Parroquia San Miguel Arcangel- Cabo Rojo P.R.
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LA EXPERIENCIA DEL RESUCITADO

4/4/2021

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Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
https://www.ciudadredonda.org

Es bien llamativo que el Resucitado elija a unas mujeres para su primera aparición. Anoche en la Vigilia, la versión de san Marcos nos hablaba de unas cuantas mujeres camino del sepulcro. Y hoy Juan nos presenta la aparición a María Magdalena. El caso es que el Resucitado no se ha presentado ni a Pilato para darle un tirón de orejas por irresponsable y corrupto. Ni mucho menos al gran César de Roma. Tampoco al todopoderoso Sanhedrín o a las autoridades del Templo, que lo habían condenado en Nombre de Dios y su sagrada Ley. Ni siquiera a aquellos Doce discípulos «varones» con los que tanto tiempo había pasado. Fue como una pequeña broma del Resucitado. 
     Las mujeres, que en aquella época de la sociedad judía, no pintaban nada, no contaban para nada, tenían  al menos dos cosas a su favor: querían a Jesús con toda su alma. Tanto, que se pusieron en camino sin preocuparse de pedir que las acompañara algún hombre para retirar la enorme piedra a la entrada del sepulcro. Y lo segundo: no tienen miedo de dar la cara, de que otros se enteren de que ellas sí le conocían, que  sí habían estado con él, y aun muerto y despreciado, siguen queriéndole. Valentía y amor.
      Después de ellas, poco a poco, los discípulos y demás apóstoles irán teniendo experiencias parecidas. Pero no penséis que la experiencia de resurrección fue de golpe y porrazo, todos a la vez, todos el mismo día. Ni tampoco creyeron todos inmediatamente. La versión de Juan dice que el discípulo amado «vio y creyó», pero de Pedro no lo dice. La tumba vacía no fue suficiente para él. 
     A lo largo de semanas, meses y hasta de años (pensad en San Pablo), los que conocieron a Jesús (y alguno que no le conoció en persona) fueron experimentando que estaba vivo, y que eso alteraba totalmente sus vidas. Ya no podían seguir como hasta ahora. Si Él estaba vivo después de haber muerto, significaba que todo su mensaje, todo su estilo, toda su vida habían sido ratificadas por el Padre que lo resucita. Nunca olvidemos que el Resucitado es un Crucificado, y que lo fue por unos hombres muy concretos y unas motivaciones muy concretas: Porque Jesús había hecho determinadas opciones, se había enfrentado con ciertas mentalidades, había denunciado muchas cosas... Y entonces, al ser resucitado, es como si el Padre estampase su firma sobre la vida y testamento vital de Jesús... ¡Por lo tanto valía la pena tomarlo en serio! Con nadie más había actuado Dios tan clara y definitivamente. Había mucho que replantear y cambiar. 
    Hace unos días, me comentaba alguien: «el Jueves Santo es el día más importante de la Semana Santa». Y mirando la religiosidad popular, parece que los Nazarenos, las coronas de espinas, el Santo Sepulcro, los latigazos y las Dolorosas se llevan la parte del león, y podrían darnos la impresión de que el Viernes es el día más significativo. Pero no. Si las cosas fueran así, estaríamos haciendo «memoria» de la enésima muerte injusta de un inocente en manos de los poderosos. Y la «memoria» es importante, claro que sí. Pero por sí misma no resuelve nada. Sacaríamos la conclusión de que ganan los de siempre, sin que Dios haga absolutamente nada al respecto.  
     Menos mal que no es así. La resurrección de Jesús significa que sólo una vida planteada, vivida y ofrecida/entregada desde el amor... tiene sentido, es más poderosa que la muerte. Y por tanto, no es indiferente cómo sea el estilo de vida personal de cada uno. Hay vidas que se «pierden», se desperdician, se condenan. Y otras que están en las manos de Dios, Señor de la Historia y de la Vida, para ser llevadas a la plenitud («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»).
     El sepulcro vacío y la ausencia del cadáver del Maestro... no demuestran nada. Los primeros «remisos» en creer que el Señor estaba vivo fueron los propios discípulos. Lo que les contasen las mujeres (y sobre todo ellas) u otros testigos... no era suficiente. La fe no es creer lo que otros han vivido, o nos han contado, sino tener nuestra PROPIA EXPERIENCIA PERSONAL, habernos encontrado con él, experimentar que está vivo y me salva. Este el centro de nuestra fe. 
Algunas sencillas pistas que podrían facilitar esta experiencia, atendiendo a la experiencia de los primeros discípulso:
     ♠ En primer lugar sienten a Jesús como uno de ellos cuanto están reunidos «en su nombre». Es decir, en la COMUNIDAD. Por libre no hay nada que hacer. Hay que estar entre los suyos, con los  suyos y aceptar  ser de los suyos.
     ♠ En segundo lugar, la EUCARISTÍA. Cuando hacen lo mismo que él hizo, parten el pan, beben la copa y se comprometen a vivir su mismo estilo de vida, él se les hace presente. Con el paso del tiempo, algunos podrán llegar a decir con san Pablo: "Ya no soy yo el que está vivo, sino que es Cristo quien vive en mí". Cada discípulo de Jesús se irá transformando en otro Cristo que seguirá haciendo las mismas cosas que hizo entonces.
     ♠ En tercer lugar, CUANDO ORAN, dejándose cuestionar por lo que Jesús había dicho y hecho. Cuando escuchan con el corazón, como María, y no sólo con la cabeza, para llevarlo a la vida. Cuando preguntan a las Escrituras: Señor, ¿qué tengo que hacer para entrar en el Reino? ¿cuál es tu voluntad sobre mí?. Cuando se van atreviendo a hacer suyas las oraciones que otros hicieron antes y fueron escuchados: Si quieres, puedes curarme; Señor, que vea; Señor, mi hija está muy enferma; Soy un pecador, he pecado contra el cielo y contra ti" y tantas otras.
      ♠ Y también, cuando impulsados por la misericordia, reconocen al Señor en aquellos con los que especialmente él se quiso identificarse: Quien acoge a uno de estos niños, a mí me acoge; y el que dé de comer al hambriento, de beber al sediento, el que viste al desnudo, el que hace compañía al enfermo, el que acoge a un refugiado ... a él se lo hacemos. Ahí le seguimos encontrando.
    Os decía antes que la experiencia de que Cristo había resucitado fue poco a poco. Y también los apóstoles fueron cambiando, haciéndose hombres nuevos, poco a poco. Por eso la Iglesia celebra este día de Pascua durante 50 días, como diciendo: ya irás resucitando. Y aún más: el último empujón resucitador, el que abrirá nuestras puertas cerradas, nuestros corazones de piedra nos lo dará el Espíritu del Resucitado, el Espíritu Santo.
Por eso: oremos con insistencia durante todo este tiempo pascual, deseando resucitar, deseando que el Señor nos resucite (no es cosa de nuestra voluntad) y repitamos a menudo: ¡Ven, Espíritu Santo! Una de las mejores oraciones posibles.
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LA PASIÓN: UNA HISTORIA QUE SE REPITE

3/28/2021

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Por: Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
https://www.ciudadredonda.org

Hoy la liturgia pide que seamos muy breves en nuestro comentario a la Palabra, que es la auténtica protagonista, especialmente el relato de la Pasión, narrada este año por San Marcos.  Daré pues solamente unas pinceladas, sin entrar en matices:
      • En primer lugar una invitación a tomarnos en serio las palabras de San Pablo en la segunda lectura. Es frecuente entre nosotros mirar a Jesús como alguien que tenía claro que su misión era «morir por nosotros» en la cruz, con esa muerte dolorosa que hoy hemos meditado, porque así lo habría pedido/querido su Padre Dios. Y como era Dios, «ya sabía» que a los tres días iba a resucitar victorioso de la tumba... y asunto resuelto, misión cumplida. Esta es una verdad de fe bastante incompleta.
San Pablo ha afirmado que Cristo «a pesar de su condición divina» se despojó de todos sus atributos divinos y se convirtió «en uno de tantos». Es decir: que fue como tú y como yo, y al ser "semejante a los hombres", tuvo que ir descubriendo su camino, su proyecto, la «voluntad del Padre» para él. Progresivamente tuvo que buscar, no pocas veces entre dudas y oscuridad, y tomar decisiones. Su «lucha/agonía» en Getsemaní fue muy real: «terror y angustia». Su camino no era ni fácil ni evidente. Tenía que discernir. Sintió como su proyecto del Reino había fracasado ante las autoridades religiosas, ante el Pueblo al que tan intensamente se había dedicado, ante sus propios discípulos... e incluso sintió el silencio y el abandono de Dios. Precisamente las únicas palabras que Marcos nos ha guardado de Jesús en la cruz dicen: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?». Un grito desgarrador que nos revela los sentimientos profundos de su dolor hasta la cruz. 
      • En cuanto a las razones históricas de su condena y de su muerte están muy bien descritas por el evangelista: Jesús y su proyecto del Reino estorban a las autoridades religiosas, que lo tachan de blasfemo, de intentar alterar sus ideas religiosas, sus interpretaciones de las Escrituras, y sus «cargos» de poder. El Pueblo, por su parte, esperaba a alguien que les solucionara sus problemas concretos de todo tipo... Y lo aclaman a su entrada en Jerusalem y le gritan «Hosanna» (=que Dios tenga piedad y nos salve). Pero al verse decepcionados por este «Hijo de David», que llega en un humilde pollino, y en actitud pacífica... acaban prefiriendo la libertad de un criminal, que la de un justo inocente, dejándose manipular por las autoridades. Políticos, como Pilato, lo que quieren es «dar gusto a la gente» y evitarse problemas y responsabilidades. Y con respecto a sus discípulos, tienen miedo, se duermen, huyen, le traicionan, se esconden, desaparecen de escena: «ni sé ni entiendo de qué hablas».
     En resumen: las razones o causas por las que Jesús termina crucificado hay que buscarlas, en primer lugar y por encima de todo, en el rechazo de su misión y su mensaje. No conviene olvidarlo, para no «descontextualizar» ni «espiritualizar» la historia de una tremenda injusticia que dejó a todos muy desconcertados. Y porque esas luchas y enfrentamientos de Jesús han de ser ahora y siempre las nuestras, las de sus discípulos, puesto que el «panorama» no ha cambiado mucho que digamos. Sólo después, con la suficiente distancia, y ayudados por la Escritura (la Primera Lectura de hoy, por ejemplo) vendrán las interpretaciones teológicas sobre el sentido y significado de su muerte. 
      • Por eso mismo, no podemos asistir a los acontecimientos de la Semana Santa del Señor como «espectadores» de una historia que ocurrió hace dos milenios, y sobrecogernos y asombrarnos de todo lo que le pasó al Hijo de Dios... sin dejarnos afectar personalmente. Repasar y revivir la Pasión del Hijo de Dios tiene que servir para que reaccionemos y nos indignemos por tantos «hijos de Dios» que viven HOY similares circunstancias, y que también son eliminados, machacados, silenciados... por oscuros intereses de todo tipo. El «desorden» que mató a Jesús está detrás de los tejemanejes de las industrias farmacéuticas, alimentarias, del comercio de armas, de las manipulaciones políticas y económicas de todos los colores... Aquella historia del Hijo de Dios está hoy muy viva y es muy actual, y tenemos que tener mucho cuidado... para no ser sus nuevos protagonistas: nuevos Pilatos, nuevas autoridades, nuevas gentes manipuladas, nuevos discípulos cobardes, etc. etc. No es coherente que nos conmocionen las heridas, las caídas, los latigazos, y todo lo demás que tuvo que soportar Jesús... por ser quien era... y dejar en el olvido que él fue «uno de tantos» (como decía la anterior traducción litúrgica) que corren hoy su misma suerte. 
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“Morir a nosotros mismos para vivir con Cristo: la sensibilidad espiritual”

3/21/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

Decía san Agustín: “te amas a ti mismo hasta el desprecio de Dios. O amas a Dios hasta el desprecio de ti mismo” (Ciudad de Dios). La invitación de la cuaresma es morir para vivir en Cristo. Por esa razón durante cinco semanas hemos asumido con intensidad las prácticas del ayuno, la oración y la limosna. Las mismas nos han ayudado a nosotros a identificar nuestras debilidades y aquello que nos aleja de Dios. En efecto nos ha hecho un corazón sensible a las realidades espirituales.

Estamos a las puertas de una nueva alianza. La primera lectura del profeta Jeremías nos expone el deseo de Yahvé, Dios, de escribir en nuestros corazones su Ley. El corazón es el lugar donde se dan las decisiones de nuestra vida. En él, el amor encuentra su lugar. Pero si ese amor esta viciado por el pecado y por inclinaciones contrarias al mandato de Dios, muy difícilmente, el tiempo de Cuaresma y en el peor de los casos el tiempo de Pascua dará su fruto. Nuestra alianza con Dios empieza en el corazón con la decisión de amarle con todo el corazón y con toda el alma. Por eso el salmista nos recita aquel hermoso verso que reza “oh, Dios, crea en mí un corazón puro”.

Cuando Dios empieza a realizar su obra en nosotros sensibiliza el corazón. Por medio de esa sensibilidad espiritual captamos la voluntad de Dios, gozamos de la oración y apreciamos los sacramentos con más provecho. Aunque esto es un poco difícil y más en el mundo materialista que vivimos, no podemos desanimarnos. El autor de la carta a los hebreos nos invita a crear esa sensibilidad del espíritu desde la experiencia de Cristo. Por eso nos muestra con palabras vivas el sufrimiento de Cristo. Ellas son tan profundas y reales que nos llevan a ese momento de entrega radical a la voluntad del Padre.

Una vez el corazón se hace sensible a las mociones del Espíritu se nos hace más fácil ver a Jesús y asumir su voluntad. Contemplamos con mayor claridad aquellas cosas que nos alejan de Dios y las que nos acercan a él. ¿Cómo fomentar esta sensibilidad espiritual? La vida sacramental, la dirección espiritual, el apostolado, la oración y la liturgia son los espacios en los cuales nuestra sensibilidad espiritual puede crecer con grandes frutos. Para eso Cristo nos ha dado el Espíritu Santo para que sus siete dones crezcan y germinen en nuestro corazón.  


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“La cruz es la mayor prueba del amor de Dios”

3/14/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 14). Este cuarto domingo del tiempo de cuaresma se conoce como el Laetare. Esta palabra latina significa regocíjate y es tomada del salmo 147. En ella el salmista invita a regocijarnos por la salvación que Dios ofrece en su Hijo Jesucristo. Mirar con fe a Cristo resucitado es dejarse salvar por Dios de nuestros pecados. ¡No hay regocijo más grande que mirar la cruz y darnos cuenta del amor de Dios por nosotros!

El Señor envía a su Hijo para morir por los pecadores y devolverles la alegría que el pecado ha arrebatado de nuestras vidas. La primera lectura del Segundo libro de las Crónicas nos cuenta la deportación de Israel a Babilonia. Narra la caída del templo por causa de los pecados de su pueblo, la desolación de los deportados y las humillaciones que debieron atravesar en tierras extranjeras. Es lo que nos sucede a nosotros cuando pecamos o no reconocemos nuestra culpa ante Dios. El pecado destruye nuestra vida, la sumerge en una tristeza amarga en la cual el odio es la única salida. Pero Dios ha prometido un salvador que sanaría esas heridas provocadas por los pecados.

Dice el apóstol san Pablo “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando muertos por los pecados nos ha hecho revivir con Cristo” (Ef 2, 4). Cuando depositamos nuestra confianza en el amor de Dios, Él por medio de su Hijo nos libera del pecado y de la muerte. Bastaría ver la vida de las personas, el testimonio de muchos santos que después de su encuentro con Cristo su vida no volvió a ser la misma. Bastaría con mencionar a personas como san Pablo, san Agustín, san Francisco de Asís, Santa Benedicta de la Cruz, entre tantos más que muertos por sus pecados se dejaron salvar por Cristo.

El amor de Dios es inagotable, inextinguible e inabarcable. El mismo Señor le dice a Nicodemo, “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la remisión de los pecados para que todo el que crea en Él no muera sino tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Dejándose clavar en la cruz Jesucristo nos da el testimonio del amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Muy bien dice una frase popular, “no fueron los clavos los que sostuvieron a Cristo en la cruz, sino el amor por ti y por mí”. Muy cierta es aquella canción que cantamos en nuestras Eucaristías en la cual dice que “nadie te ama como yo, mira la cruz allí esta mi más grande prueba”. Cuando contemplamos la cruz nos hacemos consientes del amor de Dios.

Cuando no creemos en el amor de Dios podemos estar seguros de que ya estamos condenados. Bastaría con mirar la vida de aquellos que viven de espaldas a Dios. ¿Viven felices? Ciertamente no ¿Viven complacidos con lo que tienen? Les aseguro que tampoco ¿Viven llenos de amor? Cuando entramos en sus vidas solo encontramos odios, trifulcas e insatisfacción. Por eso viven un infierno en la tierra, una soledad horrenda, una existencia sin fundamento, una vida sin cielo. Es imposible vivir una vida plena sin la fe en el Hijo del hombre. La paga del pecado siempre es la muerte, la tristeza, el odio, el rencor y la angustia. En cambio, la vida en el Espíritu de Dios por la fe es “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, y castidad” (Gal 5, 22-23). Estos frutos son de vida y brotan de la fe en la cruz de Cristo. Los frutos de esta fe crecen y se derraman en nuestros corazones en cada Eucaristía. En la misa se actualiza y se hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz. En cada Eucaristía se entrega el cuerpo de Cristo y se derrama su sangre preciosa sobre cada uno de los presentes. Por su entrega tenemos vida eterna.
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“El nuevo templo de Dios”

3/7/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“Porque yo el Señor, soy un Dios celoso” (Ex 20, 5). El centro de nuestra vida no puede ser otro sino solo Dios. Nada ni nadie puede tomar el lugar del Señor en nuestro corazón. Solo Él puede colmar e iluminar los vacíos de nuestra alma. Precisamente el pecado, la carne, el mundo y el Maligno buscan tomar el lugar de Dios en el corazón del ser humano. El Enemigo busca por todos los medios quitar a Dios del centro para poner cualquier cosa. Le hace pensar al hombre que puede conformarse con menos cuando en realidad está llamado a lo más grande. Mucha razón tenía san Agustín en el inicio de sus Confesiones: “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti” (Confe. 1, 1, 1).

Jesús entra al templo con un celo devorador. Entra al templo y empieza a volcar las mesas, los sacrificios y las ofrendas. La gente se escandaliza, los fariseos se preguntaban, ¿Quién se cree para hacer tal barbaridad? El modo de proceder de Jesús es un signo profético de lo que es el plan de Dios en el corazón del hombre. Cuando Dios entra en nuestra vida saca todo aquello que intente ocupar su lugar. En efecto, los sacrificios, las ofrendas y las oraciones se volvieron vacías en el tiempo de Jesús. Todo quedo como una práctica externa que no interpelaba el interior del ser humano que Dios quiere redimir.

Los gestos de Jesús manifiestan lo que Dios quiere hacer en nuestro interior durante esta cuaresma. El Señor quiere hacer de nosotros un templo nuevo; un hombre nuevo. Jesús entra en nuestra vida para destruir los altares que hemos construido a dioses extraños. Lo primero que viene a destrozar son los pecados capitales como lo son la soberbia, el orgullo, la vanidad, la ira, la gula, la pereza, la envidia y la lujuria. Los celos de Dios son capaces de destruir todo aquello que intente ocupar su lugar. Por eso el nuevo templo de Dios no ha sido hecho por hombres, sino que Dios mismo se ha hecho templo para dar un culto verdadero.
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Jesucristo es el templo de Dios. En su cuerpo y por la gracia bautismal podemos dar el culto verdadero, justo y agradable al Señor. Allí dónde son congregados los bautizados, de modo especial en la Eucaristía, se manifiesta la gloria del Señor. Cuando celebramos la Eucaristía nos volvemos una verdadera casa de oración. Es en la Eucaristía donde Dios se hace el centro de nuestra vida. Es en ella dónde Dios toma posesión por medio de su espíritu nuestro corazón.

En esta cuaresma el Señor quiere hacernos templos vivos de su pertenencia. Adorar a Dios en el corazón, por medio de la asamblea litúrgica y en comunión con los hermanos esa es la voluntad del Todopoderoso. El Señor no quiere ser adorado en cualquier lugar, ¡no! El Señor quiere ser adorado en su Hijo Jesucristo que se manifiesta en la Eucaristía. La Eucaristía es manifestación del templo en el cual Dios quiere ser adorado y reconocido. Es cierto que Dios esta en todas partes, pero, no en todas partes se adora al Señor. Hay un lugar especifico que es la Iglesia. Ese es el lugar donde Dios quiere ser adorado, pero para eso debemos sacar fuera los ídolos que hay en nuestro corazón. Debemos dejar que Dios haga de nosotros piedras vivas en la construcción del Reino de los cielos en nuestra vida.
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“Sin cruz no hay paraíso”

2/27/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

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En el Seminario Interdiocesano María Madre de la Providencia de Ponce había un paño de altar blanco, grande y hermoso. En aquel hermoso lienzo se bordó una frase latina que es preciosa. La frase decía: in laetitia, nulla diez sine cruce!, “ni un solo día sin la alegría de la cruz”. Esta frase siempre que la leía me recordaba que la cruz trae consigo renuncia, dolor, sufrimiento e incomprensión. Pero ¿cómo puede existir alegría en algo tan antagónico? Para entender el camino de la cruz debemos seguir a Jesús.

Después de un tiempo turbulento y agotador por la misión el Señor lleva consigo a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta. En ella Jesús se transfigura, cambia de apariencia y da paz a los discípulos. Tanto así que el mismo Pedro dice: “maestro que bien se esta aquí” (Mc 9, 5). Esto nos da una clave para vivir nuestra cuaresma. Vivimos la cuaresma para acercarnos al Señor. Al igual que Pedro, Santiago y Juan somos llamados a subir a la montaña con el Señor y dejarnos consolar por el misterio pascual. Por la cuaresma vivimos la Pascua de resurrección. Morimos a nosotros mismos para ganar el cielo.

La invitación de esta cuaresma es encontrarnos con el Señor. En medio de nuestros momentos de desierto, de tentación y dolor dejarnos consolar por el Señor. Cuando nos abandonamos en los brazos del Señor podemos asumir con un nuevo ánimo nuestra misión en el mundo. Así el camino de la cruz se vuelve uno redentor que nos conduce a la Pascua de resurrección. Pero para gozar de esa Pascua debemos dejar atrás nuestros pecados. Es decir, estar dispuestos a negarnos nosotros mismos.

Para negarnos a nosotros mismos es necesario realizar un acto de fe en el Señor. Abraham se negó a sí mismo e hizo la voluntad de Yahvé, Dios, al ofrecer a su hijo Jacob. Estaba dispuesto a ofrecer lo más valioso que era su hijo, el único hijo, el hijo que tanto había sufrido delante del Señor. En ese momento Yahvé, Dios provee un cordero para el sacrificio y le hace una promesa a Abraham. Por ese niño la descendencia de Abraham iba a ser más abundante que las estrellas de los cielos. La fe de Abraham le permitió recibir bendiciones sobreabundantes. Por colocar su fe en las manos de Dios, la misma dio buenos frutos. Por negarse acabo ganando en la presencia de Dios. 
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“El desierto: nuestra tierra de combate”

2/20/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
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“El Espíritu empujó a Jesús al desierto” (Mc 1, 12). En la literatura bíblica el desierto tiene una importancia vital. Los desiertos son lugares lejanos, inhóspitos, incomodos y silenciosos. Pero para el israelita era el lugar del encuentro con Dios. Así tenemos que Yahvé, Dios, lleva a su pueblo a través del desierto para hablarle al corazón (cfr. Os 2, 16). Los profetas también recurrían al desierto para ayunar, orar y encontrarse con el Señor. Un ejemplo de ello lo fue el profeta Elías cuando salió al desierto después del altercado con la reina Jezabel y caminó un día entero por el desierto buscando la voz del Señor (cfr. 1 Rey. 19, 4). Jesús también sale al desierto movido por el Espíritu. En ese desierto Jesús emprende un combate con la tentación y el Demonio que aleja a los que tienta del Señor.

El desierto no es solamente el lugar del encuentro con Dios sino también la casa de los demonios. Una de las características de los demonios es alejarnos de Dios. Por tanto, buscaran la forma de apartarnos del desierto cuaresmal. Acechan con la tentación para que nos apartemos de ese lugar saludable de encuentro con Dios. Por ejemplo, supongamos que decidí esta cuaresma no comer dulces y así entro como en un tipo de desierto porque siento que me falta algo. Los demonios buscaran la forma de entrar en nuestro interior para convencernos que esa penitencia no tiene sentido. Fue lo que le sucedió a Jesús cuando a los cuarenta días sintió hambre (cfr. Mt 4, 2). El demonio le acecha diciendo “si tu eres el hijo de Dios di a estas piedras que se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Jesús le vence con la escritura y le dice “no solo de pan vive el hombre si no de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). Jesús cayó la tentación porque sabía que hacía en el desierto: escuchando la voz del Señor. De esta forma echa a los demonios del desierto y nos narra el evangelio que los ángeles se pusieron a servirles. Jesús con su fuerza y su poder defiende ese lugar sagrado que se llama desierto.

En nuestra actualidad podemos preguntarnos ¿cómo encontramos ese desierto? El desierto que Dios quiere que entremos es nuestro corazón. Entrar en el sigilo de nuestra vida siempre es difícil porque amerita ver los espacios vacíos y silenciosos. Pero así empieza la conversión, la sanación y la liberación. Jesús ha venido a liberar por medio de su misterio pascual la vida del hombre del pecado y de la muerte. Para así darnos una nueva vida en el sacramento del bautismo. Para vivir esta experiencia de desierto debemos alejar el corazón un poco de las cosas cotidianas y acercarlo al Señor. Por ejemplo, volver a la Iglesia los domingos, recibir el sacramento de la confesión, sacar un momento de oración y estar en familia. Sin embargo, debemos estar atentos porque los demonios buscaran la forma de alejarnos de Dios. Así se desata una lucha por el corazón del ser humano.   

Los demonios en la actualidad nos alejan de los momentos de desierto. Por medio de la tentación siembran en nuestro interior preocupaciones para alejarnos de la voz del Señor. Al Maligno no le conviene que el hombre se aparte del ruido de la ciudad, del sonido del radio, de la comodidad del sofá ni de la T.V. porque allí tiene en su posesión el corazón del ser humano. En esta cuaresma Jesús quiere entrar en el desierto de nuestro corazón y caminar junto a nosotros. Quiere vencer en nosotros las tentaciones y las voces que nos llevan a olvidarnos de Dios y del prójimo. El Señor es empujado por el Espíritu al desierto de nuestra vida para que venza la tentación y podamos servirle con amor. Por eso hagamos nuestras las palabras del apóstol Pablo a los Filipenses en el desierto que el Señor nos invita en esta cuaresma: “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Flp. 4, 13).

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“Presentemos al Señor nuestra lepra”

2/13/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

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“Si quieres puedes limpiarme” (Mc 1, 40). La lepra en los tiempos de Jesús era una enfermedad cruel y despiadada. Destruía la piel de quien estaba enfermo y provocaba un aislamiento debido a su contagio. La vida de los leprosos estaba marcada también por el rechazo social. Lo contemplamos en la primera lectura y en el Evangelio. Vivían apartados de la sociedad, rechazados por ellas, como personas olvidadas y sin importancia. Sin embargo, aquel hombre a pesar de su realidad se presenta con su miseria delante del Señor Jesús. Sale de su entorno y decide postrarse delante del Dios hecho hombre y clamarle “si quieres puedes limpiarme”. El Señor mirando la fe de aquel hombre, su historia y su necesidad decide limpiarle de su pecado.

El Señor quiere limpiarnos al igual que el leproso del Evangelio. Cuando Jesús vio la condición de aquel hombre se le conmovieron las entrañas. Dios quiere quitar la lepra que ensucia nuestra alma. Sin embargo, para limpiarla debemos acercarnos con un corazón sincero: es necesario reconocer con humildad nuestro pecado. Si no estamos conscientes de nuestras culpas nunca cambiaremos, nunca pediremos que el Señor nos limpie porque nos sentiremos perfectos y satisfechos. Jesús se conmovió ante la actitud del leproso que reconoció su enfermedad. Si queremos alcanzar la sanación espiritual es necesario humillarnos delante de Dios. Muy bien decía el salmista “un corazón quebrantado y humillado tu no lo desprecias Señor” (Ps. 51, 7). 

Hoy día sufrimos de la lepra espiritual. Esta lepra se manifiesta de varias formas. El primer síntoma de la lepra espiritual es la soberbia. Creer que no necesitamos de nadie ni de Dios. Nos hace sentirnos tan omnipotentes que podemos llegar a creer dioses. En consecuencia, nos amamos tanto a nosotros mismos que podemos llegar al desprecio de Dios. Una de las consecuencias de esta lepra espiritual lo es el aislamiento. Cuando nos aferramos a la soberbia, a la envidia, la vanidad, la ira, la lujuria, la gula y la pereza acabamos por quedarnos solos. No solo rechazamos a Dios sino a todos aquellos que se acercan a nosotros.  

La lepra de hoy día hace que seamos cada vez más distantes unos de otros. El individualismo hace que nos consumamos porque nos hace pensar que estamos solos. Aquel leproso del Evangelio reconoció su soledad y su vacío y se acercó a Jesús, se humilló delante de su Majestad y le dijo: “si quieres puedes limpiarme”. Esta puede ser una hermosa oración antes de ir al sacramento de la penitencia. Así el Señor nos limpia y nos guarda.  
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“Para vencer la rutina haz a Jesús parte de tu vida”

2/6/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

En el siglo pasado en la construcción de una de las catedrales más famosas de Inglaterra había tres hombres preparando una mezcla de agua, arena, cal y otros materiales. Mientras unían los ingredientes una persona iba de camino y les preguntó: “¿qué hacen?” El primero contestó que estaba haciendo una “argamasa”. El segundo dijo que “estaba colocando ladrillos”. Pero el tercero dijo “estoy haciendo una catedral”. Los tres hacían lo mismo, pero con una visión diferente. Y ¡que diferencia hace esa visión!

Algo parecido nos puede suceder en nuestra relación con Dios y con los hermanos. Algunos verán problemas; otros oportunidades. Por eso es necesario que se nos recuerde que como cristianos estamos edificando el Cuerpo de Cristo. Las pruebas y tareas del día es importante asumirlas como un don de Dios que nos ayuda a madurar en la fe. Es hacer en el fondo el Evangelio parte de mi vida. Ya lo decía san Pablo a los Corintios “me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, algunos”. En efecto, es posible cambiarlo todo cuando hacemos a Cristo parte de nuestra vida.

Hay que tomar la vida desde la mirada de Dios. Job nos muestra en la primera lectura que es fundamental. Nuestra relación con Dios debe ayudarnos a asumir las realidades desde la óptica de la fe. La fe nos ayuda a no vivir nuestra vida como una rutina pesada sino como un encuentro vivo y verdadero con el Señor. El libro del Apocalipsis nos da la clave para renovar el amor a lo que hacemos en nuestra vida de fe: “lo haz hecho todo muy bien, pero has olvidado el primer amor” (Ap. 2, 4). Para no ver la vida como una rutina es necesario mirar siempre renovar el amor a Dios, al prójimo y a nuestra vocación. Si el amor no se renueva se muere y se torna después una relación de derechos y deberes. Corremos el peligro de rezar por rezar, ir a misa por ir a misa, la vida familiar se torna una vida diplomática, entre tantos más.

Jesús asume la vida humana en su totalidad menos en el pecado. El Evangelio de hoy es un día normal de Jesús. Literalmente “pasó haciendo el bien” (Act. 10, 38). Curaba los enfermos, los trataba con ternura, expulsaba los demonios, predicaba el evangelio y al final del día oraba con el Padre del Cielo. Jesús vivía su día en la presencia del Señor. La llamada de este domingo es vivir en la presencia del Señor; a hacer parte de vida a Cristo Jesús. Cuéntale en la oración todo lo que has hecho en tu día y él te escuchará con ternura. Si el día fue pesado o un desastre como el de Job recuerda las palabras de nuestro Señor: “vengan a mi todos los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré” (Mt. 11, 28). Por eso para vencer la rutina haz a Jesús parte de tu vida.


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“Si escuchan hoy su voz, no endurezcan el corazón”

1/30/2021

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P. José L. Ocasio Miranda
Vicario Parroquia San Miguel Arcángel

“Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen” (Mc 1, 27), comentaba la gente. La Palabra de Dios tiene fuerza y autoridad sobre todo lo creado. Ante ella se rinde toda la creación. La Palabra libera a los corazones oprimidos, pronuncia su fidelidad por todas las edades, por su encarnación y muerte en cruz nos libera del pecado. Para esto el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso si escuchamos su voz no endurezcamos el corazón. Que no nos suceda como les ocurrió a los judíos, “pues vino a los suyos y ellos no lo recibieron” (Jn 1, 11).

Lo que llamó la atención de los judíos en la Sinagoga era la enseñanza con autoridad de Jesús. El Señor lo que decía lo ponía por obra. No se puede seguir a Jesús solo por hablar bonito o por entretener el oído. La Palabra de Dios es viva y eficaz. Ella debe movernos a un deseo genuino de amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Aunque en ocasiones cueste es necesario creer en la Palabra para cosechar su amor. Decía el apóstol Santiago “pongan en práctica la Palabra de Dios y no se contenten solo con oírla, de manera que se engañen ustedes mismos” (Sant. 2, 18).

Dice la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II “cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, para la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él” (DV. 5). Dios nos ha mostrado por su Palabra y obras las intenciones que tiene para cada uno de nosotros. Ante ellas debemos responder con fe y entrega. Esta fe se debe traducir en obras; debe dar el fruto de la caridad y la paz de la esperanza.

Tener fe en la Palabra de Dios es siempre un reto, pero contamos con la gracia para llevar a cabo su voluntad. Para hacer vida las promesas de Dios debemos ante todo forjar un discernimiento de lo que el Señor me esta pidiendo. Una vez hacemos ese discernimiento encontraremos muchas sorpresas y enemigos ocultos. Cuando conocemos nuestras heridas y las llamamos por su nombre es más fácil nuestra lucha contra la carne, el mundo y el Maligno. Podemos poner delante de Jesús nuestros pecados y pedirle que nos libere de ellos. Jesucristo por su autoridad divina libera al hombre del pecado y de la muerte.
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La Palabra de Dios nos exige una respuesta de fe. El Señor nos pide fe, pero también exige poner por obra lo que creemos. Así nos libera, nos fortalece y protege. Nuestra relación con Dios esta medida por la escucha y la libertad. Una vez escuchamos la Palabra de Dios, ¿cuál es nuestra respuesta? ¿Acaso las situaciones superan las promesas de Dios? ¿Acaso le doy más fuerza a los espíritus malignos? No debe ser así, estamos llamados a creer en el Señor que no defrauda. Su Palabra no abandona; siempre nos acompaña. Por eso, “si escuchas hoy la voz del Señor no endurezcas tu corazón”.  


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