Autor: P. Ángel Ortiz Vélez
En tiempos de Jesús, cualquier enfermedad de la piel podía ser considerada como lepra. A los leprosos se les excluía de todo contacto físico y social. Vemos en el Evangelio de Marcos todo lo opuesto:
"Se ACERCÓ a Jesús un leproso que se ARRODILLÓ y le SUPLICÓ: 'Si quieres puedes limpiarme'. Jesús tuvo compasión, extendió la mano, LO TOCÓ y le dijo: 'Yo lo quiero, queda limpio'. " (Mc 1, 40-41)
Hoy día, los adelantos en la medicina ayudan a tratar estas enfermedades y gracias a Dios la lepra tiene su tratamiento. Hay que reconocer que las leyes del Antiguo Testamento que excluían a los leprosos ya no tienen vigencia para nosotros que vivimos la Nueva Alianza (Nuevo Testamento). Sin embargo, en esta sociedad en la que nos tocó vivir, hay gente que reacciona ante otras enfermedades como si fuera lepra: excluyen, marginan a los enfermos de SIDA, a los drogadictos, a los enfermos mentales o a los alcohólicos. Encontramos deambulantes, personas solas y viejitos enfermos que, con hijos y familia, viven abandonados porque no se ocupan de ellos y menos sacan tiempo para cuidarlos, escucharlos y atender sus necesidades básicas. Otras veces lo he dicho pero insisto porque... ¡esto es peor que la lepra!
Hay comportamientos y actitudes que son lepras modernas: causan el aislamiento de la persona. Los jugadores compulsivos gastan todo su dinero en juegos y casinos. Las personas esclavas al mundo cibernético no se preocupan de los que están a su alrededor y muchas veces no tienen ni los mínimos modales para saludar a otras personas incluyendo a sus seres queridos. La indiferencia religiosa, el no respetar lo sagrado y no participar en la vida de la Iglesia (buscando miles de excusas para justificarnos) es otro ejemplo.
A pesar de toda la lepra que podamos tener en nuestra vida o almas, Jesús nos sana y purifica; se hace presente en la Eucaristía para liberarnos y salvarnos. Que Jesús nos sane y purifique para dar testimonio de la gloria de Dios y preocuparnos más de nuestro prójimo.