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Queridos hermanos, paz y bien.
Después del camino cuaresmal, por fin nos llega el Domingo de Ramos. Dejando de lado el dicho popular (Domingo de Ramos, el que no estrena nada, no tiene manos), para los creyentes es el comienzo del momento más importante del año litúrgico. Cada uno nos hemos preparado mejor o peor, según nuestras posibilidades. Con la celebración de hoy damos comienzo a la Semana Santa. Es el pórtico de esta semana. Una semana especial, en la que escucharemos distintas invitaciones.
Porque la celebración de este día es un auténtico pregón de la Semana Santa. La Iglesia nos invita a centrar nuestra mirada en Jesús para contemplar lo que Él significa para cada uno de nosotros. Es una llamada a la contemplación de los misterios centrales de nuestra fe: por la pasión, muerte y resurrección de Jesús la humanidad ha sido salvada y nosotros, los creyentes, hemos resucitado con Él y en Él por el bautismo.
No es un día, quizá, para predicar mucho. Ya de por sí, la celebración es larga, y habla por sí misma. Pero, por otra parte, algo hay que decir. Se empieza a concretar todo lo que hemos vivido durante las cinco semanas de Cuaresma. La Liturgia nos ha ido llevando y hoy, a las puertas de Jerusalén, contemplamos al Salvador que llega en un modesto borrico.
No lo hace en un poderoso caballo, rápido y elegante, tirando de un carro de guerra, con todo tipo de armas. No llega para acabar con todo los que se le oponen por la fuerza. Más bien, para comenzar un nuevo reino de servicio, de amor y de paz. Es lo que podemos leer en la profecía de Zacarias (¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene hacia ti, justo, Salvador y humilde. Viene montado en un asno, en un pollino, cría de asna. Zac 9,9). El asno, símbolo del servicio, es la señal de que empieza algo nuevo. Servir, llevar la carga de los demás, como hace el asno.
La lectura de Isaías nos reafirma en la imagen de un Mesías distinto, que no responde a la violencia con violencia. Con la ayuda del Señor, todo lo soporta. Escucha la Palabra, y puede decir algunas palabras de aliento. A pesar de todo. Se puede caer en el pesimismo – Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? – pero siempre hay salida.
A veces, esa salida exige mucho esfuerzo. Lo sabe bien el mismo Jesús, como nos recuerda la segunda lectura: actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Es la consecuencia de la Encarnación. Hombre hasta el final, con todas las consecuencias. En el mundo como uno más, pasando frío y calor, hambre y sed, alegrándose y llorando con y por sus amigos. Muriendo por todos y cada uno, nos abrió las puertas de la salvación.
Para que pensemos en ello, quizá, la Liturgia nos presenta en este domingo la Pasión de Nuestro Señor. El Viernes Santo no celebramos la Eucaristía, y, de esta manera, en la Misa, recuerdo del sacrificio de Cristo, escuchamos este relato que, de otro modo, quedaría fuera.
No por conocido, el relato de la Pasión deja de impresionar. Si lo leemos despacio, cada vez podemos captar algún detalle que nos toque especialmente. Porque se pasa de aclamar a Jesús a pedir su muerte. Casi sin solución de continuidad.
Podemos tratar de leer el relato de la Pasión, colocándonos en el lugar de los distintos protagonistas. Sentirnos Pilatos, por las ocasiones en que, ante los problemas ajenos, nos lavamos las manos, pensando que “no es mi problema”. Revisar nuestro “pasotismo” ante lo que nos rodea, por ejemplo.
O podemos colocarnos entre la multitud que, por la presión de los sacerdotes y fariseos, piden la libertad de un bandido, Barrabás, en vez de pedir la libertad de Jesús. En cuántas ocasiones nos dejamos llevar por la presión social, por el “qué dirán”, por quedar bien ante nuestros amigos, familiares, conocidos…
Ver las cosas desde el punto de vista del centurión no estaría mal. Reconoce, aunque tarde, que Jesús era el Hijo de Dios. En demasiadas ocasiones tardamos en ver las cosas como son. Nos fiamos mucho de lo que “ya sabemos”, de lo que “ya hemos hecho”, nos cuesta aceptar las novedades.
Pero, sobre todo, tenemos que intentar ver las cosas desde el punto de vista de Jesús. A pesar de todo, siempre dispuesto a aceptar la voluntad de Dios. Hasta la muerte. Perdonando a lo que le condenaban, a los que le traicionaron – todos – y siendo el puente entre Dios y nuestra salvación. Ver a todos con la mirada de Dios.
La misión del Señor no ha terminado. Está en marcha. Continúa caminando hacia nosotros, porque quiere estar cerca de todos. Cerca de los jóvenes, de los obreros, de los enfermos, de los ancianos y, claro, más cerca de todos los pobres, que son sus preferidos. El Señor camina también hacia ti. Quiere encontrarse contigo. Quiere que sepas reconocerle y acogerle, porque quiere que cenes con Él. Le gusta siempre la cercanía y la intimidad. Debo salir a su encuentro. No le puedo decepcionar.
¿Acaso no podemos nosotros también aportar nuestra contribución al triunfo de Jesús? No es algo imposible. Nosotros, que vivimos hoy en día, podemos prestar nuestra ayuda, no para facilitar la entrada de Jesús a Jerusalén hace unos dos mil años, sino para su retorno glorioso al fin de los tiempos. No se trata de hacer grandes cosas. Es suficiente que creamos en Jesús, Señor de Universo, nuestro redentor y nuestro Juez que viene a recompensar los justos y castigar a los malos.
¡Que la Virgen María, que estuvo también en la entrada de Jesús en Jerusalén, nos ayude mediante su intercesión y sus consejos, para que, siempre, podamos compartir el camino con Cristo!