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Hoy concluye la Octava de Pascua. Durante estos ocho días hemos celebrado la alegría de la Resurrección como si de un solo día se tratase. A partir de hoy, continuamos con la cincuentena pascual que concluirá con la solemnidad de Pentecostés. Hoy, ocho días después de la resurrección, escuchamos en el Evangelio la aparición de Cristo resucitado a los apóstoles y la incredulidad de Tomás. Celebramos además el Domingo de la Misericordia, fiesta instituida por san Juan Pablo II. La palabra de Dios nos muestra hoy tres efectos de la Pascua en nosotros:
1. Hemos nacido de nuevo. Comenzábamos la Cuaresma con el lema del mensaje del Papa Francisco para este tiempo cuaresmal: “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”. La Pascua, que es la meta de la Cuaresma, nos da una vida nueva, transforma todas las cosas, cambia nuestro corazón y redime la creación entera. Por eso, los que hemos renacido con Cristo en la Pascua, somos criaturas nuevas. San Pedro nos recuerda en la segunda lectura de hoy: “Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva”. La Pascua es la fiesta de una novedad: Cristo, por su resurrección, ha hecho nuevas todas las cosas. Por eso nosotros somos unas personas nuevas. Cristo, con su muerte y resurrección, ha derrotado el pecado, ha vencido sobre la muerte. Por ello, los cristianos no podemos seguir viviendo en el pecado, sino que hemos de caminar con la luz de la resurrección. La misma comunidad de discípulos fue transformada por la resurrección del Señor. Así, la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles, narra cómo las primeras comunidades cristianas vivían unidas, en comunión, “constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”. De este modo, la misma vida de los cristianos era un testimonio para todos los que los veían. Así es como comenzó a crecer la Iglesia, por el testimonio de los primeros cristianos. Hoy, nosotros también estamos llamados a vivir de este modo, llenos de Dios, unidos como verdaderos hermanos. Éste es el primer efecto de la Pascua: una vida nueva que nace de la alegría de la resurrección y que es testimonio para todos aquellos que nos ven.
2. La alegría y la paz, signos de la Resurrección. En el pasaje del Evangelio de hoy hemos escuchado de nuevo un relato de la aparición de Cristo resucitado. En esta ocasión leemos cómo los discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los judíos. La muerte del Señor ha dejado a los discípulos sumidos en el miedo. Si Dios no está con nosotros, nos vienen los miedos, los temores. Pero en medio de la casa, aunque las puertas estaban cerradas, aparece Cristo Resucitado, les da su paz y los discípulos se llenan de alegría al ver al Señor. Éste es el segundo efecto que produce en nosotros la resurrección. La alegría es el signo propio de los cristianos, pues nosotros creemos en un Dios que está vivo y presente entre nosotros. Era cierto lo que Jesús había dicho: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Cristo, tras su muerte, no nos ha abandonado, sino que permanece a nuestro lado para siempre. Y ésta es la mayor de las alegrías que podemos tener. Ya no hay miedo, pues Cristo vive. Además, Cristo nos trae la paz pues, si el pecado es el odio, la ira, la envidia, las críticas, la soberbia, y tantas otras cosas que nos llevan a la muerte, la Resurrección ha vencido al pecado, y por ello Cristo Resucitado es portador de la paz. Es la paz del corazón, la paz que nos une de nuevo a Dios y a los demás, de los que nos habíamos separado por culpa del pecado. Todos nosotros necesitamos de la alegría y de la paz que Cristo nos trae con su resurrección.
3. Domingo de la misericordia. Finalmente, el tercer efecto de la resurrección de Cristo es la misericordia, o mejor, darnos cuenta de verdad que la misericordia del Señor es ciertamente eterna. Así lo hemos rezado juntos en el salmo de hoy: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Que lo digan los fieles del Señor, que lo diga la Iglesia entera, que lo digan todas las criaturas: la misericordia del Señor no tiene fin, es eterna, pues Dios ha vencido a la muerte, ha destruido el pecado, nos ha salvado con su resurrección. San Pedro nos recuerda en la segunda lectura que la misericordia de Dios es grande, y que por esa misericordia nos ha salvado, nos ha hecho vivir de nuevo, nos ha dado una esperanza viva. Es hermoso que san Juan Pablo II dedicara este segundo domingo de Pascua para celebrar la misericordia de Dios, pues si tuviéramos que resumir la Pascua, la pasión muerte y resurrección de Cristo en una sola palabra, tendríamos que decir: es eterna su misericordia. El pecado ha abierto en nosotros unas heridas que nos duelen, que nos dan muerte. Pero Dios, por misericordia, ha cerrado esas heridas al abrir las heridas de su Hijo en la cruz. Ahora, las llagas que quedan para siempre en el cuerpo resucitado de Cristo, esas mismas llagas que Tomás tuvo que tocar para creer en la resurrección, son para nosotros una prueba de que Dios es misericordioso y con sus heridas nos ha curado.
Vivamos con gozo esta fiesta de la Pascua. Cristo resucitado nos da paz y alegría, ha perdonado para siempre nuestros pecados y nos ha hecho renacer de nuevo. No seamos incrédulos como Tomás, que necesitó de una prueba tangible para creer en la resurrección. Vivamos con fe este tiempo de gozo. Cristo vive entre nosotros, él ha dado su vida por nuestros pecados y ha vuelto a la vida. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.