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1.- EN UNA DURA SEQUÍA. "En aquellos días se puso en camino hacia Sarepta y al llegar a la puerta de la ciudad encontró allí a una viuda que recogía leña" (1 R 17, 10). Tiempos difíciles cuando la lluvia no acaba de llegar. Elías, el profeta de hierro, había gritado la maldición de Dios sobre el pueblo pecador. Los campos aparecían duros y secos; el ganado, escuálido. La pobreza había hecho su mansión en Israel; la miseria y el hambre rondaban por sus poblados tristes y polvorientos.
Elías se escondió en el torrente Querit, en la ribera oriental del Jordán. Allí había pasado algún tiempo. Pero también aquel torrente se secó. Y nuevamente el Señor dirige sus pasos: Vete a Sarepta de Sidón. Una pobre viuda que vive allí te alimentará... Unas palabras extrañas. En aquella región tampoco había llovido. Y de una pobre viuda poco se podía esperar. Pero Elías se marcha, obedece. Y cuando llega, la ve recogiendo leña. Le pide agua. Después, armándose de valor, le pide pan. Ella protesta, pero Elías insiste. La mujer obedece y el milagro se produce.
Tener fe, esperar contra toda esperanza. Aceptar los planes de Dios, por extraños que sean. Obedecer a la voluntad de Dios, aguardar serenos y confiados. El agua caerá a su tiempo y la tierra dará su fruto. Y lo que es más importante, en el corazón habrá brotado la esperanza, habrá brillado la fe, se habrá encendido el amor... Haznos comprender, Señor, que todo eso vale muchísimo más que tener todos los campos verdes y el ganado alimentado.
"Te juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza" (1 R 17, 12). Aquella mujer responde enojada: “Ya ves que estoy recogiendo leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos". Sus palabras están cargadas de tristeza. No hay otra solución. Se comerán lo poco que les queda y después, muy juntos, hijo y madre, esperarán la inexorable muerte.
Pero Elías de dice: "No temas. Anda, prepáralo como has dicho; primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después". Ella se olvida por un momento del hambre, se dispone a entregar lo que Dios le pide por medio de su profeta. Y entonces "ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó.
Darlo todo, hasta quedarse sin nada. Dar lo más que podamos. Y mientras más entreguemos, mayor será la recompensa... Qué tontos somos, qué malos negociantes. No nos damos cuenta de que lo poco que entregamos se nos devuelve centuplicado, revalorizado con valor de eternidad. Ayúdanos, Señor, a darnos por completo, a darte, de un modo o de otro, cuanto tenemos... No creemos que tú seas muy poderoso, muy rico, muy dadivoso y magnánimo al corresponder, el ciento por uno y la vida eterna. No comprendemos que nadie te puede ganar en generosidad. Ten compasión de nuestra torpe y absurda tacañería. Y ayúdanos, te repito, a saber abrir generosamente nuestro corazón y nuestra cartera.
LA GENEROSIDAD DE LOS POBRES: "... ha echado todo lo que tenía para vivir" (Mc 12, 44) Aquellos escribas hacían de su oficio un honor y no un servicio. Es cierto, y lo dice la Escritura, que quienes presiden y quienes enseñan a los demás merecen un doble honor. Pero ese honor y ese respeto ha de venir espontáneamente de quienes reciben la enseñanza, y nunca buscado ni exigido por quienes la imparten. Así, pues, a nuestros maestros y guías les debemos veneración y docilidad. Por el contrario, a quienes enseñamos -hay muchas maneras de ser maestro en la vida- les debemos nuestro tiempo y nuestros desvelos, un servicio desinteresado y generoso que sólo procure el bien de aquellos que el Señor, de un modo u otro, nos ha confiado.
Si no actuamos así, dice el Señor, recibiremos una sentencia más rigurosa. Es lógico que sea así. Si cumpliendo con el deber de enseñar a otros merecemos un premio especial, también será de especial el castigo si descuidamos tan grave obligación como es la de mostrar el buen camino a los demás. Por eso hay que empeñarse con alma y vida en ser proyector de luces y no de sombras. Dar a manos llenas la buena doctrina y aprovechar todas las ocasiones y todos los recursos para difundir la Verdad.
Jesús con sus discípulos, como tantas otras veces, está sentado en los atrios del Templo. El Señor toma ocasión esta vez para impartir su enseñanza de un hecho que, quizá para muchos, pasó desapercibido. Entre aquellos que echaban grandes limosnas, casi oculta entre la muchedumbre, una pobre viuda echa también su humilde limosna, dos reales dice la traducción litúrgica. Una insignificancia en fin, sobre todo en comparación con las grandes sumas que otros echaban.
Y, sin embargo, a los ojos de Jesús, o lo que es lo mismo a los ojos de Dios, aquella modesta limosna valía más que la de los otros. Estos echaban mucho al parecer, pero echaban de lo que les sobraba. En cambio, la pobre viuda daba cuanto tenía, que además, le era necesario para sobrevivir. Es un ejemplo de la generosidad de los pobres que a veces, ante la mirada divina, son mucho más ricos que los que tienen de sobra. Al fin y al cabo esa es la verdadera riqueza, la de la generosidad en el dar por amor de Dios. Bien dice el Señor que mejor es dar que recibir. Aparentemente resulta una paradoja, pero de cara a Dios así es. Quien da, movido por la caridad, recibe del Señor el ciento por uno y la vida eterna. Ojalá lo entendamos y lo practiquemos, ojalá seamos tan generosos como la pobre viuda, capaces de darlo todo.