Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 14). Este cuarto domingo del tiempo de cuaresma se conoce como el Laetare. Esta palabra latina significa regocíjate y es tomada del salmo 147. En ella el salmista invita a regocijarnos por la salvación que Dios ofrece en su Hijo Jesucristo. Mirar con fe a Cristo resucitado es dejarse salvar por Dios de nuestros pecados. ¡No hay regocijo más grande que mirar la cruz y darnos cuenta del amor de Dios por nosotros!
El Señor envía a su Hijo para morir por los pecadores y devolverles la alegría que el pecado ha arrebatado de nuestras vidas. La primera lectura del Segundo libro de las Crónicas nos cuenta la deportación de Israel a Babilonia. Narra la caída del templo por causa de los pecados de su pueblo, la desolación de los deportados y las humillaciones que debieron atravesar en tierras extranjeras. Es lo que nos sucede a nosotros cuando pecamos o no reconocemos nuestra culpa ante Dios. El pecado destruye nuestra vida, la sumerge en una tristeza amarga en la cual el odio es la única salida. Pero Dios ha prometido un salvador que sanaría esas heridas provocadas por los pecados.
Dice el apóstol san Pablo “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando muertos por los pecados nos ha hecho revivir con Cristo” (Ef 2, 4). Cuando depositamos nuestra confianza en el amor de Dios, Él por medio de su Hijo nos libera del pecado y de la muerte. Bastaría ver la vida de las personas, el testimonio de muchos santos que después de su encuentro con Cristo su vida no volvió a ser la misma. Bastaría con mencionar a personas como san Pablo, san Agustín, san Francisco de Asís, Santa Benedicta de la Cruz, entre tantos más que muertos por sus pecados se dejaron salvar por Cristo.
El amor de Dios es inagotable, inextinguible e inabarcable. El mismo Señor le dice a Nicodemo, “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la remisión de los pecados para que todo el que crea en Él no muera sino tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Dejándose clavar en la cruz Jesucristo nos da el testimonio del amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Muy bien dice una frase popular, “no fueron los clavos los que sostuvieron a Cristo en la cruz, sino el amor por ti y por mí”. Muy cierta es aquella canción que cantamos en nuestras Eucaristías en la cual dice que “nadie te ama como yo, mira la cruz allí esta mi más grande prueba”. Cuando contemplamos la cruz nos hacemos consientes del amor de Dios.
Cuando no creemos en el amor de Dios podemos estar seguros de que ya estamos condenados. Bastaría con mirar la vida de aquellos que viven de espaldas a Dios. ¿Viven felices? Ciertamente no ¿Viven complacidos con lo que tienen? Les aseguro que tampoco ¿Viven llenos de amor? Cuando entramos en sus vidas solo encontramos odios, trifulcas e insatisfacción. Por eso viven un infierno en la tierra, una soledad horrenda, una existencia sin fundamento, una vida sin cielo. Es imposible vivir una vida plena sin la fe en el Hijo del hombre. La paga del pecado siempre es la muerte, la tristeza, el odio, el rencor y la angustia. En cambio, la vida en el Espíritu de Dios por la fe es “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, y castidad” (Gal 5, 22-23). Estos frutos son de vida y brotan de la fe en la cruz de Cristo. Los frutos de esta fe crecen y se derraman en nuestros corazones en cada Eucaristía. En la misa se actualiza y se hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz. En cada Eucaristía se entrega el cuerpo de Cristo y se derrama su sangre preciosa sobre cada uno de los presentes. Por su entrega tenemos vida eterna.