvados. Pero lo que pasa es que la prosperidad, la alegría, la buena vida de los malos, en realidad es el principio de su ruina. Al final, en el momento de rendir cuentas, se condenarán por sus obras inicuas. En cambio, para el justo, para el que tiene fe, se abrirá el camino de la salvación, o sea, de la vida eterna.

También apela a la fe Pablo en la segunda lectura. Al final del siglo I existían falsos maestros que difundían doctrinas erróneas, extrañas y fantásticas, y comienzan a infiltrarse en las comunidades cristianas. La adhesión a dicha interpretación errónea del Evangelio conduce a graves desviaciones teológicas y morales. Pablo se dirige a Timoteo, como líder de su comunidad, para que esté alerta y proteja a los fieles, sobre todo a los que están particularmente expuestos y tentados de adherirse a esta herejía que se extiende.

La mención al Espíritu Santo nos recuerda que esa tradición que hemos recibido (en los dogmas, en el Catecismo de la Iglesia, en los documentos del Magisterio…) es susceptible de ser interpretada, de desarrollarse, de adaptarse a los nuevos tiempos. Por eso no se entienden los derechos humanos hoy como se hacía en el siglo XV. Al niño le basta la fe de niño, al adulto, la fe infantil, como la ropa de niño, se le queda pequeña. Es tarea de los pastores saber ayudar a crecer espiritualmente al rebaño a él encomendado. Y siempre dentro del marco de la doctrina de la Iglesia, conservando la comunión con ella. Evitando las doctrinas equívocas y contrarias a la fe.

Y Jesús, en el Evangelio, habla de la verdadera relación con Dios. En la época de Jesús, los fariseos ponían en primer lugar los méritos. Recordamos a aquél que, en la sinagoga, recitaba la lista de todo lo que había hecho, frente al publicano, que no se atrevía a levantar la cabeza. (Lc 18, 9-14) Con todos esos méritos, creían, ganaban el derecho a la salvación.

Este modo de pensar la relación con Dios nos parece lógico. Tanto hago, tanto acumulo para mi juicio final. No nos damos cuenta de que pensamos como los fariseos… El hombre, siervo esforzado, lo intenta, pero no podemos exigir nada a Dios, que nos da todo gratuitamente, no tanto por nuestro méritos, sino por mera gracia. Si no ponemos atención, existe el riesgo de caer en el egoísmo espiritual. Colocamos en el centro no a Dios, sino a nosotros mismos – hacer las cosas para sentirnos mejor y “presumir” ante Dios, no por puro amor a Dios – y caemos en el fariseísmo. Podemos convertir a Dios en un contable, que se dedica a llevar las cuentas de los pecados y los méritos.

Por supuesto que tenemos que seguir haciendo buenas obras. Y hacer lo que es bueno sigue siendo un imperativo moral para todos. Pero todo con la motivación correcta. Jesús quiere purificar los corazones de la “competencia o envidia espiritual”. No tenemos que rivalizar para conseguir el amor y el favor de Dios; Él tiene suficiente amor para todos y cada uno de sus hijos.
La línea entre hacer las cosas por amor de Dios o por amor a uno mismo es, a veces, difícil de distinguir. Por eso Jesús avisa con estas palabras del Evangelio de hoy. Hay que amar de manera incondicional, sin esperar nada a cambio, tal y como Dios nos ama a todos, para poder entrar en el Reino de Dios. Y nos cuesta, porque esa forma de pensar está muy arraigada en nosotros. Por eso tenemos que crecer en la confianza, en la fe.

La fe da sentido al camino porque el Señor va delante y sabe a dónde va. La fe nos da la alegría de caminar hombro con hombro con el Señor. Esa es la fe de verdad. Es fe que nos hará decir: “Señor, caminando tras de Ti no hago más que lo que tengo que hacer. Soy siervo inútil y sin provecho, pero feliz de ir contigo donde me lleves.”
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Así reconoceremos, aunque en ocasiones con dificultad, el camino que Él desea para todas sus criaturas. Sabremos lo qué tenemos que hacer. Y haciendo lo que debemos hacer – aprovechando el momento, la ocasión — podremos ayudar para que otros, y nosotros mismos, lleguemos a escuchar aquello de: “Venid, Benditos de mi Padre”.

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“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.

9/28/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

La semana pasada el profeta Amós hablaba contra los mercaderes injustos. Esos que servían al dinero, antes que al mismo Dios, sin respetar el tiempo que debían dedicar al Señor. Hoy los “criticados” son los que se sienten seguros de sí mismos, creyéndose justos, muy satisfechos de haberse conocido. Los que asociaban riqueza a bendición de Dios.

Porque hubo un tiempo en que Dios aparecía aliado con los ricos: el bienestar, la suerte, la abundancia de bienes eran considerados signos de su bendición. La primera vez que la palabra hebrea “plata” o “dinero” aparece en la Biblia, se refiere a Abrahán: “Abrán poseía muchos rebaños y plata y oro”. “Isaac sembró en aquella tierra y ese año cosecharon un ciento por ciento». Jacob tuvo innumerables propiedades: “bueyes, asnos, rebaños, hombres, siervos y siervas”. El salmista promete al justo: “En tu casa habrá riquezas y abundancia” (Sal 112,3).

La pobreza era una desgracia. Se creía que era resultado de la pereza, la ociosidad y el libertinaje: “Un rato duermes, un rato descansas, un rato cruzas los brazos para dormitar mejor, y te llega la pobreza del vagabundo, la penuria del mendigo» (Prov 24,33-34).

Los profetas, poco a poco, empiezan a avisar de que no cualquier medio es aceptable para hacerse rico. No se pueden olvidar la solidaridad y la justicia nunca. Así que Amós, hoy, carga contra los que se creen salvados porque han acumulado muchos bienes. Porque Dios no quiere que se perpetúe la injusta división entre ricos y pobres.

Amós denuncia la falsa seguridad de las riquezas. Confianza y seguridad en la ciudad de Jerusalén, que les parece inexpugnable, y confianza y seguridad que estimulan la buena vida: comida, perfumes, lujos… No se aleja así el día funesto. Se está preparando la violencia. El castigo será el cautiverio.

Para estar preparados y no caer en la indolencia, Pablo exhorta a Timoteo, en la segunda lectura, a mantenerse firme en la fe y en la doctrina que le he enseñado el Apóstol de los gentiles. Después de haber sido ordenado como pastor de la comunidad, escuchamos todo un catálogo de virtudes, indispensables para ser un buen servidor del Evangelio.

En la época de Pablo y Timoteo, el culto a los emperadores estaba muy extendido. Quizá por eso Pablo hace un alegato en favor de Jesús, el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, capaz de dar la verdadera alegría y la salvación a todos los que le sean fieles. En nuestro tiempo, tan dado a las idolatrías, este recordatorio no nos viene mal.

También advierte Pablo sobre las doctrinas falsas que pueden infiltrarse en la comunidad cristiana. Por este motivo llama a Timoteo a conservar irreprochable y sin mancha el Evangelio que le fue anunciado. Hoy en día hay muchas escuelas que ofrecen métodos para alcanzar la paz espiritual o el nirvana, pero sólo hay un Maestro que nos da la salvación, el Señor Jesús. Las modas que llegan de Oriente pueden, a veces, ayudar a relajarnos, por ejemplo, antes de orar; pero siempre tienen detrás una filosofía incompatible con la mentalidad católica.

Si recordáis, el Evangelio del domingo pasado terminaba con unas palabras de Jesús: “no podéis servir a Dios y al dinero”. Ese Evangelio enlaza con el que acabamos de escuchar. Pero entre medias hay unos versículos que nos ayudan a situar el contexto en el que Jesús habla. El versículo siguiente dice que “oyeron esto unos fariseos, amigos del dinero, y se burlaban de Él”. Estos personajes se tienen por justos y se burlan de Jesús. De ahí que Jesús, con esta parábola, responda a sus burlas y les muestre una imagen de Dios muy distinta a la que ellos tienen: la de un Dios que no soporta la indolencia del rico hacia el pobre Lázaro, la de un Dios que está de parte de los pobres.

Decía también Jesús que “lo que hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”. Y es que si Dios se ha identificado con alguien totalmente es y será con los más pobres y necesitados de nuestro mundo. Como veis, este Evangelio no está tan lejos de nuestra realidad, ni nos ha de parecer tan exagerado, porque el drama del hambre sigue siendo una lacra que arrastramos sin solución, y seguimos rodeados de “lázaros” que, con suerte, comen de las migajas que caen de nuestras mesas. En su mensaje para la Jornada Mundial de la Alimentación, hace 21 años, san Juan Pablo II escribió: “¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población del planeta y que rechaza el hacerlo por una ceguera fratricida?” No hemos avanzado mucho, parece, en este aspecto.

Y esto no sólo tiene que mover nuestro corazón, sino también nuestra acción y nuestro compromiso. Y la Palabra de Dios sigue siendo el criterio de discernimiento para una auténtica conversión de nuestro corazón y de nuestras actitudes hacia los más pobres. “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, aunque resucite un muerto”.

Muchos comentaristas coinciden en llamar a esta parábola la de los cinco hermanos. El rico se preocupa porque ha sentido en sus carnes lo que significa el infierno. Lo ha dicho este miércoles León XIV: “El infierno, en la concepción bíblica, no es tanto un lugar como una condición existencial. Una condición en la que la vida se debilita y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás”, comentó el Papa. El hermano que había experimentado en sus carnes el dolor de la ausencia de Dios no quería que sus hermanos cometieran su mismo error, no pensar en los demás. Pero…

Pero ya era tarde, su vida en la tierra había concluido. Quizá esa sea una de las lecciones de hoy, que hay que escuchar a Moisés y a los profetas, y, sobre todo al Profeta máximo, a Jesús de Nazaret, mientras tenemos posibilidades. No sabemos si los hermanos del rico fueron capaces de hacerlo. Pero a nosotros, cada día, se nos da la oportunidad de encontrarnos con la Palabra de Dios, para escucharla, meditarla y hacerla vida. Siempre estamos a tiempo. Antes de que nos visite la muerte, y se decida nuestro futuro para toda la eternidad, a un lado u otro del abismo. La cosa es para pensárselo.


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No podéis servir a Dios y al dinero.

9/21/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Después del paréntesis de la semana pasada, por la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, seguimos con la lectura del Evangelio de Lucas, en este ciclo “c”. Y lo hacemos con unos versículos que suenan, como poco, raro. ¿Estará el Señor diciéndonos que hagamos trampas en las cuentas? Vamos a ver qué se puede sacar de estos versículos. En realidad, es el patrón de la parábola el que alaba al administrador injusto, pero de eso hablaremos a su tiempo.

Ya la primera lectura nos da alguna clave de interpretación. Generalmente, la primera lectura y el evangelio de cada domingo suelen tener una especial relación. Es como la llave para poder abrir el cofre del tesoro de la Buena Nueva que escuchamos cada semana. Para que seamos como ese escriba, “que se ha convertido en un discípulo del reino de los cielos ¨(…) y que de su tesoro saca cosas nuevas y cosa viejas” (Mt 13, 52).

Esa primera lectura describe una situación en la que caían muchos comerciantes, en tiempos de Amós. De domingo a viernes, haciendo trampa en el mercado, engañando y viviendo como si Dios no jugara ningún papel en su vida. Considerándolo, más bien, una molestia, porque el sábado no podían hacer ningún negocio. En vez de disfrutar de la posibilidad de rezar al Dios que los había liberado de la esclavitud de Egipto, que los había llevado a la Tierra Prometida, estaban quejosos y descontentos.

El dinero genera en torno a sí un culto idolátrico. Es la idolatría de nuestro tiempo. Quien ofrece dinero, obtiene votos; quien se presenta adinerado recibe honor, gloria. Quien facilita el crecimiento económico es bien visto en cualquier institución. En la iglesia no llegamos a esos excesos. Pero sí que nos tienta el modelo empresarial de nuestra sociedad y no tenemos imaginación y creatividad suficiente para ensayar otro modelo alternativo, en el que no quedemos atrapados en las redes de esta religión idolátrica del dinero. Es una religión sin corazón. Dentro del sistema injusto nos vemos obligados a colaborar y a reproducir en pequeña escala el macrosistema. Un mundo, cuya economía funcionase según el proyecto de Dios, sería muy distinto del que ahora es. Porque todos seríamos hermanos, y habría suficiente para cada uno.

Hoy los comerciantes no hacen trampas, generalmente, pero la advertencia puede ser útil para muchos que viven su fe con una doble vara de medir, o como compartimentada: de lunes a sábado, como si Dios no existiera, con una jerarquía de valores “mundana” (el tener, el poder, el ser más que los otros), y el domingo, a Misa, para ser cristiano de diez a once de la mañana o de seis a siete de la tarde. Lo que dure la Eucaristía dominical.

Un dicho muy común en otro tiempo era éste: «la religión es la religión; los negocios son los negocios». También lo podríamos decir con otras palabras: «el templo es el templo; el mercado es el mercado (la Bolsa es la Bolsa)». No; Dios no es el fisco, pero nos pide cuentas de nuestras relaciones con los otros. Si eres empresario, ¿cómo tratas al obrero?; si eres rico, ¿cómo tratas al pobre? ¿Son para ti una mercancía con la que comercias a tu gusto? ¿Eres injusto en la vida mercantil y laboral?

Parece claro que el Señor nos quiere cristianos siete días a la semana, veinticuatro horas al día. Agradecidos por el don de la fe, con ganas de entrar en contacto con Él, y deseosos de ver a la comunidad cristiana en la que celebramos nuestra fe. Un aviso muy importante.

También es muy oportuno el recordatorio que hace san Pablo sobre la necesidad de la oración. En todas partes, recalca, y libres de enojos y discusiones, o sea, en paz. Orar por todos, pidiendo a Dios por los amigos y por los enemigos, para intentar parecernos un poco más cada día a nuestro Padre Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y quiere que todos se salven.

En la antigüedad el esclavo podía servir sólo a un único señor, y esto mismo vale en relación con Dios y el dinero. Son como dos adversarios en eterno conflicto. Aunque la lucha no se desarrolla directamente entre ellos, sino que ocurre en el interior del hombre, que es llamado a optar por servir a uno o a otro. El peligro de la riqueza es que puede llegar a ocupar el lugar de Dios, generando en forma misteriosa e inconsciente una forma de esclavitud y de culto. Los dos “servicios”, a Dios y al dinero, se mueven en planos de lógica opuestos. El servicio a Dios genera la lógica del amor y de la fraternidad, del dar y de la generosidad; el servicio al dinero, en cambio, la lógica del provecho personal, de la competencia, del tener y de la ambición. Con razón Jesús afirma que: “Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero”.

Nos gustaría favorecer a los dos: dar a Dios el domingo y al dinero los días ordinarios. No es posible porque ambos son maestros exigentes y excluyentes. No toleran que haya un lugar para otro en el corazón de una persona y, sobre todo, sus órdenes son opuestas. Uno dice “Compartir los bienes, ayudar a los hermanos, perdonar la deuda de los pobres…”. El otro se dice a sí mismo: “Piensa en tus propios intereses, estudia bien todas las maneras posibles de ganancias… cómo acumular dinero… quedarte todo para ti…’” Es imposible complacer a los dos.
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Nuestro Dios quiere que todos los hombres se salven. Es posible vivir mucho mejor en la tierra. Por eso, hay que orar. Que las promesas de Dios no implican que abandonemos esta tierra, para cobijarnos en un supuesto cielo. Las peticiones son éstas: ¡Venga a nosotros tu Reino! ¡En la tierra como en el cielo! ¡Danos el pan! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Espíritu Santo! Dios quiere hacer aquí su morada. La nueva Jerusalén baja. La vieja Jerusalén quería subir hasta el cielo y se convirtió en morada de demonios. La nueva Jerusalén instaura aquí en la tierra un nuevo sistema de comunión y solidaridad. Va bajando poco a poco y en algunos lugares de la tierra se hace presente. Dios hace nuevas las cosas. Ya lo notamos. Con nuestra ayuda.
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Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único

9/14/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

En medio del tiempo ordinario, nos aparece este domingo la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La coincidencia o concurrencia de la fiesta de la Santa Cruz y del domingo hace que la primera prevalezca sobre este. De ahí que toda la liturgia de este día esté consagrada a la Exaltación de la Santa Cruz.

La Exaltación de la Cruz ha ido siempre unida a la dedicación de dos basílicas de los tiempos del emperador Constantino: la del Gólgota y la de la Resurrección. Y ello tuvo lugar el día 13 de septiembre del año 355. Y al día siguiente fue expuesta ante los fieles la reliquia de la Cruz de Cristo. La tradición ha marcado que la cruz fue encontrada un 14 de septiembre. La madre del emperador Constantino, santa Elena, dedicó mucho tiempo y muchos recursos para encontrar en Jerusalén los restos de la cruz en la que murió Jesús de Nazaret. Y consiguió encontrarla y de ahí que se construyeran las citadas basílicas. La inauguración de estas demuestra que ya hacía tiempo que se conmemoraba la fecha en que la cruz apareció. Estamos pues ante una fiesta muy antigua, una de las más antiguas de la cristiandad. Y, desde luego, merece la pena darle la amplitud y relevancia que siempre tiene un domingo, donde en la Eucaristía se reúnen muchísimos más fieles que en las fiestas cristianas—aún las más importantes—celebradas en días laborables.

Lo sabemos desde que éramos pequeños. Es el primer gesto cristiano que aprendimos: el de persignarnos y el de santiguarnos. Y lo aprendimos un poco más tarde en el catecismo: ¿Cuál es la señal del cristiano? La señal del cristiano -respondíamos- es la santa cruz. Y con esta señal comenzamos nuestras eucaristías y las terminamos.

A primera vista, parece extraño admirar o exaltar la cruz. Sabemos que era un instrumento de tortura, para criminales y revolucionarios. Era el más temible de los suplicios. Ningún ciudadano romano podía ser condenado a él. Era propio de los esclavos y de los rebeldes políticos. Y podemos imaginarnos sin dificultad la crueldad de esta pena de muerte y el sufri¬miento que entrañaba para las víctimas. Era sin duda un inhumano sistema de represión que empleaba el imperio romano para tener a raya a los que se quisieran sublevar contra él. Jesús, que anticipaba esta forma de muerte como su final personal, tuvo que sentir una inmensa aversión y un profundo estreme¬cimiento.

Por eso, a nosotros nos dice muchas cosas ese tosco madero de la cruz. Porque no contem¬plamos una cruz cualquiera, una cruz vacía y deshabitada, sino la cruz en que está clavado Jesús. Y esta cruz nos habla de una historia de fidelidad de Jesús a su misión hasta la muerte. Y eso significa algo decisivo: que esta misión no era un capricho suyo, una ocurrencia que tuvo en un momento feliz de su vida, una simple expresión de su temperamento, el temperamento de una persona que ha sido bien tratada por la vida y que rebosa optimismo y amplia comprensión, el talante de un hombre risueño, acogedor y compasivo. Uno no se empeña tanto y no arriesga tanto cuando sólo actúa por impulsos temperamentales.

Hay que profundizar más; hay que llegar a la conciencia misma de Jesús, a la compren¬sión que él tenía de su vida y ministerio. Y él los sentía y vivía como un encargo que había recibido de Dios y al que no podía ser infiel. Por eso estaba dispuesto a pagar el mayor precio, y a pasar por la más estremece¬dora de las muertes. Sólo porque se sabía enviado por su Padre y sólo porque se apoyaba en su Padre aceptó este destino. Profetas que le habían precedido corrieron también una suerte trágica. Y ahora va a asumir Él la más trágica de las muertes.

Esa cruz nos habla del amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él.» La cruz nos invita a conocer algo mejor a Jesús y a Dios. Hoy, en esta fiesta, hemos de contemplarla. Como los heridos de serpien¬te contempla¬ban la serpiente de bronce elevada por Moisés, así nosotros hemos de dirigir nuestra mirada al crucificado. Será una contemplación que nos invitará a descubrir cómo fue el amor de Jesús por nosotros y cómo de en serio va el amor de Dios por nosotros. Y acaso sea una contemplación que nos invite a convertirnos.

San Pablo por su parte también nos aporta una definición admirable. Y es como un Dios se abaja hasta lo más profundo, hasta someterse a la muerte, “y una muerte de cruz”. La ponderación de que “hasta” murió en la Cruz nos demuestra lo terrible y degradante que la muerte en cruz era entre judíos y griegos, entre los contemporáneos de Jesús. Y Pablo nos ayuda a configurar el sacrificio y como Dios, el mismo Dios, “lo levanto sobre todo”. Dios Padre muestra la salvación desde su Hijo resucitado al modo de cómo Moisés levantó el estandarte de la serpiente en el desierto. Todas estas lecturas nos enseñan el significado de la cruz, su poder salvífico. Hemos de tenerlo muy en cuenta.

La Cruz, como bien sabemos son las contradicciones, las desgracias, la enfermedad, la incomprensión, la pobreza, el que no seamos considerados por los demás, el que nos traicionen los amigos, el que hablen mal de nosotros, la calumnia, la injusticia, el que se burlen de nosotros por ser cristianos, porque vamos a Misa, o rezamos el rosario. Esta retahíla de cosas es evidente que en sí mismas, no son más que desgracias. Pero en la vida de un cristiano ni lo que los hombres llamamos “dichas”, ni lo que los hombres llamamos “desgracias”, se quedan solo en eso. En la vida de un cristiano, todo son “bendiciones”. Porque lo uno y lo otro al cristiano le sirve siempre para que -uniéndose a la Cruz de Cristo- ofreciendo todas las cosas por la redención de los pecados suyos y de todos los hombres, sirva para “elevarlo” para “tener vida eterna”.

En realidad, ésta es la alegría del cristiano. El no creyente, el ateo, el agnóstico tiene la peor de todas las desgracias, aunque fuera el hombre más rico del mundo, gozara de la salud más envidiable o estuviera rodeado de todos los placeres imaginables, porque quien no cree en Dios, desconoce el auténtico sentido de la vida. Y esto sucede especialmente cuando aparece en la vida del hombre -que siempre aparece, aunque Dios sea bueno- el dolor, la contradicción, la enfermedad, la incomprensión o la desgracia en general. Entonces su “alegría” queda truncada, porque no encuentra sentido a la vida. Por eso, la señal del cristiano es la santa Cruz, es decir, la alegría del cristiano es la santa Cruz. Y por eso hoy la Iglesia celebra la exaltación de la santa Cruz, con una fiesta digna de ser proclamada a los cuatro vientos.
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Hoy miramos especialmente a la cruz. Y nos duele el dolor de nuestros hermanos, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos intentando curar heridas, reconciliar, ser misericordiosos, porque no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.

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Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.

9/7/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.
La semana pasada encontrábamos al Señor comiendo con uno de los jefes de los fariseos, invitándonos a no ocupar los primeros puestos y a actuar por pura gratuidad, sin esperar recompensa por nuestras obras. Vivir en todo momento y sólo para ver feliz a los que necesitan de tu ayuda y de tu servicio.

Hoy nos acompaña en la primera lectura la gran figura de Salomón, uno de los mejores reyes de la historia de Israel. Cuando se enfrenta con la difícil tarea de gobernar al pueblo, tiene la humildad suficiente para reconocer que es un hombre, como cualquier otro, y que tiene sus limitaciones. Sabe darse cuenta de que se puede equivocar en sus razonamientos y que las motivaciones, a la hora de tomar cualquier decisión, no siempre son claras y limpias. Y es consciente de que no puede hacer lo que le da la gana porque cree en Dios. Esto significa, por encima de todo, contar con Él en cada una de las decisiones que tenga que ir tomando. O lo que es lo mismo: preguntarse continuamente cuál será la voluntad de Dios para él.

A buen seguro, el hombre se siente débil y frágil para llevar a cabo los planes de Dios. ¿Cómo puedo conocer y realizar el deseo de Dios? «¿Quién hará tu designio si Tú no le dieras la sabiduría y tu santo espíritu desde los cielos?», dice el libro de la Sabiduría. Sin embargo, el hombre creyente sabe que Dios le asistirá, también esta vez, con su gracia. El hombre sabe que Dios le ha iluminado y guiado siempre con su sabiduría. Dios también nos puede asistir hoy. Por eso pedimos continuamente a Dios el don de la sabiduría: «envíala de los cielos». Sabemos que esta oración es eficaz. La respuesta de Dios es segura: es la Encarnación, el descenso del Verbo al seno de la Virgen María. La Sabiduría se encarnó en la persona de Jesús, un rostro humano. Entró en nuestra historia, invitándonos a renunciar a todo para llegar a la plena unidad con Dios. Jesús es la Sabiduría dulce y luminosa que nos ha sido entregada desde lo alto.

En la segunda lectura nos encontramos a un Pablo anciano, en arresto domiciliario, ayudado por un esclavo que se ha fugado de casa de su amo. A Pablo le viene estupendamente, han sintonizado bien y le ha llegado a tomar cariño, a quien llama «hijo de mis entrañas». Pero Pablo se plantea delante de Dios qué es lo que tiene que hacer con aquel esclavo, qué es lo mejor para él y para su amo. Discierne, ora, y toma una decisión difícil, que le cuesta: desprenderse de él, devolverlo a casa y pedir a su dueño que lo trate de otra manera (algo totalmente atípico en aquella época, por cierto).

Pablo deja que sea Filemón quien decida retenerle o enviarle de nuevo a Pablo. De este modo, Pablo no solo libera a Onésimo de la esclavitud, sino que pide además a Filemón algo mucho más costoso, le invita a un cambio todavía más profundo: que reciba a Onésimo no ya como esclavo, sino «como un hermano muy querido» al que debe amar ante el Señor. En efecto, mediante el amor de Pablo, Onésimo se ha vuelto para Filemón un hombre como él, auténticamente vivo, en posesión de un tesoro que no perecerá nun­ca. Se trata de que vuelva a tener a Onésimo no ya para un simple beneficio temporal, para un «momento», sino «precisamente para que ahora lo recuperes de forma definitiva».

Vemos, pues, a dos grandes personajes que se preguntan continuamente por la voluntad de Dios, que procuran meter los criterios de su fe en lo que deciden y hacen cada día.

Los cristianos rezamos con frecuencia el Padrenuestro, y decimos allí aquello de «hágase tu voluntad». Y admiramos a María de Nazaret, que fue capaz, después de escuchar la Palabra de Dios, de decir aquello de «hágase en mí según tu Palabra». En nuestra época, es posible que tengamos que reconocer que nos preguntamos bien poco por la «voluntad de Dios» sobre nosotros. Y menos todavía la aplicamos sin condiciones.

Hay demasiados hermanos nuestros que creen que ser cristiano es solamente «ser buena persona». Es fácil escuchar quienes dicen: «mira, yo ni robo ni mato ni engaño a mi pareja, ¿para qué confesarse?». Están convencidos de que con no hacer cosas malas y ayudar un poco a los demás ya es bastante. Hay que decir que ser «buenas personas» es algo que se le puede pedir a cualquiera, y que no hace falta ser ni cristiano, ni siquiera creer en Dios, para ser «decentes». Incluso más: el Evangelio no dice en ninguna parte que haya que ser cristianos para «ir al cielo».

Fijaos que el Evangelio de hoy nos decía que «mucha gente acompañaba a Jesús», Y Jesús, que nunca ha buscado las grandes masas, los números, la cantidad de seguidores, se vuelve y les dice tres exigencias bien duras, que ya conocemos, sobre la familia, la cruz y los bienes. Las parábolas del evangelio de hoy nos enseñan, en electo, que la sabiduría del cristiano consiste en ir a Jesús «renuncian­do a todo lo que tiene», como sugiere Lucas: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus lujos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Esto es lo que se exige para seguir a Jesús.

Jesús exige para Él, por ser el Hijo de Dios, «todo el corazón, todas las fuerzas». Nada puede oponerse a este amor. Jesús quiere ser amado como el único amor, como la única riqueza y el único provecto que llena el corazón. Quien no «renuncia a todo lo que tiene» no puede pretender ser discípulo suyo. Está incluido aquí lodo lo que podamos poseer: no sólo los bienes mate­riales, sino también las relaciones con otras personas, como los parientes más próximos. En el fondo, la sabiduría cristiana esta toda aquí: desvincularnos de todo lo que nos aleja o nos separa de Dios, para llegar a vivir nuestra vocación de discípulos.


Debemos preguntarnos si estamos dispuestos verda­deramente a abandonar todo y a esperar, con buen ánimo, toda la fuerza únicamente de Dios, dejando que sea él quien disponga de toda nuestra vida. Abandonar no significa huir a un desierto, sino, simplemente, soltar los dedos que están apegados a cualquier cosa que considero una «pertenencia», para ofrecerle todo al Señor. Por eso, los textos de este domingo nos ponen frente a un mis­mo tema: el abandono en Dios. Con frecuencia nos pre­guntamos: ¿quién puede conocer la voluntad de Dios? O bien: ¿cómo podemos saber lo que Dios quiere de noso­tros? Las lecturas de hoy nos dicen que sólo podemos conocer las intenciones de Dios si poseemos la sabiduría. Ahora bien, para poseer la sabiduría es preciso renunciar a lodo para seguir a Jesús. La sabiduría que el Señor nos enseña es seguir a Jesús. Nada más. Es preciso liberarnos, despojarnos, renunciar a todo lo que creíamos poseer, vender todo lo que tenemos, no llevar dinero con nosotros, no disponer ni siquiera de una piedra en la que reposar la cabeza, no encerrarnos en los vínculos familiares.

La garantía del discípulo consiste en ir a Jesús sin te­ner nada. La verdadera sabiduría consiste en no llevar ningún peso que nos impida la marcha tras Jesús. Dicho de manera positiva, se trata de llevar un único peso: la cruz de Jesús. Y el peso de la cruz es el peso de su amor. No se trata de hacer cálculos, de contar el número de pie­dras necesarias para construir la casa o el número de per­sonas necesarias para la batalla. No es esa la intención del Señor. Ser discípulo significa preferir únicamente y siempre al Señor, o sea, elegirle de nuevo cada día y ofrecerle toda nuestra vida. El don de la sabiduría, que es algo que he­mos de pedir constantemente al Señor, nos permite dar­nos por completo, con libertad y de una manera trans­parente a este amor. Quien ha sido vencido por este amor ya no tiene miedo de nada por parte de Dios. El amor vence todo temor. Ya nada nos podrá asustar.
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Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.

8/31/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Termina el mes de agosto. El 1 de septiembre en Rusia, además de comenzar el otoño meteorológico, comienza el curso escolar. Volvemos a la normalidad, después de las vacaciones. Esa normalidad en la que muchos vivimos la mayor parte del año.

Para que la vuelta sea más “cristiana”, las lecturas nos ayudan a colocarnos en nuestro lugar. Ellas pueden ayudarnos a caer en la cuenta del camino para ser más personas, parecernos más al Hijo de Dios, y, de paso, ser un poco más felices. Nos recuerdan cómo debemos afrontar el día a día los que nos llamamos seguidores de Jesús. Y, como siempre, no coincide con todo aquello a lo que el mundo nos invita a diario.

Porque el libro del Eclesiástico nos recuerda que, para alcanzar el favor de Dios, debemos humillarnos. Lo que no significa rebajarse o perder la dignidad ante los hombres. Esa palabra la asociamos con un ser apocado, encogido, alguien que nunca se opone a nada ni a nadie. Hay quienes identifican humildad con humillación, con “resignación”, con aguantarlo todo y tragárselo todo… Todos estos contenidos están bien lejos de lo que pretenden los autores bíblicos, y se deben más bien a malos formadores de espíritu y directores de conciencias que intentan formar marionetas en lugar de personas responsables. Y quienes hoy rechazan la humildad por todas estas resonancias hacen muy bien.

Porque la Escritura, cuando alaba a los humildes está pensando en otra cosa. Cuando Jesús proclama en el Sermón de la Montaña dichosos a los humildes, o cuando dice de sí mismo “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, desde luego no nos está invitando a la resignación o a callarnos ante cualquier cosa que pase o nos pase, o a la humillación… Porque Él no fue ni actuó así.

La humildad bien entendida, ya lo decía santa Teresa, “es andar en verdad”. Humilde es el que pone sus cualidades y dotes al servicio de todos. El que reconoce que todo lo que tiene viene de Dios, y los demás, nuestros hermanos, pueden pedirle ayuda, cuando tienen problemas. El que es humilde, precisamente por serlo, genera paz y felicidad a su alrededor. Les dice a todos que se puede vivir para los demás, sin ser egoísta, sin presumir, y ayudando a hacer presente el Reino de Dios, compartiendo los dones que Dios nos ha dado.

Así el mismo Jesús se define como “manso y humilde de corazón”: como Aquél que se ha donado por completo, por puro amor. Siempre atento a las indicaciones que le hacía su Padre Dios, para cumplirlas con la mejor voluntad.

Ese Jesús, “mediador de la Nueva Alianza”, que vino a cumplir las profecías del Antiguo Testamento, y a superar las normas que, hasta entonces, habían sido imprescindibles. Es lo que quiere hacer entender el autor de la Carta a los Hebreos, que llevamos leyendo unas semanas. Muchos judíos conversos seguían añorando las antiguas prácticas rituales. No se sentían liberados, a pesar de haberse convertido.

Hubo, en su momento, una experiencia “terrible” en el Sinaí, con lenguas de fuego, oscuridad y tinieblas. Una experiencia que intimidaba y que exigía un intermediario, Moisés, para que intercediera por el pueblo ante Dios, para que no perecieran. Frente a esa experiencia, los creyentes en Jesús ya no tienen que acercarse a ningún monte, sino que el acercamiento es al mismo Cristo, el icono del amor de Dios al hombre. Ya no hay nada que temer, al contrario, haber encontrado a Cristo es motivo para celebrar una fiesta: el banquete eucarístico al que nos invita el mismo Señor.

Como ese banquete al que se acercó Jesús, invitado por uno de los principales fariseos. Para el Maestro, cualquier ocasión era buena para hacer un anuncio expreso del Reino. Hoy, por ejemplo, nos habla del desinterés.

¡Cuántos nos cuesta hacer las cosas desinteresadamente! Casi siempre esperamos respuesta, que nos lo devuelvan de alguna manera; y con demasiada frecuencia buscamos nuestro interés por encima del de los demás; incluso está el sutil engaño de hacer cosas para “sentirse orgulloso uno de sí mismo”, que es otro modo de egoísmo. Pues ahí está, sin más comentarios, la invitación de Jesús por si quieres recibirla: no invites a tus amigos y parientes y amigos ricos, porque te corresponderán y quedarás pagado. Con palabras de nuestra sociedad de consumo: invierte a fondo perdido; regala y regálate… Porque así es tu Padre Dios y desea que te parezcas a Él.

Porque quien ama teniendo como solo objetivo la búsqueda del bien del hermano, se asemeja al Padre que está en los cielos, experimenta la misma alegría de Dios. La felicidad de Dios está toda aquí: en amar gratuitamente. Se realiza la promesa de Jesús: “Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo”. No se puede pedir más.
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Hace un año, se estaban celebrando los Juegos Olímpicos en París. Durante diecisiete días, cientos de deportistas se esforzaron para lograr una medalla. Muchas horas de esfuerzo para ganar –o perder- todo en unos pocos minutos, a veces, en segundos. Se puede recordar la frase del barón de Coubertain, impulsor de la recuperación de dichos Juegos: Lo importante no es la victoria, sino el esfuerzo. Al revisar el medallero de cada uno, Dios no preguntará si hemos batido muchos marcas mundiales, sino si hemos sido capaces, cada día, de esforzarnos un poco más. Ahí, en el día a día, en el entrenamiento de la oración y de la Palabra de Dios, nos jugamos nuestra medalla eterna. Una medalla que vale más que el oro.

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Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos

8/24/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

A todos nos preocupa el futuro. A los jóvenes, porque no saben lo que va a ser de ellos. A los mayores, porque han vivido mucho, y quisieran saber cómo será el final de sus días. En todas las épocas la humanidad se ha preocupado por la salvación, la vida eterna, la otra vida, lo que está más allá de la muerte. Algunos se inclinan por una repetición de la existencia, lo que se llama “reencarnación”. Otros piensan que el estricto cumplimiento de los deberes religiosos garantiza esta vida y la otra. Algunos más, consideran que solamente en su iglesia hay salvación. Finalmente, los menos, se preocupan por tener una vida ética que les permita descubrir el verdadero sentido de su existencia.

La preocupación por la salvación también formaba parte de las inquietudes populares en el tiempo de Jesús. El tema fundamental del evangelio de hoy responde a esto. La pregunta inicial remite a un problema de fondo: ¿Serán unos pocos los que se salven? La pregunta parte del supuesto de que la salvación está reservada sólo para el pueblo de Israel. Pero el billete de entrada no será el de ser “israelita”, sino el tener verdadera fe en Jesús, fe que lleve a practicar la justicia, porque para Dios no hay acepción de personas. Jesús rechaza satisfacer este tipo de curiosidad. En vez de la curiosidad, Jesús introduce el elemento sorpresa, la realidad de lo imprevisible y del esfuerzo para entrar por la puerta estrecha.

Los rabinos contemporáneos de Jesús no tenían sobre el tema una respuesta unánime. Algunos afirmaban que Yahvé acogería a todos los judíos en su Reino. Otros, exagerando la maldad de los hombres, enseñaban que la salvación estaba reservada a muy pocos. Más adelante, el Apocalipsis hablaría de ciento cuarenta y cuatro mil elegidos. Cifra claramente simbólica y escasa además frente al género humano.

Durante muchos años, los israelitas vivieron con la seguridad de la salvación. Eran el pueblo elegido por Dios, desde los tiempos de Abrahán, Isaac y Jacob. Y ahora, de repente, aparece el hijo del carpintero, a decirles que no todo está conseguido. Jesús les dice: no estéis tan seguros, porque vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Algo que hemos oído en el final de la primera lectura de hoy, del profeta Isaías, encontramos que “también de entre ellos escogeré a sacerdotes y levitas”. Seguramente en el pensamiento de Jesús está planteada la idea de la salvación universal.

Los invitados por Jesús a sentarse en el Banquete del Reino será un número inmenso de hombres que siempre han sido marginados, probablemente los que menos nos esperemos. Lo sorprendente de Jesús no sólo está en el número de los invitados al Banquete, sino también su proveniencia insólita: son los excluidos. Los que no cuentan. La realidad de estos invitados se pone en contraste con aquellos que presumen de tener los derechos y la categoría para participar: “hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas”. A pesar de estos títulos, oirán que se les echa en cara: “No os conozco. No sé quiénes sois”.

De igual modo, existe el peligro de que los que se tienen por privilegiados porque han cumplido fielmente con los rezos, asisten a la eucaristía y practican los mandamientos de Dios y de la Iglesia, caigan en la cuenta de que el orden de participación en el banquete ha sido invertido, porque “hay últimos que serán los primeros y primeros que serán últimos”. La lógica de Jesús no es nuestra lógica. Nos cuesta entender. Dios siempre va más allá, y ve lo que nosotros no vemos, en lo profundo de los corazones.

Algo de esto nos recuerda la segunda lectura. Una carta dirigida a cristianos perseguidos, que no acababan de entender lo que les estaba pasando. Para ayudar a entender la situación, el autor les da una explicación sencilla. Parte del proceso de educación supone corregir y señalar todo lo que se hace mal. A veces, incluso castigar. Todo para que los hijos sean mejores. Las pruebas son la señal de que Dios no los considera como a extraños sino como a hijos. Éstos, de momento, quizás se quejen de la dureza del Padre, pero más adelante, cuando hayan crecido, le darán las gracias por la educación recibida.

¿Quiénes son los últimos que serán los primeros? Tanto en la sociedad de Jesús como en la sociedad de hoy este grupo está bien definido: son los excluidos y arrinconados por razones económicas, sociales, políticas, culturales y religiosas. En esta sociedad el ser humano no tiene ningún valor por ser tal; él vale por lo que tiene, por el poder o por el saber.

Si no nos convertimos y dejamos a un lado nuestras falsas seguridades, ellos nos van a tomar la delantera en el Reino. La salvación para Jesús no es un asunto puramente pasivo. No podemos vivir de las rentas. Todos, mayores y pequeños, debemos cada día intentar superarnos, para ponernos en el camino que lo conduce al encuentro de Dios. Los casados, en casa; los consagrados, renovando su sus compromisos cada día. Todos. Porque, aunque Dios toma la iniciativa, es necesario estar dispuestos a aceptarlo.

Para poder pasar por una puerta estrecha, lo sabemos, solo hay una manera de hacerlo: hacerse pequeño. Quien es grande y grueso no pasa; puede intentarlo de muchas maneras, de frente o de perfil, pero no logrará pasar. Esto es lo que a Jesús le interesa que quede claro: no se puede ser discípulo suyo sin renunciar a ser grande, sin hacerse pequeño y servidor de todos.

La salvación tampoco es un asunto del mero cumplimiento de los deberes religiosos. El ser humano necesita examinar todas las dimensiones de su vida y ver si están orientadas hacia Dios. Si la mano derecha se levanta a Dios, pero la izquierda sólo está pendiente de las cosas de abajo, no tendremos las manos disponibles para abrazar al Padre. El corazón debe estar dispuesto hacia Dios y para con Dios. Ése debe ser nuestro tesoro.
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La salvación no es un asunto exclusivo de los movimientos religiosos ni de las iglesias ni de grupos selectos. La salvación está abierta a toda la humanidad. Lo importante es que se busque la voluntad de Dios con actitudes de justicia, misericordia y solidaridad. Por esto, Jesús exhorta a sus oyentes a que se esfuercen por escoger el camino difícil: la puerta angosta de la justicia. Eso es lo que Dios quiere. Eso es lo que nos está pidiendo. Ojalá sepamos responder a esta llamada.

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Guardaos de toda clase de codicia                                                                  Comentario al evangelio de hoy 3 de agosto 2025

8/3/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
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Queridos hermanos, paz y bien.

En este decimoctavo domingo del tiempo ordinario las lecturas nos llaman a pensar sobre la vanidad que hay en las riquezas materiales y la importancia de buscar los bienes eternos sobre todas las cosas.

La reflexión de Qohelet sobre la vida es muy actual. ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? Son muchos los afanes que nos ocupan y preocupan a todos en este mundo acelerado en el que vivimos. Lo que Qohelet llama “vanidad”, en la primera lectura, no es más que la desilusión del ser humano al comprobar la distancia entre el ideal que se ha formado de las cosas y su realización concreta: la persona no llega a más.

Hoy día a esto se le llama absurdo, depresión, sin sentido. La vanidad es el no reconocer esta finitud. Nadie puede huir del absurdo de su propia existencia. La salida única es vivir la vida como es: con sus más y con sus menos, con su caducidad y con su fin.

Lo que Qohelet aconseja a sus lectores es gozar sanamente de lo que les ofrece la vida. Pero no puede dar respuesta a las preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida. La respuesta nos la da sólo el Evangelio. Es Jesús el que abre nuevos horizontes, enseñándonos a no perseguir ilusiones vanas.

Nosotros, los cristianos, podemos caer también en esta dinámica. Vamos viviendo al día, y ya está. No comprendemos lo que significa de verdad ser cristiano. Puede que nos preocupen más las noticias de la tele o las noticias sobre los famosos que nuestra propia vida interior. Esta tentación no es nueva.

Sabemos que, gracias al Bautismo, somos hombres nuevos, imágenes de Dios. Pero ese proceso no ha terminado aún. Hace falta mucho para que surja el “hombre nuevo”. Ese camino es largo, hay que librarse de muchas impurezas, ser totalmente de Cristo, sin desanimarse. Es el mensaje de san Pablo en la segunda lectura. Dejar aquello que nos impide ser uno con Cristo, y lograr configurarnos con Él hasta que seamos uno en Cristo, que lo es todo y en todos. Ser nuevas personas, en continuo proceso de renovación.

Es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las «cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios». Nos lo recuerda hoy san Pablo en la carta a los Colosenses, añadiendo que nuestra vida «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 1-3).

En el grupo de discípulos había muchos que seguían a Jesús, pero no lo comprendían. Estaban completamente envueltos en las preocupaciones cotidianas y veían al Maestro como un buen mediador para dirimir conflictos familiares. Su deseo no era aceptar la buena nueva sino alcanzar metas personales: conseguir algún beneficio para ellos o para los suyos, como si eso fuera el objetivo último de la vida.

Porque el deseo exagerado de tener cambia nuestros corazones y nuestras almas. De hecho, este hombre rico piensa sólo en sí mismo. En sus planes, no se acuerda de su familia, o de sus vecinos. Sólo le preocupa su propio bienestar. Y es la preocupación por los otros uno de los elementos para revisar cómo va nuestro seguimiento del Maestro. Cuanto más apego al dinero o a los bienes, más problemas para ser un buen discípulo. Debemos meditar muy en serio sobre nuestra posición respecto a las riquezas y a la codicia.

La solemnidad de la Transfiguración del Señor, que celebraremos el miércoles, nos invita a dirigir la mirada «a las alturas», al cielo. En la narración evangélica de la Transfiguración en el monte, se nos da un signo premonitorio, que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los santos, donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena, podremos ser partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y definitiva. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación.

La parábola nos enfrenta con la muerte. Muchos están preparados para presentar cuentas perfectas (saber, tener, poder). Lo malo es que es necesario dar cuenta de la vida, no de aquello que uno ha amontonado. O sea, ¿Qué has hecho de tu vida? ¿En qué las has empleado? ¿Qué orientación le has dado? Jesús, en el fondo, acusa al rico de no haber sido previsor. No ha logrado pensar más allá de la “noche”. Agranda los graneros, pero no logra ampliar los horizontes, se deja aprisionar en el horizonte terrestre, que termina con acabarlo.

Cada uno debe ver si es un insensato, o, por el contrario, pone su afán en lo verdaderamente importante. Por esto, hoy se necesita con mayor urgencia proclamar las palabras de Jesús: “la vida no está en los bienes”. La vida tiene valor en sí misma. No importa tanto lo que tenemos, como lo que somos. ¿Podemos preguntarnos si nuestro trabajo nos dignifica como personas humanas o nos convierte en esclavos con sueldo? ¿Estudiamos para formarnos o para ganar dinero? ¿Caemos en la cuenta de los criterios que nos impone la sociedad?, ¿almacenamos cosas aquí, en la tierra, o en el cielo? Cada uno debe ver si es un insensato, o, por el contrario, pone su afán en lo verdaderamente importante. Porque al final de la vida, nos examinarán del amor. Y los depósitos bancarios y las tarjetas de crédito no cuentan.
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“Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, a quien hoy recordamos particularmente celebrando la memoria litúrgica de la Dedicación de la basílica de Santa María la Mayor. Como es sabido, esta es la primera basílica de Occidente construida en honor de María y reedificada en el año 432 por el Papa Sixto III para celebrar la maternidad divina de la Virgen, dogma que había sido proclamado solemnemente por el concilio ecuménico de Éfeso el año precedente. La Virgen, que participó en el misterio de Cristo más que ninguna otra criatura, nos sostenga en nuestro camino de fe para que, como la liturgia nos invita a orar hoy, «al trabajar con nuestras fuerzas para subyugar la tierra, no nos dejemos dominar por la avaricia y el egoísmo, sino que busquemos siempre lo que vale delante de Dios» (cf. Oración colecta).” (Benedicto XVI, Ángelus, Palacio pontificio de Castelgandolfo. Domingo 5 de agosto de 2007)
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