Vicario Parroquia San Miguel Arcángel
“La gloria de Dios es que el hombre viva”, dice San Ireneo de Lyon (Adv. Haer, Libro IV, 20, 5-7). ¿Cómo vivimos nuestra vida? ¿Cómo esta nuestra relación con el Señor? ¿Cómo asumimos nuestra vida cristiana? Estas son algunas de las preguntas que deben interpelar el corazón del creyente ante la fiesta de Jesucristo Rey del Universo. La venida del Señor es inminente. Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Dios. Ciertamente Dios es misericordioso y ha sido “lento a la ira y rico en clemencia” (Sant. 5, 11) con cada uno de nosotros. Hemos experimentado su amor y nos hemos vuelto ovejas de su rebaño. Pero esa experiencia de amor debe traducirse en obras: si Dios ha sido misericordioso conmigo, yo debo ser compasivo y clemente con mi prójimo.
En el Evangelio Jesús nos llama a estar atentos y vigilantes ante las necesidades del prójimo. Dios no se ha quedado en un espacio cómodo, sino que ha querido caminar con el hombre y redimirlo de su situación de pecado. Por eso envió a su Hijo “para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 14). Nos da lo más sagrado para que tengamos vida en abundancia. De la misma forma el cristiano esta llamado a darse como se dio el Hijo. Para darnos en amor el Señor nos ha dado a su Espíritu Santo. Es el Espíritu quien nos mueve a vivir como los hijos amados de Dios. Por Él podemos darnos cuenta de la necesidad de nuestros hermanos y ayudarles. El camino al cielo se edifica con los actos de amor al prójimo.
Nuestro prójimo no es un obstáculo para ir al cielo. Muchas veces podemos caer en la tentación de decir que los demás son el problema. Sin embargo, muchas veces el problema parte del corazón que no quiere acoger al otro con sus deficiencias. El prójimo siempre costará, pero pensemos en el amor que Dios nos ha tenido. Pensemos por un momento en los sufrimientos, en el rechazo y en la indiferencia que tuvo que pasar Jesús para salvarnos. Nos daremos cuenta de que Él tuvo que pasar más por nosotros y por ese amor nos salvó. Recordemos de san Juan de la Cruz “al final del día me juzgaran en el amor”.
El juicio de Dios se dictamina en base a nuestro amor y deseo. ¿Qué amamos y qué deseamos en esta vida? El Señor nos ha dado lo esencial de la Ley: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 38). Si Dios ama al ser humano nosotros debemos amarle a través de Él. El que no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios que no puede ver. Por eso nuestro amor a Dios lo manifestamos por medio de las obras de misericordia, de la oración, de la celebración de los sacramentos, de la diligente escucha de la Palabra, de las obras de apostolado y de la entrega generosa a nuestra vocación particular. Cuando vivimos con esa diligencia de modo libre y consciente el Señor nos dirá: “venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.