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1.- DANOS TU SABIDURÍA. - "Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí un espíritu de sabiduría" (Sb 7, 7). El autor del libro sagrado exulta de gozo. Ha rogado a Dios que le conceda la sabiduría y Dios le ha escuchado, ha satisfecho su deseo. Él no pedía riquezas, ni salud, ni prosperidad. Él sólo quiso ser prudente, tener la justa medida de las cosas, poseer la sabiduría que le hiciera comprender el sentido real de la vida y de la muerte, capaz de verlo todo bajo el prisma mismo de Dios.
Cómo tenemos que aprender a pedir al Señor lo que más nos conviene, lo que en verdad es mejor para nosotros. A veces, por no decir siempre, pedimos solamente cosas materiales, cosas que duran poco o que no sirven para gran cosa: éxito en los negocios, suerte en la lotería o en las quinielas, salud para el cuerpo, una vida confortable y sin complicaciones. Cosas que son buenas, sí, pero que no son las más importantes, ni las más necesarias. Cosas que se quedan en la materia, sin tener en cuenta las exigencias del espíritu. Cosas que a menudo son incluso un estorbo para vivir mejor nuestro cristianismo. Cosas que, a la larga, nos alejan del Señor. Si todo lo tuviéramos solucionado, terminaríamos olvidándonos de Dios.
Hoy, reflexionando ante la oración del sabio de la Biblia, vamos a pedirte con él, Señor, que nos concedas la sabiduría. Ese don del Espíritu Santo que nos haga vivir de otro modo. Más conscientes del valor relativo que tienen las cosas materiales. Persuadidos de que una sola cosa es necesaria, sólo una es imprescindible, sólo una es definitiva: vivir y morir plenamente nuestra fe de cristianos, esta aventura fabulosa de amarte sobre todas las cosas, y de querer sinceramente a los demás. Somos torpes, pobres ciegos incapaces de descubrir la luz, caminando sin rumbo por una noche perenne. Sé tú, Señor, nuestro buen lazarillo, atiende nuestra súplica y concédenos la sabiduría.
"La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro". Palabras extrañas para nuestros oídos, incomprensibles para nuestra corta inteligencia. Y, sin embargo, es la verdadera ciencia, la oculta sabiduría de los que realmente saben.
"La preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Todos los bienes juntos me vinieron con ella, había en sus manos riquezas incontables". Todo viene con la sabiduría de Dios. El alma se llena de alegría sin fin. El cuerpo, también el cuerpo, se transforma. La paz sin sombras invade la vida. Una paz imperdurable. Y en medio de la lucha de cada día, en medio de las rudas tempestades del vivir de siempre, las aguas se remansan en el fondo del corazón. Dándonos una calma serena que domina cada situación... Otra vez, Señor, te lo pedimos: danos tu sabiduría. La preferimos -díselo de veras, aunque te cueste entender-, la preferimos a todos los bienes de la tierra.
2.- ¡SÍGUEME! - El joven rico del Evangelio de hoy ha quedado como prototipo de vocación frustrada, de ilusiones rotas, de deseos fallidos. Él tenía buena voluntad e inquietud por ser cada vez mejor, por alcanzar metas más altas. Aspiraba nada menos que a conquistar la vida eterna. En esto es ya un ejemplo para cada uno de nosotros, tan conformistas a veces, tan aburguesados a menudo, tan amigos de la postura horizontal, tan dados a no querer complicarnos la vida, como si fuera suficiente un ir tirando para lograr el premio final. No nos engañemos y despertemos de nuestro cómodo dormitar en una mediocridad anodina. Sólo los esforzados, los violentos, los que luchan por mejorar cada día, alcanzarán la dicha de los justos.
El Señor responde a aquel muchacho que tantas ganas tenía de ser perfecto. Primero es preciso cumplir los mandamientos de la Ley de Dios. Ese es el principio, los cimientos sobre los que hemos de edificar nuestra amistad con Dios. Nadie, en efecto, puede ser amigo suyo y al mismo tiempo no cumplir sus mandatos. Eso sería una paradoja, un absurdo, una mentira. Vosotros sois mis amigos nos dice Jesús, si hacéis lo que os mando.
Pero ese muchacho quiere más, su espíritu anhela volar alto, llegar hasta la cima más elevada de la perfección. Al verle tan audaz y entusiasmado, Jesús le mira con amor. El Señor gusta de corazones apasionados, capaces de grandes sueños, de proyectos imposibles e ilusiones juveniles, de espíritus con aire deportivo que luchan por llegar lo más arriba posible en el itinerario hacia Dios. Lástima que este muchacho se echara atrás en el momento decisivo. Su mirada clara y luminosa se ensombreció, su corazón joven envejeció de pronto, se anquilosó. El que vino con tanta urgencia se quedó parado en su marcha hacia adelante, se retiró entristecido. El que hubiera sido quizá otro discípulo amado, otro apóstol apasionado y valiente, se quedó enmarcado en ese personaje triste que dijo que no a la llamada de Dios.
También hoy pasa Jesús por nuestras calles, también hoy muchos corren tras de él con el corazón cargado de ilusiones y de buenos deseos. Como entonces, hay quienes le siguen después de haberlo abandonado todo por él, encontrando luego cien veces más de cuanto dejaron. Otros, como el joven rico, se echan atrás cuando oyen la voz del Señor que los llama a una vida abnegada y generosa, se quedan tristes y aburridos, agarrados a esas riquezas caducas que de poco les servirán.