Autor: P. Ángel Ortiz Vélez
Una de las cosas más hermosas en la vida del hombre es el trabajo. No podemos quedarnos con la idea de que el trabajo es un castigo por el pecado del hombre. El trabajo es una bendición y es el medio que ayuda al ser humano para subsistir y realizarse. Cuanto más si el trabajo es cultivar la tierra y sacar de ella el pan de cada día. Es hermoso labrar la tierra, sembrar, cuidar y luego cosechar.
Si miramos el evangelio (Mt 13, 1-23), comienza aquí el sermón de las parábolas. Son siete parábolas con las que Mateo tiene como objetivo, ilustrarnos las realidades misteriosas del Reino de los Cielos. Las parábolas son enseñanzas que Jesús nos da mirando las realidades cotidianas de la vida, de la naturaleza o del trabajo. En esta ocasión es sobre el trabajo del campo, así llegamos a la parábola del sembrador.
Dicen los que estudian los evangelios que esta parábola tiene un carácter o "sabor autobiográfico de Jesús" (Actualidad Litúrgica núm. 239 pag.41). ¿Por qué?, Jesús se ha dedicado a predicar y anunciar; o sea, a trabajar intensamente por el Reino de los Cielos y, en cambio, no se ven los frutos: parece como si hubiese trabajado en vano o en el vacío, mucho esfuerzo y poco logro. Él se siente con la sensación de fracaso. La parábola del sembrador nos ilustra esto con toda su explicación.
Uno es el sembrador, otro la semilla y otro el terreno donde cae la semilla. Nosotros somos ese terreno, el sembrador es Dios y su Palabra es esa semilla. Depende del terreno para germinar esa semilla. El sembrador hizo su trabajo y las condiciones del terreno son las que la hacen germinar. Depende también si la semilla es buena para dar frutos.
¡Demos frutos que permanezcan para la vida eterna!
.