Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
“Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se convierte en amor” (San Gregorio de Nisa, Homilía, 15). En este domingo el Señor nos sigue invitando a ser vigilantes, pues, no sabemos “ni el día ni la hora de su venida” (Mt 24, 36). Mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Señor debemos preguntarnos en qué consiste esa vigilancia. La vigilancia del cristiano debe ser una llena de amor y de temor. Por eso la Iglesia hoy nos dice que la vigilancia de los hijos e hijas amados de Dios debe fundamentarse en el don del temor del Señor.
¿En qué consiste el temor de Dios? El Temor de Dios es un don del Espíritu Santo que nos ayuda a no ofender a Dios. En la teología bíblica es el principio de la sabiduría (cfr. Dt 10, 12-13). De este modo el hijo de Dios busca cómo vivir la fe y ponerla siempre al servicio de los demás. Le ayuda a leer los signos de los tiempos, las necesidades de aquellos que le rodean y ayuda a su prójimo encontrar la voluntad de Dios en su vida. Esa es precisamente la misión de la Iglesia y de sus miembros hasta el retorno glorioso de su salvador.
La primera lectura que leemos del libro de los Proverbios nos manifiesta la actitud de la Iglesia ante la venida gloriosa de su Señor. Ella nos habla de la diligencia de la esposa ante los bienes de su marido. Como una mujer sabia administra las pertenencias que su esposo le ha dejado hasta su retorno del campo o de su lugar de trabajo. La mujer de la que se habla en esta lectura es figura de la Iglesia, esposa de Cristo. Con “temor y temblor” (Flp. 2, 12) ella pone al servicio de la humanidad todos los medios que Cristo le ha otorgado para la salvación de todos. La Iglesia es la primera que debe vivir con temor de Dios, pues a ella se le ha confiado la salvación de las almas.
Cuando hablamos de Iglesia no solo nos referimos a los curas y a las monjas, sino a todos los bautizados llamados en Cristo. Todos hemos recibido esta misión de trabajar en el vasto campo de la salvación. Algunos como sacerdotes, otros como laicos comprometidos, unos como religiosos o esposos. Todos hemos recibido algo de Cristo y debemos trabajar para que de un fruto de santidad.
El temor de Dios nos saca de la parálisis espiritual. El Señor nos dice en el Evangelio que todos tenemos una responsabilidad con los dones que Dios nos ha confiado por más insignificantes que parezcan. Jesús es quien hace fructificar los frutos que provienen de su gracia. De nosotros queda el explotarlos y compartirlos con los que nos rodean.
Cuando vivimos el temor de Dios compartimos y transmitimos la verdad cristiana de una forma novedosa. Hoy día muchos dicen que no hay temor de Dios y en cierto sentido es real. Sin embargo, debemos preguntarnos como cristianos si ¿estamos transmitiendo el mensaje que Cristo nos ha confiado con temor y temblor? O ¿lo estamos transmitiendo como una obligación? Las generaciones de hoy día son rebeldes a todo aquello que le suene a obligación. Por eso al momento de proponer la fe debemos evitar la imposición y promover el amor.