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Queridos amigos, paz y bien.
Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma. Parece que fue ayer Miércoles de Ceniza, y ya estamos en la cuarta semana. Es el domingo “Laetare”, en el que las antífonas del Misal Romano nos invitan a la alegría. “Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos.” La oración colecta y la oración sobre las ofrendas también hacen referencia a la alegría. (“Haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales.” “Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.”) Que no se nos olvide la alegría.
Vayamos con las lecturas. El Libro de las Crónicas intenta explicar por qué Israel, el pueblo elegido fue desterrado, el templo de Jerusalén destruido y la esperanza, perdida. A pesar de los avisos, de las advertencias lanzadas a lo largo de muuuuchos años, por medio de distintos profetas, el pueblo no fue fiel. Se burló de los profetas, los maltrató y se apartó de los caminos de Dios. Con plena conciencia. Ese pueblo se dejó llevar por las costumbres de los gentiles. Qué curioso, se podría decir que como hoy, en nuestros días. Es más fácil hacer caso a lo que dicen en las redes sociales que a lo que dicen en las iglesias. Y hacer lo que hacen todos, vivir como viven todos, es más cómodo que destacar en la masa. Se ve que la tentación viene de antiguo. Los Mandamientos, que meditábamos la semana pasada, nos dan la pauta. No es fácil, pero es posible cumplirlos.
Al alejarse de Dios, al querer vivir a su manera, los israelitas se convirtieron en esclavos de sus propios ídolos. El deseo de ser libres sin Dios los llevó a ser cautivos de sus impulsos. Esa es la mala noticia. La buena, que Dios nunca los abandonó. A pesar de su dura cerviz, de la sequedad de su corazón. Se aproxima el regreso a la Tierra Prometida. El rey Ciro encarga a los supervivientes la reconstrucción del templo, para que el pueblo tenga de nuevo su lugar de culto. No hay situación, por complicada que sea que el Señor no pueda resolver. Todo lo puede. Incluso acabar con odios antiguos y romper con las cadenas del pecado que atan a sus hijos. Basta con confiar y seguir sus mandatos. Responder al amor de Dios con fe.
De lo que supone vivir lejos de Dios y lo que Él ha hecho por nosotros habla la Carta a los Efesios. El pasaje que hemos oído hoy nos recuerda cómo estamos salvados, por pura gracia y no por nuestros méritos. Sin la fe y sin la ayuda de Dios, estaríamos muertos. Aunque viviéramos muy bien. Pero resulta que ya no hay que hacer nada para conseguir la vida eterna. Cristo, muriendo en la cruz, lo hizo todo ya. Parece que la pregunta que hizo el joven rico, en su momento: “¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?”, está ya contestada. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que Él nos asignó para que las practicásemos (Ef 2, 10). Démonos prisa en hacer el bien. Responder al amor recibido con amor.
El Evangelio nos trae un fragmento del diálogo entre Jesús y Nicodemo. Los temas centrales son la fe y las obras para conseguir la salvación. Cuando Moisés levantaba la serpiente de bronce en el desierto, era necesario mirarla para ser curado. Ahora, cuando miramos a Cristo en la cruz, es preciso creer en Él, para tener vida y tenerla en abundancia (Jn 10,10). Desde lo alto de la cruz, Jesús nos dice que la persona que ha logrado vivir en plenitud es la que se ha hecho esclava por amor. Amor hasta dar la vida por los hermanos. En el caso de Jesús, literalmente.
Se nos habla del juicio, que tendrá lugar no sólo al final de los tiempos, sino que tiene lugar ya hoy. La luz ya ha venido al mundo, y de cada uno de nosotros depende aceptarla o no. Porque Dios nos ha amado mucho. Hay decisiones que nos acercan a lo que Dios quiere, y otras que llevan a la muerte eterna.
En todo caso, Jesús se ha hecho presente para ser fuente de salvación, reflejo del amor de Dios. Nos extiende su mano, para ser la luz que nos rescata de las tinieblas. Hay libertad para aceptar o no esa luz. Pero si se acepta, hay que actuar conforme a la verdad y a lo que Dios nos inspira. ¿De qué manera? Creyendo. Creyendo en la Luz. En este mundo predominan las sombras. Pero, a pesar de todas las injusticias, a pesar de que los que parecen triunfar son los “malos”, creer que vivimos en un mundo amigo. Aunque muchas veces nos parezca que Dios está muy lejos, que estamos “dejados de la mano de Dios”, aunque estemos pasando un purgatorio, reconocer que Dios, por medio de Cristo, ha preparado todo para que podamos salvarnos. Creer que, a pesar de todo, podemos dormir tranquilos.
Si resulta que vivo en un mundo amigo, si Dios está de mi lado, debo plantearme mi papel en este mundo. En lo que queda de Cuaresma, por ejemplo, me puedo plantear si contribuyo a aumentar la luz del mundo, o hago que las tinieblas se espesen. Puedo también revisar cuánta luz y cuántas sombras hay en mi vida, en mi familia, en mi comunidad, en las organizaciones en las que participo… Como seguidor de Cristo, tengo que ser una luz que ilumine a los que están en tinieblas, sin conocer a la Luz.
No siempre será fácil. En muchos lugares, ser luz implica la posibilidad de perder el prestigio social (defender la vida frente al aborto o la eutanasia, o la fidelidad en el matrimonio entre hombre y mujer, v.gr.), perder el trabajo o, incluso, la vida. Nos lo recuerdan los mártires que cada año mueren, sin ir más lejos, al participar en las celebraciones de Pascua o Navidad en algunos países de Asia o de África. Pero para ellos es mejor morir por Cristo que alejarse de su luz. Que sepamos siempre estar cerca de la Luz. Que no la apartemos de nuestra vida. Que seamos reflejo de esa luz para muchos otros. Aunque nos cueste. Está en juego nuestra vida eterna.