Autor: P. Ángel Ortiz Vélez
Entonces dijo el Señor a Moisés: "Voy a hacer que llueva pan del cielo" (Ex 16,2). Así sucedió; el pueblo peregrino por el desierto no murió de hambre y Moisés lo guió a la tierra prometida. Nuestros padres comieron el maná pero murieron. Jesús es el maná que da la vida eterna. Él se da como maná no para que el mundo perezca sino para que el que coma de este maná tenga la verdadera vida eterna.
Luego de la multiplicación de los panes y peces, Jesús se dio cuenta que la gente lo buscaba porque les llenó la barriga y se los dijo: "Ustedes me buscan no porque han visto a través de los signos, sino porque han comido hasta saciarse" (Jn 6,26). Nos recalca también a nosotros: "Trabajen no por el alimento de un día, sino por el alimento que permanece y da vida eterna" (Jn 6, 27).
Jesús es el pan de vida y tenemos que pedirle al Señor que nunca nos falte ese alimento que está prefigurado en el maná y en la multiplicación de los panes. Ese alimento es la Eucaristía, donde Jesús mismo se nos da cada día y cada domingo que nos reunimos en torno a su mesa para recibirlo. En la Eucaristía es dónde Jesús se hace presente y nos da la antesala en esta vida de la vida eterna junto a Él. Les recomiendo que durante estas cinco semanas en las que proclamamos el capítulo 6 de Juan saquen un rato para leerlo de forma individual, para meditarlo y saborearlo: "No sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Leyéndolo y meditándolo le podemos sacar mayor provecho espiritual y nos ayudará a crecer en el amor a Jesús, verdadero pan de vida.
Jesús nos habla de sí mismo y concluye el discurso con una auto-revelación: "Yo soy el pan de vida" (Jn 6,35). Recordemos que en cada misa que celebramos viene a nosotros Jesús y lo debemos recibir con fe. Él se nos da como alimento de vida eterna. Demos gracias a Dios por este hermoso regalo y aceptémoslo con toda gratitud, con todo el amor de nuestro corazón.
Te amo, oh mi Dios. Mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, oh infinitamente amoroso Dios y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin Tí. Te amo. oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor. Oh mi Dios, si mi lengua no puede decir cada instante que te amo, por lo menos quiero que mi corazón lo repita cada vez que respiro. Ah, dame la gracia de sufrir mientras te amo y de amarte mientras que sufro, y el día que me muera no solo amarte pero sentir que te amo. Te suplico que mientras más cerca esté de mi hora final aumentes y perfecciones mi amor por Tí. Amén.
San Juan María Vianney