Parroquia San Miguel Arcangel- Cabo Rojo P.R.
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"Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa"

6/11/2022

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+ Cardenal Jorge Mejía, Archivista y Bibliotecario de la S.R.I.
https://evangeli.net

Hoy celebramos la solemnidad del misterio que está en el centro de nuestra fe, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: la unidad en la comunión y la comunión en la unidad. Conviene que los cristianos, en este gran día, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, gracias al Espíritu Santo. Y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La misión del Hijo, Jesucristo, consiste en la revelación de su Padre, del cual es la imagen perfecta, y en el don del Espíritu, también revelado por el Hijo. La lectura evangélica proclamada hoy nos lo muestra: el Hijo recibe todo del Padre en la perfecta unidad: «Todo lo que tiene el Padre es mío», y el Espíritu recibe lo que Él es, del Padre y del Hijo. Dice Jesús: «Por eso he dicho: ‘Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’» (Jn 16,15). Y en otro pasaje de este mismo discurso (15,26): «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí».

Aprendamos de esto la gran y consoladora verdad: la Trinidad Santísima, lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos transforma en interlocutores suyos. Y esto por medio del Espíritu, quien así nos guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). La incomparable “dignidad del cristiano”, de la cual habla varias veces san León el Grande, es ésta: poseer en sí el misterio de Dios y, entonces, tener ya, desde esta tierra, la propia “ciudadanía” en el cielo (cf. Flp 3,20), es decir, en el seno de la Trinidad Santísima.

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LA FELICIDAD QUE NO TENEMOS

2/10/2022

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Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
https://www.ciudadredonda.org

    Después del Bautismo, Jesús pronunció su primera homilía en la sinagoga de su pueblo, Nazareth. Lo meditamos hace un par de domingos. Allí ya «proclamó» que venía a traer una Buena Noticia a los pobres. Su pretensión no fue bien recibida por sus paisanos, como ya sabemos. Luego eligió o llamó a unos compañeros para que fueran «pescadores de hombres». No les dio mayores explicaciones en aquel momento: Ni cómo, ni para qué, ni nada. Sólo les anunció que «los hombres» era lo más importante, especialmente aquellos que están peor.
        Hasta el momento de comenzar su misión, Jesús pasó largos años callado o apartado de la escena pública: Observando, compartiendo la realidad cotidiana de la gente, orando, sintiendo, discerniendo, buscando.., Necesitaba encontrar un punto de partida o de «enganche» que fuera válido, importante,  necesario, para todo el que le escuchara. Tenía que ser algo positivo, ilusionante, esperanzador. No sólo para algunos fieles judíos, ni siquiera sólo para creyentes: ¡Para todos!. Y lo encontró en el profundo deseo de felicidad que todos llevamos dentro. En definitiva: su planteamiento consistiría en una propuesta, un camino, un proyecto para poder vivir una vida en plenitud, feliz.
             Muchos, muchos, pero que muchos de sus paisanos no eran felices. Ellos lo necesitaban más que nadie. A ellos decidió dedicar toda su vida hasta desvivirse. Y para ellos fueron sus primeras palabras. La tarea principal de los recién llamados «pescadores de hombres» sería «empezar a vivir así». Mostrar con el propio testimonio un nuevo modo de vivir, que les vieran felices y lo contagiasen. La raíz y la motivación de todo esto era que Dios desde el principio, cuando colocó al hombre en el paraíso, deseó y procuró que fuera feliz. La Historia de la Salvación es la peregrinación de un pueblo que, guiado por Dios, fue aprendiendo el camino de la felicidad en libertad y comunitariamente, contando con todos.
           El hombre ha sentido siempre una gran nostalgia de felicidad. También hoy. Existen indicadores que nos hablan de un «malestar», de que somos pocos felices: Hay más de 50 (nuevas) terapias enfocadas en el bienestar emocional, psicológico, mental... libros de autoayuda, un creciente consumo de psicofármacos. 2020 ha sido el de más suicidios en la historia de España: Cada día se quitan la vida 11 personas: una cada 2 horas y cuarto. Con particular incidencia en los menores de 30 años. Algo no va bien en nuestra sociedad.
            No es éste el lugar para analizar estos síntomas y sus causas. Dice Marino Pérez, catedrático de Psicología de la Universidad de Oviedo que los individuos se están centrando demasiado sobre sí mismos: “Vivimos en una sociedad muy individualista en la que ya somos considerados más como consumidores que como ciudadanos”, y los consumidores siempre tienen que estar satisfechos, siempre supervisando su propio bienestar”. Los consumistas van quedando atrapados por ese individualismo que les hace insolidarios, ciegos a las necesidades ajenas, indiferentes. El lema de esta jornada de MANOS UNIDAS va por aquí: «Nuestra indiferencia nos hace cómplices». Nuestro individualismo consumista nos hace cómplices (dura palabra). 
Muchos se han creído que lo decisivo para ser feliz es «tener dinero», porque nos abriría todas las puertas. Por lo tanto, trabajar para tener dinero. Tener dinero para comprar cosas o alcanzar algunos planes y proyectos. Poseer cosas, acumular experiencias para adquirir una posición y ser algo/alguien en la sociedad. Como si  la felicidad consistiera en «vivir mejor». Aunque luego comprobamos que no es verdad, pero no cambiamos.
              El bienestar, la seguridad, el éxito, la satisfacción de placeres, la buena imagen, el dinero, el poder, los viajes... son todo ocasiones de girar en torno a uno mismo. Incluso llegamos a mentir, defraudar, destrozarnos unos a otros para conseguir lo que creemos «necesario», traicionando los mejores valores.  
            Procuramos satisfacer inmediatamente cualquier deseo, sin discernir si se trata de un deseo superfluo o necesario, sin esfuerzo a ser posible, sin sacrificios ni renucnias. No aceptamos los límites de la condición humana: el dolor, la enfermedad, el envejecimiento, la muerte... no queremos contar con ellos, y cuando llegan... se convierten a menudo en fuente de frustración y miedo. 
              Tampoco ponemos cuidado en nuestras relaciones personales, que se vuelven frágiles, virtuales, pasajeras, prescindibles... y entonces la soledad se vuelve inseparable compañera de muchos, que no la soportan.
          Nuestra civilización de la abundancia nos ha ofrecido medios de vida pero no razones para vivir, para trabajar, luchar, gozar, sufrir y esperar. Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser felices. O quizás nos da miedo serlo.
Y, ¿si Jesús tuviera razón?¿No tendremos que imaginar una sociedad diferente, cuyo ideal no sea el desarrollo material sin fin, un consumismo que nos están consumiendo a todos y lo consume todo... sino la satisfacción de las necesidades vitales de todos? ¿No seremos más felices cuando aprendamos a necesitar menos y a compartir más?
               Jesús pretende que todos los hombres - y de manera especial los que nos llamamos discípulos suyos-  vivamos de una manera nueva y provocativa, alternativa, modelada por valores diferentes: compasión, defensa de los últimos, servicio a los desvalidos, acogida incondicional, lucha por la dignidad de todo ser humano. 
El Papa Francisco, en su catequesis sobre el Padrenuestro, comentaba:
Hay una ausencia impresionante en el texto del Padrenuestro. Si yo os preguntara cuál es esa ausencia, ¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la que en nuestro tiempo (quizás siempre ha sido así) todos sienten una gran estima. Cuál es esa palabra que falta en el Padre nuestro que rezamos todos los días? (…) Falta la palabra «yo». Nunca se dice «Yo».  Jesús nos enseña a rezar teniendo en nuestros labios primero el «Tú», porque la oración cristiana es diálogo: «santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad». No mi nombre, mi reino, mi voluntad. “Yo” no, no va. Y luego pasa al «nosotros». Toda la segunda parte del Padrenuestro se declina en la primera persona plural: «Danos nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal». Incluso las peticiones humanas más básicas, como la de tener comida para satisfacer el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie pide el pan para sí mismo:  dame el pan de cada día, no, danos, lo suplica para todos, para todos los pobres del mundo”. (13 Febrero 2019)
Para rezar el Padrenuestro de corazón hace falta vivir el espíritu de las bienaventuranzas. Reducir los "yo" y multiplicar los "nosotros" .
              Es decir: Que dejemos de creernos el ombligo del mundo, que renunciemos a nuestra autosuficiencia, a nuestros planteamientos tan profundamente individualistas, de estar tan preocupados por nuestras cosas, por los nuestros (que no son sino una prolongación del «yo»). No existe felicidad en primera persona. Yo me imagino al Buen Padre Dios, mirándonos y diciendo desde los cielos: ¡Ay, ay, ay pero qué torpes los hombres, malgastando su vida buscando algo que sólo conseguirán con otros, dándose, saliendo de sí mismos al encuentro de los otros. !Ay, ay, ay!, pero qué pena.
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Bautizarse y mojarse

1/9/2022

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Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
https://www.ciudadredonda.org/​

 Al echar el primer vistazo al Evangelio de hoy... me he quedado pensando en esto: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado». Me han venido a la mente las muchas «filas» que hemos podido ver en estos días, en España y también fuera: Filas para vacunarse, filas para hacerse un test o ser atendidos en el ambulatorio, filas de personas que necesitan ayudas para poder comer, las filas de parados ante las oficinas de empleo, y tantas otras. Muchas de estas filas son filas «de la vergüenza», porque sólo se ponen en ellas los más necesitados, los que no tienen otros recursos para conseguir rápidamente lo que necesitan. Y el evangelista nos sitúa a Jesús en una de estas filas, mezclado con la gente, con los pecadores, recibiendo el mismo bautismo que ellos. 
Jesús no necesitaba convertirse, ni prepararse para la llegada del Mesías que anunciaba Juan, claro está. Pero ya vemos un rasgo esencial de la personalidad y la misión de Jesús: estar cerca, mezclarse e implicarse en las necesidades, esperanzas, ansias y sufrimientos de su pueblo. Es todo lo contrario de Herodes y de tantos «jefes» que se les parecen: pretenden estar informados por lo que otros le cuenten (así se lo pidió a los Magos), pero sin moverse de su palacio. Sin "mojarse".
Bautizarse significa «mojarse», en su sentido real y simbólico: empaparse e implicarse. A distancia uno no se moja, no se entera, no se ve afectado: es necesario acercarse, estar en contacto, conocer de primera mano. 
Bautizarse significa dejar que te llene la vida el Espíritu de Dios, de modo que empiecen a correr por tus venas los ríos de solidaridad en favor del débil. Como hizo Jesús de Nazareth. Es significativo que el Espíritu «aprovecha» la presencia de Jesús entre los pecadores, entre la gente del pueblo, para bajar sobre él.
Jesús ha pasado largo tiempo sin que tengamos noticias de él por los evangelistas, hasta este preciso momento. Pero no cabe duda que ha estado «creciendo en sabiduría», compartiendo la condición humana de las gentes, trabajando como uno más, en las difíciles circunstancias económicas y políticas de la Galilea de entonces. Y a la vez escuchando insistentemente en su interior una llamada del Reino, una voz de Dios, que le empujaba a  ponerse al lado y al servicio del pueblo débil

Para dar comienzo a su actividad misionera, ha elegido un escenario de «debilidad»: Se ha acercado al desierto, que no es un lugar frecuentado por la gente bien. Allí, en torno a Juan Bautista, se han ido reuniendo los que están «expectantes», aquellos que tienen una profunda necesidad de que las cosas cambien, siendo ellos los primeros dispuestos a cambiar, renovarse, purificarse, sanarse, convertirse... Allí van llegando los pobres, los enfermos, los esclavos, los pecadores, los inquietos...
Al mezclase Jesús con todos ellos, y unirse a la cola de los que se meten al agua está mostrando que su verdadera vocación es servir y entregarse a la persona herida, estar junto al pueblo necesitado de compañía,  de atención, de estímulo, de consuelo, de liberación.
El Espíritu del Padre que desciende sobre él es la respuesta a su oración. No lo recibe para gritar, vocear, quebrar, apagar, eliminar, sino para promover el derecho, abrir ojos de ciegos, liberar cautivos de sus prisiones externas o internas… (primera lectura). 
Es precisamente ahora cuando Dios le reconoce públicamente como su Siervo, como su «Hijo Amado». Por haberse bautizado con ellos, por haber decidido ofrecerles su vida, por haber aceptado «mojarse» compartiendo su situación estar dispuesto a llegar incluso hasta el sacrificio final de la cruz. Por eso mismo, también el Espíritu será quien le comunique la fortaleza necesaria para una tarea tan contra corriente, de manera que «no vacilará ni se quebrará». 
Para nosotros ser bautizado significa unirse a su causa, a su misma misión. Significa empezar a llenar la historia de cada día de «vida», de ese Espíritu que hemos recibido: Pasó haciendo el bien.  Pasar nosotros haciendo el bien. Con ayuda de ese Espíritu que lava lo que está manchado, riega lo que es árido, cura lo que está enfermo... Doblega lo que es rígido, caliente lo que es frío, dirige lo que está extraviado...
¡Hay tantos que viven sin tener vida! ¡Hay tanta debilidad que acompañar y fortalecer!
¡Hay tantos necesitados de consuelo, de esperanza!... 
¡Hay tantas personas sobre nuestra tierra que están «expectantes» de que algo cambie!
Muchos recibimos el bautismo sin «conciencia» de lo que significaba. Pero algún día, con el paso del tiempo y en ambiente adecuado, el bautismo empezó a «hacer su efecto», y decidimos asumirlo libremente... aunque luego hayamos necesitado tiempo para ir comprendiendo lo que eso supone. El «Espíritu» nos va trabajando por dentro desde ese día... hasta que empecemos a experimentar personalmente lo mismo que Jesús: «tú eres mi hijo amado».
El bautizado se plantea no tanto «¿qué puedo yo hacer»? sino más bien: «¿qué estoy dispuesto a hacer?».  El bautizado elige un día conscientemente tener como criterio vital la lucha por la vida digna, hacer que todo sea más humano, ayudar a que todo hombre descubra que es un «hijo amado de Dios» y viva con gozo y esperanza, olvidándose de sí mismo. Está muy atento a lo que necesitan los otros. Y según la vocación que cada uno va descubriendo, decidimos vivir entregando la vida a Dios a través de las personas más débiles de nuestra tierra. 
Todo ese proceso es imposible sin la «oración». Una oración que consiste sobre todo en mirar hacia afuera de nosotros mismos, con los ojos misericordiosos de Dios, y dejarnos interpelar y ser creativos y valientes. No es aceptable esa oración centrada siempre en nuestro yo, los míos, y para mí. Una oración que gire en torno al propio ombligo, limitada a nuestro pequeño mundo. La oración del discípulo, del hijo, tiene que estar llena de rostros, de situaciones y de discernimiento, porque siempre hay algún bien que podemos hacer, siempre podemos amar más y mejor, siempre podemos descubrir nuevas formas de ser «instrumentos del Reino».  Así era la oración de Jesús. Esto es lo que significa estar bautizado con Espíritu Santo y fuego, como profetiza el Bautista. Ser personas luminosas, apasionadas, ardientes en el amor, vitales, comprometidas, arriesgadas... 
Por eso, ¡qué agradecido estoy al día en que me bautizaron mis padres! Aunque entonces no contaran conmigo. Pero a nadie hace mal un regalo así, aunque tardemos años en desenvolverlo. Cuando por fin yo descubrí la grandeza de este regalo... decidí regalarme yo mismo a los demás. 
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¿Qué tengo que hacer?

10/10/2021

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Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
www.cuidadreonda.org

Desde que el hombre es hombre, ha experimentado la necesidad de ir más allá de una vida que parece terminarse con la muerte: la «vida eterna». Porque entonces: ¿Qué más da lo que uno consigue tener, o hacer en esta vida... si todo se acaba?

Sin embargo parece que esta pregunta no inquieta hoy a la inmensa mayoría. Al menos formulada con las palabras que usa aquel hombre que se acerca a Jesús. ¡La vida eterna! Ocupados con la vida diaria, atrapados por las cosas inmediatas, por tantas que es urgente hacer y llevar al día... que no hay lugar para esta pregunta, a no ser quizás, cuando la enfermedad nos pega algún mordisco, o cuando alguien cercano se nos va de este mundo. Dicen que esta pandemia, con todas sus terribles consecuencias ha reavivado la pregunta por la vocación religiosa entre los jóvenes...

Algunos pensadores modernos rechazaron explícitamente hacerse planteamientos más allá de esta vida:“Queremos el cielo aquí en la tierra; el otro cielo se lo dejamos a los ángeles y gorriones”. Y no pocos han hecho suya la máxima que centraba la película «El club de los poetas muertos»: «Vive el presente».

Lo cierto es que Jesús aprovecha y corrige aquella pregunta: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?», y habla más bien de «tener un tesoro en el cielo» o de «entrar en el Reino». Es decir: que Dios (el cielo) sea tu único tesoro. El Maestro intenta reorientar aquella mirada... nada de «heredar» o «ganarse» la otra vida, sino de llenar de sentido esta vida.

Aquel desconocido tenía su madurez, su capacidad de hacerse preguntas serias. Hay que reconocérselo. Lo que le plantea en el fondo a Jesús es: ¿Qué tengo que hacer para ser feliz?, ¿Cómo me puedo sentir satisfecho de mí mismo? ¿Qué tengo que hacer para que mi vida valga realmente la pena? Porque a todas estas preguntas no había encontrado una salida válida.

Las respuestas habituales que nos ofrece nuestra sociedad apuntan a:
— Estudiar para tener un buen empleo, o ser competitivo, o poder volver a tener un trabajo; ganar «suficiente» dinero, comprarse un piso, un coche, hacer algún viaje... Lo de «suficiente» dinero es algo bastante difícil de especificar, por cierto.
— También el mundo afectivo: encontrar pareja, formar una familia, y estar acompañado de buenos amigos... — Y también esa dimensión que se fija en uno mismo: cuidar la propia salud, tener buen aspecto exterior, la imagen que presentamos a los demás, hacer lo que me gusta...
— Algunas veces se propone también aprender a ser buena persona, tener unos principios éticos, algunas prácticas religiosas...

Todas estas cosas son buenas y necesarias..., ¡claro que sí! Pero ninguna de ellas, ni siquiera todas juntas, responden al deseo profundo de felicidad que tenemos. Ninguna de ellas, aun consiguiéndolas con mucho esfuerzo, nos garantiza la felicidad. Porque son todas tan frágiles: es frágil el empleo y la economía, es frágil la estabilidad familiar, es frágil mi salud, y son frágiles las personas en las que podemos apoyarnos y con las que caminamos cada día... porque un día pueden faltarnos.

Aquel buen hombre -Marcos no nos ha indicado que sea «joven»- era alguien «piadoso y devoto». Buena persona, podríamos decir. Honestamente reconocía que a pesar de todo lo que tenía y hacía... quedaba dentro de su corazón una poderosa inquietud. Lo que quizá no sabía es lo peligroso que es hacerle preguntas tan directas a Jesús.

Ya nos decía la segunda lectura que la Palabra de Dios es más tajante que espada de doble filo, que penetra hasta el fondo de la conciencia, hasta lo más recóndito del corazón, hasta los deseos más escondidos... y los pone en evidencia, los descoloca. No sólo cuando nuestra vida está «desnortada», o en pecado. También, y quizá más fuertemente, cuando parece que todo encaja perfectamente. Porque el Dios del amor, precisamente porque es amor, quiere que lleguemos más lejos, que crezcamos más, que no nos quedemos atrapados en la mediocridad, ni centrados en nosotros mismos. Y las palabras de Jesús le dan un tajo en lo más interior: penetran hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, y juzga los deseos e intenciones del corazón (2 Lectura).

El «Maestro Bueno» primero señala hacia los mandamientos: Allí está la voluntad del Dios Bueno. Para salvarse sería suficiente. Jesús no menciona los mandamientos referidos a la relación con Dios (los tres primeros, ¿por qué será?), sino sólo los que tienen que ver con los semejantes. Los cambia de su orden tradicional, y añade uno nuevo: «no estafarás». De cara a la vida eterna tiene prioridad el comportamiento con los hombres, tal como está formulado en estos mandamientos.

Aquel hombre debió sentirse orgulloso de sí mismo, porque todo eso lo había vivido desde pequeño. No es tan difícil cumplirlos: La gran mayoría de los hombres (y de los creyentes), los cumplen suficientemente. Pero eso es Moisés, el Antiguo Testamento. El discípulo de Jesús, el que quiere entrar en el Reino tiene aquí un punto de partida, el comienzo de «otra cosa» mucho mejor y más plena. Y Jesús le da una vuelta de tuerca con tres imperativos: vende, dale, sígueme. Es como si dijera: «Una cosa te falta»: «¿Por qué no dejas de estar centrado en los cumplimientos, en los mandamientos, en tu esfuerzo por ser «don perfecto», en «conseguir», alcanzar, heredar, tener...? Todo eso te hace sentirte muy satisfecho de ti mismo (la verdad es que no tanto, vista su inquietud), y sobre todo te pones a ti en el centro de todo. Pero no eres libre y no tienes lleno el corazón.

Después de una mirada de cariño le dice: «Vamos a mirar juntos a los demás, a los que sufren, a los pobres». «Vente conmigo y ponte a amar, pon a los demás en el centro de tus inquietudes y preocupaciones... y que Dios sea tu único tesoro». En definitiva esa fue la propia opción personal de Jesús y es su propuesta sincera.

Y el que se había puesto de rodillas delante de él... sale de la escena en silencio, con el rostro arrugado y pesaroso: ¡era muy rico! No estaba dispuesto a descentrarse de sí mismo, Dios no era su tesoro. Su tesoro era otro... que le tenía encadenado. ¿Sería eso lo que le puso triste? ¿Se sintió triste al pensar que llevaba toda la vida siendo buena gente.... al descubrir que estaba fallando... al primero de los mandamientos, estaba fallando al Dios Bueno, que no estaba «sobre todas las cosas» ¿Se fue triste al no poder sostener la mirada de cariño y complicidad que le había ofrecido el Maestro?

El caso es que renunció a comprobar que con Jesús la vida eterna y plena empieza a gozarse ya aquí, aunque sabía de sobra que «todo eso que tenía» no le servía para sentir que su vida merecía la pena.

A mí me gusta imaginar que aquel hombre impetuoso y «corredor».... no aguantó la tristeza que apareció con tanta fuerza en su corazón, la tristeza de ver su «verdad»..., ¡bendita tristeza! Y que acabó dejando de mirarse el ombligo, sus cosas, su perfección, sus proyectos... ¡y acabó siendo un buen discípulo de Jesús! No nos lo cuentan lo evangelistas. Pero ¡hay tantas cosas que no nos contaron!. Quizá ésta sea una de ellas. Me gusta imaginarlo así... porque... a lo mejor me pasa a mí.
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DIBUJANDO EL ROSTRO DE LA IGLESIA DE JESÚS

9/26/2021

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Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
https://www.ciudadredonda.org

    Jesús había comenzado una especie de «cursillo intensivo» para ayudar a madurar a sus discípulos y aclarar cómo ha de ser el rostro de su Comunidad. Ya meditamos el domingo pasado los primeros «temas» de ese cursillo.  Hoy se presenta uno de los Zebedeos contando un «incidente» a propósito de alguien que andaba expulsando demonios en el nombre de Jesús y «se lo hemos querido impedir». ¡Ay qué pronto empezamos con prohibiciones, impedimentos y controles! ¿Y cuál es la razón para semejante «iniciativa»? 

              El  problema es que “no es de los nuestros”. No forma parte de nuestro grupo, dice el apóstol. Literalmente traducido: «no nos sigue a nosotros». Así que lo que les inquieta no es si “está o no con Jesús”, sino que “no está con nosotros”. Tampoco importa que “haga milagros”, “eche demonios”, “luche por la liberación de los demás”. Todo eso tiene poco valor para ellos. Lo que les importa es que “no es de nuestro equipo”, “no es de nuestro partido”, “no es de nuestra mentalidad”, “no habla nuestra lengua”, “no es de nuestro color”, “no es de nuestra clase social”, “no tiene nuestra religión”...

            El grupo de los discípulos ha ocupado el lugar de Jesús, se sienten «dueños» de él. Aquel exorcista “no es de los nuestros”. El punto de referencia no es Jesús, sino “nosotros”. No importa si hace el bien, lo que importa es que “no es de los nuestros”. La comunidad apostólica aparece intolerante y sectaria, preocupada por su expansión y por el éxito del grupo. Juan personifica la actitud natural del que se preocupa de conquistar adeptos y de reforzar el propio grupo eclesial. No parece preocuparles la salud de la gente, sino su prestigio grupal. La queja  del Zebedeo pone de manifiesto los celos del grupo ante el extraño, y deja entrever que la autoridad que Jesús les había concebido la han interpretado no en clave de servicio, sino como privilegio y esclusividad.

               El reproche de Jesús quiere corregir la mirada de los suyos para que se fijen, no tanto en «quién» tiene esa autoridad, quién hace exorcismos, quién usa su nombre... cuanto en el servicio y el bien que se realiza con ella. Lo primero y más importante no es que crezca el pequeño grupo, sino que la salvación de Dios llegue a todo ser humano, incluso por medio de personas que no pertenecen al grupo. Lo primero es liberar al ser humano de aquello que lo destruye y hace desdichado. Lo primero no es si tiene permiso, si está bautizado, si es creyente, si practica, si su vida está conforme a las prescripciones religiosas.... sino QUE HACE EL BIEN.
          Una falsa interpretación del mensaje de Jesús nos ha conducido a veces a identificar el Reino de Dios con la Iglesia. Según esta concepción, el reino de Dios se realizaría dentro de la Iglesia, y crecería y se extendería en la medida en que crece y se extiende la Iglesia. Pues no.

En su recientísimo viaje a Bratislava, decía el Papa Francisco:
La Iglesia no es una fortaleza, no es una potencia, un castillo situado en alto que mira el mundo con distancia y suficiencia, sino más bien es la comunidad que desea atraer hacia Cristo con la alegría del Evangelio. El centro de la Iglesia no es ella misma.  Salgamos de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por nuestras estructuras, por cómo nos mira la sociedad… Adentrémonos en cambio en la vida real, la vida real de la gente. A las nuevas generaciones no les atrae una propuesta de fe que no les deje su libertad interior, no les atrae una Iglesia en la que sea necesario que todos piensen del mismo modo y obedezcan ciegamente.

            Estas cosas nos ocurren demasiado. En la tremenda polarización desatada en este tiempo, resulta que si el partido que gobierna no es de los nuestros... no hará nada bien. Siempre miente, siempre tiene ocultas intenciones, se equivoca de objetivos, es «el enemigo" que hay que derribar como sea... ¿De verdad que «el otro» no hace nada bien? ¿De verdad que no podemos encontrar puntos de encuentro y colaboración? ¿Sólo «los míos» lo harían mejor? ¿La actividad política no consiste en buscar consensos, acuerdos, unir fuerzas...?

         Y lo mismo ocurre en el ámbito religioso: si no es de nuestro grupo-movimiento-parroquia, si no es de los nuestros... mejor no arrimarse ni mezclarse. Es como si dijeran «nosotros tenemos la verdad y correcta interpretación del Evangelio». No lo dicen, pero es como si lo dijeran. Sólo nuestros curas, nuestras celebraciones, nuestros cursillos, nuestros retiros, nuestras ideas, nuestros... Recuerda uno aquello que decía Machado: «¿Tú verdad? no, la verdad;  y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela». Cuando no queremos escuchar la opinión del otro y dialogar con él, es que no nos interesa la verdad, sino la seguridad que me proporciona «mi» verdad. El buscador y defensor de la verdad y el bien no le cierra la boca al que tiene otras ideas, ni lo convierte en enemigo, ni le prohíbe seguir pensando, investigando o expresándose, ni intenta controlar sus obras...

       Y el grupo de Jesús es el que tiende puentes, el que crea comunión, el que sabe apreciar el bien venga de donde venga, el que suma fuerzas, el que se alegra de la riqueza de lo diferente, sin pretender uniformar, imponer, silenciar, excluir... «Católico» significa espíritu universal, que sabe descubrir lo valioso en los otros, siempre en búsqueda de la Verdad (1ª lectura), dialogando, porque de los otros siempre hay algo que aprender.

         Otra advertencia importante de Jesús tiene que ver con el «escándalo». En la Biblia el «escándalo» no indica un mal ejemplo o un hecho indignante, sino una «trampa», algo que hace tropezar. A Jesús lo tacharon de escándalo sus adversarios, porque sus enseñanzas les descolocaban, les hacían dudar, les perturbaban. Aquí Jesús piensa en los que obstaculizan la fidelidad a él y a su palabra, hacen caer en el pecado, apartan a alguien de la fe, no le dejan «entrar en la vida».  Los “pequeños” que creen en Jesús, son los miembros más débiles de la comunidad. Y también lo que a uno mismo le hace tropezar, caer, perderse.

Con frases muy duras, propias de la cultura judía, Jesús menciona la mano, el pie, el ojo. 
  • La mano: simboliza la actividad, lo que hacemos. Si nuestras obras nos hacen tropezar, es conveniente cortar con ellas por lo sano, para no acabar en el basurero. El mal obrar, el actuar con intenciones perversas o equivocadas, nos lleva al tropiezo, nos separa del Reino.

 • El pie hace relación al camino, pues los senderos (metas) determinan a dónde vamos, como también  a quién seguimos (modelos). El «camino» es, en la cultura semita y en muchas otras, simboliza el modo de vivir. Si nuestro estilo de vida nos hace tropezar, nos aparta de los caminos de Dios... es conveniente una buena poda.
 • El ojo: Varias citas del Antiguo Testamento relacionan el ojo con un estilo de vida altanero, egoísta y aferrado a las riquezas.  El ojo es símbolo de la relación con los bienes materiales; un ojo bueno/sano no es avaro ni envidioso; un ojo malo/enfermo es el que codicia y retiene para sí, desea desordenadamente. Si nuestra relación con las riquezas o bienes nos hace tropezar, si existimos para acumular y no compartir, si nuestras ambiciones y deseos no son adecuados...  acabaremos en el «basurero», y perderemos el Reino, que es plenitud de la vida compartida.

          Es decir:  “Si tu manera de actuar (mano) te pone en peligro –te hace vivir desde y para la ambición-, cámbiala. Si vas por un camino equivocado (pie), que no lleva a la entrega y al servicio, modifica el rumbo. Si tus deseos (ojo) no van en esa misma línea de amor servicial a todos, transfórmalos”.

          Escandaliza todo aquel que, con su actuación, obstaculiza o hace más difícil la vida digna y humana de los demás. Aunque la advertencia va para todos, especialmente tiene que ver con los que tienen responsabilidades, por ejemplo, en este sistema económico tan injusto, con la mala gestión política y la corrupción, con malos ejemplos de vida... deshumanizadores. Hemos escuchado la advertencia del Apóstol Santiago: "Mirad el jornal de vuestros obreros... Habéis vivido con lujo sobre la tierra"... Y también, claro, los que tienen responsabilidades pastorales, educativas...
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     En fin. Como decía Moisés: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!». ¡Ojalá que nadie del Pueblo del Señor escandalizara! ¡Ojalá que el centro de la Iglesia (y de la sociedad) fueran siempre las necesidades de los más pequeños!.
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«El Hijo del hombre será entregado (...); le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará»

9/18/2021

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Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz
(El Montanyà, Barcelona, España)
Tomado de: 
https://evangeli.net/evangelio​

Hoy, nos cuenta el Evangelio que Jesús marchaba con sus discípulos, sorteando poblaciones, por una gran llanura. Para conocerse, nada mejor que caminar y viajar en compañía. Surge entonces con facilidad la confidencia. Y la confidencia es confianza. Y la confianza es comunicar amor. El amor deslumbra y asombra al descubrirnos el misterio que se alberga en lo más íntimo del corazón humano. Con emoción, el Maestro habla a sus discípulos del misterio que roe su interior. Unas veces es ilusión; otras, al pensarlo, siente miedo; la mayoría de las veces sabe que no le entenderán. Pero ellos son sus amigos, todo lo que recibió del Padre debe comunicárselo y hasta ahora así ha venido haciéndolo. No le entienden pero sintonizan con la emoción con que les habla, que es aprecio, prueba de que ellos cuentan con Él, aunque sean tan poca cosa, para lograr que sus proyectos tengan éxito. Será entregado, lo matarán, pero resucitará a los tres días (cf. Mc 9,31).


Muerte y resurrección. Para unos serán conceptos enigmáticos; para otros, axiomas inaceptables. Él ha venido a revelarlo, a gritar que ha llegado la suerte gozosa para el género humano, aunque para que así sea le tocará a Él, el amigo, el hermano mayor, el Hijo del Padre, pasar por crueles sufrimientos. Pero, ¡Oh triste paradoja!: mientras vive esta tragedia interior, ellos discuten sobre quien subirá más alto en el podio de los campeones, cuando llegue el final de la carrera hacia su Reino. ¿Obramos nosotros de manera diferente? Quien esté libre de ambición, que tire la primera piedra.

Jesús proclama nuevos valores. Lo importante no es triunfar, sino servir; así lo demostrará el día culminante de su quehacer evangelizador lavándoles los pies. La grandeza no está en la erudición del sabio, sino en la ingenuidad del niño. «Aun cuando supieras de memoria la Biblia entera y las sentencias de todos los filósofos, ¿de qué te serviría todo eso sin caridad y gracia de Dios?» (Tomás de Kempis). Saludando al sabio satisfacemos nuestra vanidad, abrazando al pequeñuelo estrujamos a Dios y de Él nos contagiamos, divinizándonos.
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“El drama de los medios nos han dejado sordos a la Palabra de Dios”

9/4/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Effetá, que significa ábrete. Y a momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad” (Mc 7, 34). El mundo de hoy esta saturado por el ruido del pecado. Este murmullo lo contemplamos de manera clara en los medios de comunicación y la propaganda que las ideologías han impulsado. El susurro de estos medios nos ha dejado sordos a la escucha de la voz de la razón y ha atrofiado nuestras palabras para hablar sobre las injusticias que vivimos en nuestros días. El producto de este constante bombardeo es una sociedad manipulable de conciencias vulnerables. La consecuencia de ello es un mundo sin capacidad de escucha a la Palabra de Dios.

El pecado atrofia el corazón y lo sumerge en el miedo. Es precisamente lo que el profeta Isaías denuncia en la primera lectura. El pueblo de Israel por estar sumergido en el pecado se volvió ciego, sordo y mudo a la palabra de Dios. Aquel pueblo se dejo atrofiar por los dioses paganos y su propaganda. Tanto así que el mismo pueblo en tiempos del profeta Samuel pedían ser “iguales a los otros pueblos” (cfr. 1 Sam 8, 5). El Señor nos promete la libertad, pero nosotros, seducidos por el pecado, preferimos la ironía de la esclavitud. Como el pueblo de Israel también nosotros hemos llegado a preferir los pensamientos y dioses mundanos. Queremos que la Iglesia se ajuste al mundo hasta el punto de volverse mundana. Esto ha traído un endurecimiento del corazón que no nos permite escuchar la voz de Dios ni anunciar su Palabra.  

Los medios de comunicación seculares han venido a tapar los oídos a las personas; han vendido un mundo de fantasía e ideologías que atentan contra la dignidad humana. La parcialización de los medios seculares también intenta acallar la voz del Señor. Cada vez que un obispo levanta su voz contra la ideología de género, contra alguna injusticia contra la familia o contra la persona humana los medios se encargan de acallar o atenuar el problema. Fichan a la Iglesia de retrograda y pasada de moda. Con ese sello presentan a la Iglesia al mundo de hoy para desvirtuar el mensaje del Evangelio y cultivan el prejuicio en los jóvenes.

¿Cómo quitaremos este sello que se le ha impuesto a la Iglesia? Ante todo, fortaleciendo nuestro corazón. Ya le decía el profeta Isaías a los israelitas “decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temías” (Is 35, 4). Ante los bombardeos de los medios seculares el Señor nos fortalece el corazón y abre nuestros sentidos a su Palabra. Somos fortalecidos por los sacramentos, la Sagrada Escritura, la oración y el testimonio de una vida auténticamente cristiana. Por eso Jesús ante aquel sordomudo abre sus sentidos a la obra de Dios, no solo para que escuche su Palabra, sino también para que de testimonio de ella. Ya lo decía el Señor a sus discípulos “cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deben decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10, 19-20). Pidamos al Señor la gracia de abrir nuestros sentidos a su Palabra. Que nos ayude a enmudecer el ruido del Pecado con la acción de su gracia.  


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“El hombre mira las apariencias mientras que Dios mira el corazón”

8/28/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

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“Si quieres conocer a alguien no le preguntes lo que piensa sino lo que ama” (san Agustín). Porque muy bien dice el Señor, “allí dónde este tu corazón allí estará tu tesoro” (Mt. 6, 21). Es nuestro corazón donde habitan nuestras buenas y malas intenciones. Allí habitan nuestros intereses, anhelos y proyectos más íntimos. Toda nuestra vida gira en torno aquello que amamos.

Nuestro corazón en muchas ocasiones puede vivir perdido por el pecado que habita en él. Por tal razón el Señor ha querido escribir su Ley, no solo en piedra sino en nuestros corazones. La primera lectura presenta los mandamientos de Dios como la guía para encaminar nuestras intenciones. Sin los mandamientos el hombre anda perdido en los desordenes de sus deseos. Sin embargo, debemos cuidarnos de no vivir en las apariencias del “cumplimiento”. Es una lucha espiritual constante que llevamos en el interior. El vivir los mandamientos por cumplir es una apariencia.


El pecado de la vanidad se reviste con los ropajes de los mandamientos. Podemos correr el riesgo de hacer cosas por buscar una buena fama u opinión. Era precisamente lo que Cristo señalaba a los fariseos en múltiples ocasiones. En el evangelio escuchamos ese reclamo de Jesús: “dejáis al lado los mandamientos de Dios por las tradiciones de los hombres” (Mc. 7, 8). Esto sucede en múltiples ocasiones en nuestra vida parroquial, de manera especial en la catequesis y con los sacramentos. Una vez reciben nuestros niños el sacramento de la confirmación, la primera comunión (tal vez la última) o el sacramento del matrimonio los fieles se desvinculan de la vida parroquial. Muchas veces se acercan a los sacramentos por una tradición, pero no por estar más cerca del Señor.

Vivir la fe implica un cambio de vida radical. Es un luchar constantemente por hacer la voluntad de Dios. Luchamos en nuestra vida de fe, no para que el mundo nos vea, sino para que Dios nos vea. Así tendremos una autentica vida cristiana que nos acerca más al amor de Dios. Para ello el Señor nos ha dado el Espíritu Santo para comprometernos con los mandamientos y luchar por nuestra santidad. Ya lo decía el apóstol Santiago a la comunidad de Jerusalén: “aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos” (Sant. 1, 22). Solo el Espíritu de Dios nos capacita para vivir la letra de los mandamientos. De lo contrario grandes cargas tendremos encima.

No vivamos nuestra fe simplemente porque hay que vivirla. Vivámosla con convencimiento y confianza en el Señor. Dejemos que Dios se acerque por sus mandamientos que son luz en nuestra vida humana y espiritual para hacer su voluntad. Que María Santísima la mujer del fiat, del sí sin medida, nos auxilie a hacer la voluntad del Señor.

 
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“La fidelidad es la respuesta a un amor ardiente”

8/21/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

Cuando se realizan los matrimonios ambos contrayentes expresan sus votos delante del pueblo cristiano. El cónyuge empieza haciendo una promesa de fidelidad: “yo, fulano, te recibo a ti, como esposa y me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ritual del Matrimonio, Formulario Primero, 202). La fidelidad es la acogida que se hacen ambos cónyuges en el matrimonio; es la respuesta a un amor ardiente; es el inicio de una alianza. El sacramento del matrimonio nos puede ayudar a contemplar la llamada que Dios nos hace a desposarnos con él por medio de su Iglesia. Por medio de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, respondemos con fidelidad a la llamada de Dios. Sin la Iglesia, sin su ayuda, es imposible ser fieles al Señor. Solo en el núcleo eclesial podemos acercarnos a Jesucristo. 

Yahvé, Dios, no obliga a nadie a esperar en él. El Señor aguarda que sea una decisión libre de nuestra parte. Así lo manifiesta el libro de Josué en la lectura que acabamos de escuchar. Josué pregunta al pueblo si mantendrán su fidelidad al Señor. La respuesta del pueblo es contundente: “yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos. 24, 15). Esta fidelidad Israel se la enseña a sus descendientes. Pero constantemente es puesta a prueba. Tanto así que las generaciones futuras rompen con el Señor y se refugian en los dioses paganos. Sin embargo, la fidelidad de Dios es constante. Aunque nosotros le neguemos y lo substituyamos por dioses extraños, él permanece fiel.

El gran ejemplo de fidelidad lo tenemos en la relación de Cristo y su Iglesia, de la cual el Señor prometió a Pedro que “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt. 16, 18). La carta a los Efesios nos muestra ese gran misterio de entrega fiel. El apóstol Pablo advierte que la fidelidad conyugal entre un hombre y una mujer debe acogerse con temor cristiano. Ya que desde ese temor Cristo ama a la Iglesia y la Iglesia a Cristo. Ese amor se constituye en misterio; en sacramento de salvación para los fieles. Lo fundamental es la fidelidad a esa entrega incondicional.

Nuestra fe es como una respuesta de fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Constantemente escuchamos de san Pablo y de los apóstoles estar “firmes en la fe” (1 Cor. 16, 13; Flp. 4, 1). Por medio de la fe nos unimos a los designios de Jesús. Esta fe se nutre del Evangelio y de los sacramentos. Por ellos permanecemos firmes en la fe. Cuando vivimos unidos a la fe verdadera, aquella que predicaron los apóstoles hace dos mil años atrás, permanecemos fieles a Jesucristo y a la Iglesia. En nuestra oración no puede faltar esas palabras del apóstol san Pedro a Jesús después de la negación de los discípulos: “Señor, ¿a dónde vamos a ir? Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68). Así somos fieles al Señor, reconociendo que solo él tiene palabras de vida eterna y que esa palabra la encontramos por medio de la Iglesia, que es su esposa, la cual, a pesar de los pesares, a permanecido fiel a su esposo.
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“La asunción: la Pascua de María Santísima”

8/14/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel - Cabo Rojo

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque, ha mirado mi humillación” (Lc.1, 46-47). Hoy la Iglesia con júbilo celebra la asunción de la Santísima Virgen María al Cielo. El pueblo de Dios eleva su voz junto con María para proclamar las maravillas del Señor. Por su fiat hemos sido salvados en su hijo Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Ella por abandonarse en los planes salvíficos adquirió la salvación por los méritos de su Hijo. Por esos méritos y su entrega incondicional esta ahora asunta al cielo para interceder por nosotros ante su Hijo amado, Jesucristo. ¿Qué es el dogma de la asunción? La Iglesia proclama con dicha verdad de fe que el cuerpo de María no se descompuso, sino que fue elevada al Cielo en Cuerpo y alma. La Solemnidad de la Asunción se conoce también como la resurrección de María Santísima.

            El dogma de la asunción manifiesta la íntima unión entre Jesús y María. El papa san Juan Pablo II expresaba que esta unión “se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo” (Juan Pablo II, Audiencia de 2 de julio de 1997). El Sagrado Corazón e inmaculado Corazón son dos amores inseparables.

En el concilio Vaticano II es profundizó el misterio de la asunción. María es colocada como tipo de la Iglesia en el capítulo VIII de la Lumen Gentium. El papa Juan Pablo en una catequesis de 2 de julio de 1997 comenta dicho capítulo de la Lumen Gentium con las siguientes palabras: “los padres conciliares quisieron reafirmar que María, a diferencia de los demás cristianos que mueren en gracia de Dios, fue elevada a la gloria del Paraíso también con su cuerpo. Se trata de una creencia milenaria, expresada también en una larga tradición iconográfica, que representa a María cuando entra con su cuerpo en el cielo” (Audiencia de 2 de julio de 1997). La vida de María es lo que Dios tiene reservado a cada cristiano y la respuesta que el Señor espera de cada uno de nosotros.

Por su asunción María es la Madre del Cielo, el signo de esperanza al cual debemos aferrarnos. Por encima de nuestra debilidad humana, de nuestros fallos, pecados y caídas María nos acompaña desde el cielo en nuestro peregrinar en la tierra. Su mirada maternal enciende en nuestros corazones el deseo por la santidad y el gozo de alabar a “Dios nuestro Salvador” (cfr. Lc. 1, 47). El misterio de la asunción nos invita a cada uno de los cristianos a unir nuestras vidas a Jesús.

La vida de María fue un discipulado constante y fiel. Nosotros estamos llamados a vivir ese discipulado intenso para alcanzar la gloria de la resurrección. Seguir a Jesús en cada momento como María lo hizo. Ella al seguir a Jesús seguía la voluntad del Padre, peregrinaba a la tierra prometida y acompañaba a Jesús en los momentos de dificultad. Su vocación discipular nos acompaña también a nosotros. ¿Quién no ha sentido paz y alivio al rezar el ave María? ¿Quién no ha sentido aquella sensación de tranquilidad al entrar a un Santuario Mariano? Es porque María nos acompaña, nos alienta y recuerda que hay una casa en el cielo esperándonos.  


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