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1.- INEFABLE AMOR. "Ya no me llamarán "abandonada"..." (Is 62, 4). Abandonada, devastada. Tanto, de tal modo, que esa situación calamitosa viene a dar nombre propio a la tierra de Israel. Era el estado doloroso en que quedó el pueblo sumido, después de haberse olvidado de Dios. Momentos de angustia, momentos de tristeza infinita. Los hombres se alejan por el pecado de su Creador, y al estar lejos se sumergen en un mar de lágrimas, en un mundo oscuro y gris. Esa historia colectiva es figura y paradigma de muchas historias individuales, de todas las historias de cada uno de los pecadores, y de una forma u otra todos los somos.
Cuando el hombre peca, en efecto, el alma se queda como tierra baldía, tierra abandonada y devastada. Aflora el miedo, la sensación de vacío, la tristeza. Es cierto que en ocasiones el hombre llega a encallecerse y a no sentir nada ante el pecado, a vivir "tranquilo" sin Dios. Pero en el fondo late el temor ante lo desconocido, el miedo ante lo que pueda ocurrir, la incertidumbre ante el más allá de la muerte, la duda que atormenta. Pero todo eso tiene fin para los que vuelven, arrepentidos y pesarosos, sus ojos a Dios, que como un buen padre está siempre dispuesto al perdón, a la espera del retorno del hijo pródigo, para correr a su encuentro tan pronto lo vea llegar. Entonces se iluminarán nuestros sombríos horizontes y un nuevo capítulo gozoso se iniciará en nuestra historia personal.
“Como un joven se casa con su novia..." (Is 62, 5). Amor de juventud, primer amor. El despertar de los sentidos al amor, ese sentimiento tan hondo, tan humano y tan divino. Las palabras quedan inexpresivas para describir el amor, son un torpe balbuceo que trata inútilmente de expresarse. Es una realidad que sólo cuando se siente, se comprende. Podemos decir que es lo que más se asemeja al ser de Dios. Quizá por eso sea inefable, tan difícil de describirlo, pues el Señor rebasa con mucho nuestra capacidad de entendimiento. Si no fuera porque él mismo se nos ha revelado poco sabríamos de su grandeza. Así y todo, hemos de reconocer que sólo de forma analógica podemos comprender algo de él. Pero esa aproximación es suficiente para asombrarnos, para colmarnos de veneración y de ternura. A través de Isaías, nos dice hoy que nos ama como un adolescente enamorado ama a su primer amor, y que se alegra al vernos lo mismo que el esposo cuando ve a su amada. Ojalá que esta declaración divina de amor, tan inaudita y encendida, nos despierte y nos empuje a corresponderle, a quererle con toda nuestra alma.
2.- BODAS EN CANÁ. "Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda" (Jn 2, 2). La grandeza y divinidad de Jesús no le impedía estar cerca de las cosas pequeñas de la vida humana de cada día. Esta actitud sería luego criticada por sus enemigos, le llamarían comilón y bebedor simplemente porque participaba en fiestas y celebraciones de sus amigos. Hoy nos narra el evangelio las bodas que se celebraron en Caná de Galilea. A ella fueron invitados Jesús con su madre y sus discípulos. De este modo el Señor santificó con su presencia divina ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendice la unión entre marido y mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el símbolo vivo de su propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo sin defecto ni mancha.
San Juan que vivió con María cuando el Señor se marchó a los cielos; él, que la tomó como madre por encargo de Jesús agonizante en la cruz; él, que fue el discípulo amado, sólo habla dos veces de la Virgen en todo su evangelio; aquí en Caná y luego cuando refiere la crucifixión en el Calvario. Son pocas veces, desde luego, para todo lo que él habría escuchado de labios de Santa María. Sin embargo, cuanto dice es más que suficiente para que podamos conocer la categoría excelsa de Nuestra Señora, la madre de Jesús, como siempre la llama Juan. Ya con este detalle nos está enseñando que María es la madre de Dios, un hecho que es el punto de arranque y la base teológica en donde se apoya toda la grandeza soberana de la Virgen, privilegio singular del que derivan todos los demás.
Con este milagro, realizado gracias a la intervención de María, se pone de manifiesto: Por un lado la ternura de su corazón materno, el desvelo por las necesidades de sus hijos; y por otra parte aparece su poder de intercesión ante su divino Hijo, que se siente incapaz de no atender la súplica de su Madre santísima. Con razón, por tanto, la podemos invocar como Madre de misericordia y como la Omnipotente suplicante.
Cuánto nos ama el Señor. No sólo muere por nosotros en la cruz y derrama toda su sangre para redimirnos. Además nos entrega lo que le era más querido y entrañable, a su propia Madre, para que lo sea también nuestra. Con razón la llamamos "spes nostra", esperanza nuestra y causa de nuestra alegría. Quien confíe en ella no se verá jamás defraudado, lo mismo que nunca defrauda el amor de una buena madre al hijo de sus entrañas.