SANTO CURA DE ARS: CÓMO HACER PARA QUE ORAR NOS SEA TAN FAMILIAR COMO RESPIRAR
Mediante la oración agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas y nos aseguramos la vida eterna.
Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una continua oración mediante nuestra unión con Dios?
¿Cuando se ama a alguien, hay necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración.
Para orar de manera que nuestra oración dé fruto, no basta dedicar a ella un breve instante, ni hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas, pidiéndole perdón por las mismas.
Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil: ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices.
O también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo.
Rezaremos algunas preces en honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa, ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María cuando dan las horas.
Todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban siempre los santos.
https://www.facebook.com/news.va.es
Mediante la oración agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas y nos aseguramos la vida eterna.
Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una continua oración mediante nuestra unión con Dios?
¿Cuando se ama a alguien, hay necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración.
Para orar de manera que nuestra oración dé fruto, no basta dedicar a ella un breve instante, ni hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas, pidiéndole perdón por las mismas.
Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil: ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices.
O también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo.
Rezaremos algunas preces en honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa, ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María cuando dan las horas.
Todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban siempre los santos.
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El Papa recuerda a los jóvenes que 'la misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona'
Por Redacción
Ciudad del Vaticano, 28 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Publicamos a continuación el Mensaje del Santo Padre para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud que se celebra en Cracovia (Polonia) del 26 al 31 de julio de 2016, que ha dado a conocer hoy la Oficina de Prensa de la Santa Sede. El Santo Padre invita a los jóvenes que como preparación a la JMJ elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para practicarla cada mes.
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7)
"Queridos jóvenes:
Hemos llegado ya a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia, donde el próximo año, en el mes de julio, celebraremos juntos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos guían las palabras de Jesús recogidas en el “sermón de la montaña”. Hemos iniciado este recorrido en 2014, meditando juntos sobre la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante nos queremos dejar inspirar por las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. El Jubileo de la Misericordia
Con este tema la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes a nivel mundial. No es la primera vez que un encuentro internacional de los jóvenes coincide con un Año jubilar. De hecho, fue durante el Año Santo de la Redención (1983/1984) que San Juan Pablo II convocó por primera vez a los jóvenes de todo el mundo para el Domingo de Ramos. Después fue durante el Gran Jubileo del Año 2000 en que más de dos millones de jóvenes de unos 165 países se reunieron en Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud. Como sucedió en estos dos casos precedentes, estoy seguro de que el Jubileo de los Jóvenes en Cracovia será uno de los momentos fuertes de este Año Santo.
Quizás alguno de ustedes se preguntará: ¿Qué es este Año jubilar que se celebra en la Iglesia? El texto bíblico del Levítico 25 nos ayuda a comprender lo que significa un “jubileo” para el pueblo de Israel: Cada cincuenta años los hebreos oían el son de la trompeta (jobel) que les convocaba (jobil) para celebrar un año santo, como tiempo de reconciliación (jobal) para todos. En este tiempo se debía recuperar una buena relación con Dios, con el prójimo y con lo creado, basada en la gratuidad. Por ello se promovía, entre otras cosas, la condonación de las deudas, una ayuda particular para quien se empobreció, la mejora de las relaciones entre las personas y la liberación de los esclavos.
Jesucristo vino para anunciar y llevar a cabo el tiempo perenne de la gracia del Señor, llevando a los pobres la buena noticia, la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cfr. Lc 4,18-19). En Él, especialmente en su Misterio Pascual, se cumple plenamente el sentido más profundo del jubileo. Cuando la Iglesia convoca un jubileo en el nombre de Cristo, estamos todos invitados a vivir un extraordinario tiempo de gracia. La Iglesia misma está llamada a ofrecer abundantemente signos de la presencia y cercanía de Dios, a despertar en los corazones la capacidad de fijarse en lo esencial. En particular, este Año Santo de la Misericordia «es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015).
2. Misericordiosos como el Padre
El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el Padre» (cfr. Misericordiae Vultus, 13), y con ello se entona el tema de la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la misericordia divina.
El Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios términos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.
En el concepto bíblico de misericordia está incluido lo concreto de un amor que es fiel, gratuito y sabe perdonar. En Oseas tenemos un hermoso ejemplo del amor de Dios, comparado con el de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; [...] ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. [...] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae Vultus, 6).
El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cfr.Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia.
En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él siente cuando encuentra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la alegría de Dios es perdonar! Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón» (Ángelus, 15 de septiembre de 2013).
La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello... ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona!
Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?
Sé lo mucho que ustedes aprecian la Cruz de las JMJ – regalo de San Juan Pablo II – que desde el año 1984 acompaña todos los Encuentros mundiales de ustedes. ¡Cuántos cambios, cuántas verdaderas y auténticas conversiones surgieron en la vida de tantos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda! Quizás se hicieron la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He aquí la respuesta: ¡La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios! Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida! En la cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordia. Aquí quisiera recordar el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús. Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cfr. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos?
¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de todo corazón? En el Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.
3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. [...] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado a ustedes en modo muy resumido cómo ejerce el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerirles cómo podemos ser concretamente instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo. Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo del mísero modo que puedo, visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. A ellos les daba mucho más que cosas materiales; se daba a sí mismo, empleaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Piensen que un día antes de su muerte, estando gravemente enfermo, daba disposiciones de cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que habían sido visitados y ayudados por el joven Pier Giorgio.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponer que para los primeros siete meses del año 2016 elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Déjense inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia de nuestro tiempo:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos [...]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos [...]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» (Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica las obras. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae Vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones tan diferentes, hay tantas guerras y hay incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero!
4. ¡Cracovia nos espera!
Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la ciudad de San Juan Pablo II y de Santa Faustina Kowalska, nos espera con los brazos y el corazón abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia de nuestro tiempo. Juan Pablo II había intuido que este era el tiempo de la misericordia. Al inicio de su pontificado escribió la encíclica Dives in Misericordia. En el Año Santo 2000 canonizó a Sor Faustina instituyendo también la Fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y esperando que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra, llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, 17 de agosto de 2002).
Queridos jóvenes, Jesús misericordioso, retratado en la imagen venerada por el pueblo de Dios en el santuario de Cracovia a Él dedicado, les espera. ¡Él se fía de ustedes y cuenta con ustedes! Tiene tantas cosas importantes que decirle a cada uno y cada una de ustedes... No tengan miedo de contemplar sus ojos llenos de amor infinito hacia ustedes y déjense tocar por su mirada misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar sus almas, una mirada que sacia la profunda sed que demora en sus corazones jóvenes: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad. ¡Vayan a Él y no tengan miedo! Vengan para decirle desde lo más profundo de sus corazones: “¡Jesús, confío en Ti!”. Déjense tocar por su misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se conviertan en apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desesperación.
Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo – del que habló San Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra. En esta misión, yo les acompaño con mis mejores deseos y mi oración, les encomiendo todos a la Virgen María, Madre de la Misericordia, en este último tramo del camino de preparación espiritual hacia la próxima JMJ de Cracovia, y les bendigo de todo corazón.
Desde el Vaticano, 15 de agosto de 2015
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María".
http://www.zenit.org/es/articles/mensaje-del-santo-padre-para-la-xxxi-jornada-mundial-de-la-juventud?utm_campaign=diariohtml&utm_content=%5bZS150928%5d%20El%20mundo%20visto%20desde%20Roma&utm_medium=email&utm_source=dispatch&utm_term=Classic
Por Redacción
Ciudad del Vaticano, 28 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Publicamos a continuación el Mensaje del Santo Padre para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud que se celebra en Cracovia (Polonia) del 26 al 31 de julio de 2016, que ha dado a conocer hoy la Oficina de Prensa de la Santa Sede. El Santo Padre invita a los jóvenes que como preparación a la JMJ elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para practicarla cada mes.
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7)
"Queridos jóvenes:
Hemos llegado ya a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia, donde el próximo año, en el mes de julio, celebraremos juntos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos guían las palabras de Jesús recogidas en el “sermón de la montaña”. Hemos iniciado este recorrido en 2014, meditando juntos sobre la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante nos queremos dejar inspirar por las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. El Jubileo de la Misericordia
Con este tema la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes a nivel mundial. No es la primera vez que un encuentro internacional de los jóvenes coincide con un Año jubilar. De hecho, fue durante el Año Santo de la Redención (1983/1984) que San Juan Pablo II convocó por primera vez a los jóvenes de todo el mundo para el Domingo de Ramos. Después fue durante el Gran Jubileo del Año 2000 en que más de dos millones de jóvenes de unos 165 países se reunieron en Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud. Como sucedió en estos dos casos precedentes, estoy seguro de que el Jubileo de los Jóvenes en Cracovia será uno de los momentos fuertes de este Año Santo.
Quizás alguno de ustedes se preguntará: ¿Qué es este Año jubilar que se celebra en la Iglesia? El texto bíblico del Levítico 25 nos ayuda a comprender lo que significa un “jubileo” para el pueblo de Israel: Cada cincuenta años los hebreos oían el son de la trompeta (jobel) que les convocaba (jobil) para celebrar un año santo, como tiempo de reconciliación (jobal) para todos. En este tiempo se debía recuperar una buena relación con Dios, con el prójimo y con lo creado, basada en la gratuidad. Por ello se promovía, entre otras cosas, la condonación de las deudas, una ayuda particular para quien se empobreció, la mejora de las relaciones entre las personas y la liberación de los esclavos.
Jesucristo vino para anunciar y llevar a cabo el tiempo perenne de la gracia del Señor, llevando a los pobres la buena noticia, la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cfr. Lc 4,18-19). En Él, especialmente en su Misterio Pascual, se cumple plenamente el sentido más profundo del jubileo. Cuando la Iglesia convoca un jubileo en el nombre de Cristo, estamos todos invitados a vivir un extraordinario tiempo de gracia. La Iglesia misma está llamada a ofrecer abundantemente signos de la presencia y cercanía de Dios, a despertar en los corazones la capacidad de fijarse en lo esencial. En particular, este Año Santo de la Misericordia «es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015).
2. Misericordiosos como el Padre
El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el Padre» (cfr. Misericordiae Vultus, 13), y con ello se entona el tema de la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la misericordia divina.
El Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios términos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.
En el concepto bíblico de misericordia está incluido lo concreto de un amor que es fiel, gratuito y sabe perdonar. En Oseas tenemos un hermoso ejemplo del amor de Dios, comparado con el de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; [...] ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. [...] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae Vultus, 6).
El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cfr.Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia.
En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él siente cuando encuentra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la alegría de Dios es perdonar! Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón» (Ángelus, 15 de septiembre de 2013).
La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello... ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona!
Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?
Sé lo mucho que ustedes aprecian la Cruz de las JMJ – regalo de San Juan Pablo II – que desde el año 1984 acompaña todos los Encuentros mundiales de ustedes. ¡Cuántos cambios, cuántas verdaderas y auténticas conversiones surgieron en la vida de tantos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda! Quizás se hicieron la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He aquí la respuesta: ¡La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios! Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida! En la cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordia. Aquí quisiera recordar el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús. Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cfr. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos?
¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de todo corazón? En el Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.
3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. [...] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado a ustedes en modo muy resumido cómo ejerce el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerirles cómo podemos ser concretamente instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo. Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo del mísero modo que puedo, visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. A ellos les daba mucho más que cosas materiales; se daba a sí mismo, empleaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Piensen que un día antes de su muerte, estando gravemente enfermo, daba disposiciones de cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que habían sido visitados y ayudados por el joven Pier Giorgio.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponer que para los primeros siete meses del año 2016 elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Déjense inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia de nuestro tiempo:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos [...]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos [...]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» (Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica las obras. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae Vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones tan diferentes, hay tantas guerras y hay incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero!
4. ¡Cracovia nos espera!
Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la ciudad de San Juan Pablo II y de Santa Faustina Kowalska, nos espera con los brazos y el corazón abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia de nuestro tiempo. Juan Pablo II había intuido que este era el tiempo de la misericordia. Al inicio de su pontificado escribió la encíclica Dives in Misericordia. En el Año Santo 2000 canonizó a Sor Faustina instituyendo también la Fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y esperando que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra, llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, 17 de agosto de 2002).
Queridos jóvenes, Jesús misericordioso, retratado en la imagen venerada por el pueblo de Dios en el santuario de Cracovia a Él dedicado, les espera. ¡Él se fía de ustedes y cuenta con ustedes! Tiene tantas cosas importantes que decirle a cada uno y cada una de ustedes... No tengan miedo de contemplar sus ojos llenos de amor infinito hacia ustedes y déjense tocar por su mirada misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar sus almas, una mirada que sacia la profunda sed que demora en sus corazones jóvenes: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad. ¡Vayan a Él y no tengan miedo! Vengan para decirle desde lo más profundo de sus corazones: “¡Jesús, confío en Ti!”. Déjense tocar por su misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se conviertan en apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desesperación.
Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo – del que habló San Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra. En esta misión, yo les acompaño con mis mejores deseos y mi oración, les encomiendo todos a la Virgen María, Madre de la Misericordia, en este último tramo del camino de preparación espiritual hacia la próxima JMJ de Cracovia, y les bendigo de todo corazón.
Desde el Vaticano, 15 de agosto de 2015
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María".
http://www.zenit.org/es/articles/mensaje-del-santo-padre-para-la-xxxi-jornada-mundial-de-la-juventud?utm_campaign=diariohtml&utm_content=%5bZS150928%5d%20El%20mundo%20visto%20desde%20Roma&utm_medium=email&utm_source=dispatch&utm_term=Classic
Bajo el signo de la Santa Cruz
Carta semanal del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. "Sólo la mirada a Cristo crucificado nos da la perspectiva nueva de mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora"
Por Mons. Demetrio Fernández
Córdoba, 10 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
La fiesta de la Santa Cruz el 14 de septiembre nos da la pauta cada año para el inicio del curso cristiano: bajo el signo de la Santa Cruz. No empezamos nuestras actividades por una programación comercial o de marketing, por unos objetivos marcados que hemos de revisar como la cuenta de resultados empresarial. Empezamos el curso cristiano en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, bajo el signo de la Santa Cruz.
La Santa Cruz para el cristiano no es una carga pesada e insoportable, que hemos de arrastrar resignados. La Santa Cruz es el sufrimiento vivido con amor, y nos lleva a asumir los trabajos de cada día con esa dimensión más profunda, la dimensión redentora. Viene a ser como las Cruces de mayo. Después de haber celebrado el tiempo penitencial de Cuaresma y Semana Santa y de haber participado en el triunfo glorioso del Señor resucitado, miramos la Cruz con otros ojos. Entendemos por la fe que en la Cruz está nuestra salvación, y vemos que ese leño seco ha florecido. Vemos que la aspereza de la vida está suavizada por la esperanza de un fruto de vida eterna, que ya comienza en esta vida.
La fiesta de la Santa Cruz es una invitación a vivir más unidos a Cristo, porque “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), compartiendo sus sufrimientos y revestidos de sus sentimientos. La fiesta de la Santa Cruz nos abre un horizonte lleno de esperanza, porque nos habla de una eficacia que no viene de nuestras obras, sino de la fuerza redentora de la muerte y resurrección del Señor. Cuando el Viernes Santo adoramos, abrazamos y besamos la Cruz de Cristo, en el día de su muerte redentora, no estamos haciendo un teatro. Estamos reconociendo y adorando un misterio que nos desborda y que al mismo tiempo nos abraza con amor, estamos haciendo un acto de aceptación de que en este misterio está la salvación del mundo.
Sí, mirando ese estandarte de la Cruz de Cristo, somos curados de tantos egoísmos que nos encierran en nosotros mismos y nos alejan de Dios y de los demás. Mirando la Cruz de Cristo, somos elevados a otro nivel en el que aprendemos a dar la vida, como hizo Él. Mirando la Cruz de Cristo, no nos echa para atrás el sufrimiento ajeno, sino que nos sentimos movidos a compartirlo solidariamente con quienes tienen más necesidad que nosotros. A nadie le gusta sufrir, ni en carne propia ni al verlo en su alrededor. Sólo la mirada a Cristo crucificado nos da la perspectiva nueva de mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora.
Son tantos los sufrimientos en los que nos vemos envueltos constantemente, es tanto lo que la gente sufre a poco que nos pongamos a escuchar, que no tenemos capacidad ni siquiera para ser solidarios, si no fuera por la Cruz de Cristo, que nos eleva de nivel y nos da capacidad para transformar el mundo con los criterios del Evangelio: amar hasta dar la vida. Vemos imágenes de ese largo éxodo de tantos miles y miles de refugiados, que atraviesan los caminos de Europa en busca de una situación mejor para ellos y para sus hijos, pero son muchos más los que no se ven, que han tenido que dejar su patria porque es imposible construir el futuro para sus hijos en ella. Las guerras, los intereses de las grandes naciones, el egoísmo acumulado de nuestra propia indiferencia, van creando como un ambiente enrarecido y contaminado en el que apenas podemos respirar. Necesitamos la Cruz de Cristo, que convierte el sufrimiento propio en esperanza y el sufrimiento ajeno en ocasión de solidaridad fraterna. Es posible construir un mundo mejor, más justo y más fraterno, gracias a la Cruz de Cristo, porque Él ha cargado con nuestros dolores y sus cicatrices nos han curado.
Comencemos el nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz, porque además junto a la Cruz de Jesús está siempre su madre María. No estamos solos en esta aventura de la vida. Tenemos una madre, que nos acompaña, nos consuela y nos anima continuamente. La Virgen de los Dolores es la que vive junto a su Hijo y a cada uno de sus hijos que sufren. Con ella emprendemos las tareas del nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
http://www.zenit.org/es/articles/bajo-el-signo-de-la-santa-cruz?utm_campaign=diariohtml&utm_medium=email&utm_source=dispatch
Carta semanal del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. "Sólo la mirada a Cristo crucificado nos da la perspectiva nueva de mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora"
Por Mons. Demetrio Fernández
Córdoba, 10 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
La fiesta de la Santa Cruz el 14 de septiembre nos da la pauta cada año para el inicio del curso cristiano: bajo el signo de la Santa Cruz. No empezamos nuestras actividades por una programación comercial o de marketing, por unos objetivos marcados que hemos de revisar como la cuenta de resultados empresarial. Empezamos el curso cristiano en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, bajo el signo de la Santa Cruz.
La Santa Cruz para el cristiano no es una carga pesada e insoportable, que hemos de arrastrar resignados. La Santa Cruz es el sufrimiento vivido con amor, y nos lleva a asumir los trabajos de cada día con esa dimensión más profunda, la dimensión redentora. Viene a ser como las Cruces de mayo. Después de haber celebrado el tiempo penitencial de Cuaresma y Semana Santa y de haber participado en el triunfo glorioso del Señor resucitado, miramos la Cruz con otros ojos. Entendemos por la fe que en la Cruz está nuestra salvación, y vemos que ese leño seco ha florecido. Vemos que la aspereza de la vida está suavizada por la esperanza de un fruto de vida eterna, que ya comienza en esta vida.
La fiesta de la Santa Cruz es una invitación a vivir más unidos a Cristo, porque “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), compartiendo sus sufrimientos y revestidos de sus sentimientos. La fiesta de la Santa Cruz nos abre un horizonte lleno de esperanza, porque nos habla de una eficacia que no viene de nuestras obras, sino de la fuerza redentora de la muerte y resurrección del Señor. Cuando el Viernes Santo adoramos, abrazamos y besamos la Cruz de Cristo, en el día de su muerte redentora, no estamos haciendo un teatro. Estamos reconociendo y adorando un misterio que nos desborda y que al mismo tiempo nos abraza con amor, estamos haciendo un acto de aceptación de que en este misterio está la salvación del mundo.
Sí, mirando ese estandarte de la Cruz de Cristo, somos curados de tantos egoísmos que nos encierran en nosotros mismos y nos alejan de Dios y de los demás. Mirando la Cruz de Cristo, somos elevados a otro nivel en el que aprendemos a dar la vida, como hizo Él. Mirando la Cruz de Cristo, no nos echa para atrás el sufrimiento ajeno, sino que nos sentimos movidos a compartirlo solidariamente con quienes tienen más necesidad que nosotros. A nadie le gusta sufrir, ni en carne propia ni al verlo en su alrededor. Sólo la mirada a Cristo crucificado nos da la perspectiva nueva de mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora.
Son tantos los sufrimientos en los que nos vemos envueltos constantemente, es tanto lo que la gente sufre a poco que nos pongamos a escuchar, que no tenemos capacidad ni siquiera para ser solidarios, si no fuera por la Cruz de Cristo, que nos eleva de nivel y nos da capacidad para transformar el mundo con los criterios del Evangelio: amar hasta dar la vida. Vemos imágenes de ese largo éxodo de tantos miles y miles de refugiados, que atraviesan los caminos de Europa en busca de una situación mejor para ellos y para sus hijos, pero son muchos más los que no se ven, que han tenido que dejar su patria porque es imposible construir el futuro para sus hijos en ella. Las guerras, los intereses de las grandes naciones, el egoísmo acumulado de nuestra propia indiferencia, van creando como un ambiente enrarecido y contaminado en el que apenas podemos respirar. Necesitamos la Cruz de Cristo, que convierte el sufrimiento propio en esperanza y el sufrimiento ajeno en ocasión de solidaridad fraterna. Es posible construir un mundo mejor, más justo y más fraterno, gracias a la Cruz de Cristo, porque Él ha cargado con nuestros dolores y sus cicatrices nos han curado.
Comencemos el nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz, porque además junto a la Cruz de Jesús está siempre su madre María. No estamos solos en esta aventura de la vida. Tenemos una madre, que nos acompaña, nos consuela y nos anima continuamente. La Virgen de los Dolores es la que vive junto a su Hijo y a cada uno de sus hijos que sufren. Con ella emprendemos las tareas del nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
http://www.zenit.org/es/articles/bajo-el-signo-de-la-santa-cruz?utm_campaign=diariohtml&utm_medium=email&utm_source=dispatch
"Un amor que no decae: la misericordia de Dios"
Recientemente el papa Francisco anunció la celebración de un jubileo extraordinario: el Jubileo de la Misericordia. El año santo comenzará el 8 de diciembre de 2015, fiesta de la Inmaculada Concepción, con la apertura de la Puerta Santa en Roma y se extenderá hasta el 26 de noviembre de 2016, fiesta de Cristo Rey. El Papa decidió entregar la Bula del Jubileo de la Misericordia a representantes de cada continente en la víspera del Domingo de la Divina Misericordia (segundo domingo de Pascua).
El Santo Padre quiere que este jubileo no sea algo solo de Roma sino de todas las iglesias particulares en el mundo entero, a través de cada diócesis y así luego a través de cada parroquia: "He pensado a menudo cómo podría la Iglesia hacer más evidente su misión de ser testimonio de la misericordia. Es un camino que comienza con una conversión espiritual. Por esto decidí promulgar un jubileo extraordinario que tenga en su centro la misericordia de Dios".
A tono con esto, en este Domingo de la Misericordia meditemos las palabras del Papa Francisco: "Que hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta y nos guía".
Que esta fiesta de la Divina Misericordia nos sirva de preparación para este próximo año santo jubilar.
P. Ángel Ortiz Vélez
El Santo Padre quiere que este jubileo no sea algo solo de Roma sino de todas las iglesias particulares en el mundo entero, a través de cada diócesis y así luego a través de cada parroquia: "He pensado a menudo cómo podría la Iglesia hacer más evidente su misión de ser testimonio de la misericordia. Es un camino que comienza con una conversión espiritual. Por esto decidí promulgar un jubileo extraordinario que tenga en su centro la misericordia de Dios".
A tono con esto, en este Domingo de la Misericordia meditemos las palabras del Papa Francisco: "Que hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta y nos guía".
Que esta fiesta de la Divina Misericordia nos sirva de preparación para este próximo año santo jubilar.
P. Ángel Ortiz Vélez
Ciclo de catequesis por P. Ángel Ortiz Vélez
Lecciones de la Sagrada Familia
En el Oficio de Lectura correspondiente al Domingo de la Sagrada Familia, la segunda lectura presentó una de las alocuciones del papa Pablo VI: "El ejemplo de Nazareth" (palabras expresadas durante su visita a Nazareth el 5 de enero de 1964). Como parte de mi homilía leí sus palabras. ¡Es un mensaje muy actual! Miremos a la Sagrada Familia y reflexionemos en el mensaje del Beato Pablo VI; aprendamos la lección de amar el silencio, de la vida de familia y del trabajo a ejemplo de Jesús, María y José.
P. Ángel Ortiz Vélez
P. Ángel Ortiz Vélez
De las Alocuciones del papa Pablo VI
(Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)
EL EJEMPLO DE NAZARET
Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.
Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.
Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.
Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.
¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!
Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.
Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo nuestro Señor.
(Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)
EL EJEMPLO DE NAZARET
Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.
Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.
Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.
Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.
¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!
Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.
Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo nuestro Señor.
Exposición del Santísimo
Una de las prácticas piadosas más antiguas de la Iglesia es que los fieles tengan devoción a la Eucaristía. Esto se expresa mediante la adoración de Cristo Eucarístico. La exposición del Santísimo, sea de una manera pública o privada, se puede hacer con el sagrario, abrir las puertas del mismo; exponer el copón con las hostias consagradas. La forma más correcta es la exposición con la custodia o un ostensorio para la adoración pública sobre el altar. Esta es una práctica devocional que se ha vivido en los conventos; la hacían los santos aún de manera privada, y que por muchos siglos ha sido recomendada por los Papas.
El papa Benedicto XVI dijo:
"Solo quería dar las gracias a Dios, pues tras el Concilio, después de un período en el que faltaba algo del sentido de la adoración eucarística, ha vuelto a renacer esta adoración por doquier en la Iglesia, como hemos visto y escuchado en el Sínodo sobre la Eucaristía" (2 de marzo de 2006).
Nosotros, como parroquia, tenemos la bendición de exponer todos los jueves a Cristo Eucarístico para la adoración. Nos falta como fieles católicos descubrir la riqueza y la fuente de gracia que es ir a adorar a Jesús Sacramentado, y lo mucho que nos puede ayudar desde el Santísimo.
El santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, en un sermón de Jueves Santo dijo:
"Quiere Él, para el bien de las criaturas, que su cuerpo, su alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo a fin de que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos y así en Él hallemos toda suerte de dicha y felicidad".
Estas palabras del santo Cura de Ars son una inspiración para nosotros: para que nos llenemos más de Dios y aprovechemos su presencia real en la Eucaristía; para crecer en nuestra relación con Jesús.
Sabemos, y es doctrina de la Iglesia, que el sacerdote (dentro de la Santa Misa) consagra el pan y el vino repitiendo las palabras que Jesús nos enseñó en la Última Cena. Ese pan y ese vino dejan de ser pan y vino, y se convierten realmente en el cuerpo, sangre, el alma y la divinidad del mismo Cristo. O sea, que ocurre el milagro de la transustanciación: que aunque veamos pan y vino, después de la consagración es Cristo mismo. Las hostias consagradas se conservan en el Sagrario para la distribución en la Misa a los fieles, para llevarlas a los enfermos y sobre todo para la adoración. Por tal motivo, hemos visto cómo en el transcurso de los siglos han surgido en la Iglesia todas las devociones para adorar y dar a conocer a Jesús Sacramentando o Eucarístico. Entre ellas podemos mencionar: las visitas privadas (de fieles y religiosos) a Jesús Sacramentado o Eucarístico, las 40 horas con Jesús Sacramentado, las exposiciones con el Santísimo y las bendiciones con el mismo; las vigilias nocturnas de adoración, el monumento que se prepara el Jueves Santo, la costumbre de visitar los siete monumentos entre jueves y la mañana del Viernes Santo y las capillas de adoración perpetua. Además, cuando llegamos al templo, a la entrada y a la salida saludar con la genuflexión o reverencia, o con una corta visita al Sagrario, a Jesús Sacramentado : ÉL ESTÁ EN EL SAGRARIO ESPERÁNDONOS.
Tenemos que dar a conocer más a Jesús Eucarístico y sacar tiempo para estar con Él. Termino con estas palabras de San Alfonso María de Ligorio en Visitas al Santisimo #2:
"Siendo el pan una comida que nos sirve de alimento y se conserva guardándola. Jesucristo quiso quedarse en la tierra bajo las especies de pan, no solo para sercir de alimento a las almas que lo recibe en la Sagrada Comunión, sino también para ser conservado en el Sagrario y hacerse presente a nosotros, manifestándonos por este eficacísimo medio el amor que nos tiene".
El papa Benedicto XVI dijo:
"Solo quería dar las gracias a Dios, pues tras el Concilio, después de un período en el que faltaba algo del sentido de la adoración eucarística, ha vuelto a renacer esta adoración por doquier en la Iglesia, como hemos visto y escuchado en el Sínodo sobre la Eucaristía" (2 de marzo de 2006).
Nosotros, como parroquia, tenemos la bendición de exponer todos los jueves a Cristo Eucarístico para la adoración. Nos falta como fieles católicos descubrir la riqueza y la fuente de gracia que es ir a adorar a Jesús Sacramentado, y lo mucho que nos puede ayudar desde el Santísimo.
El santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, en un sermón de Jueves Santo dijo:
"Quiere Él, para el bien de las criaturas, que su cuerpo, su alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo a fin de que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos y así en Él hallemos toda suerte de dicha y felicidad".
Estas palabras del santo Cura de Ars son una inspiración para nosotros: para que nos llenemos más de Dios y aprovechemos su presencia real en la Eucaristía; para crecer en nuestra relación con Jesús.
Sabemos, y es doctrina de la Iglesia, que el sacerdote (dentro de la Santa Misa) consagra el pan y el vino repitiendo las palabras que Jesús nos enseñó en la Última Cena. Ese pan y ese vino dejan de ser pan y vino, y se convierten realmente en el cuerpo, sangre, el alma y la divinidad del mismo Cristo. O sea, que ocurre el milagro de la transustanciación: que aunque veamos pan y vino, después de la consagración es Cristo mismo. Las hostias consagradas se conservan en el Sagrario para la distribución en la Misa a los fieles, para llevarlas a los enfermos y sobre todo para la adoración. Por tal motivo, hemos visto cómo en el transcurso de los siglos han surgido en la Iglesia todas las devociones para adorar y dar a conocer a Jesús Sacramentando o Eucarístico. Entre ellas podemos mencionar: las visitas privadas (de fieles y religiosos) a Jesús Sacramentado o Eucarístico, las 40 horas con Jesús Sacramentado, las exposiciones con el Santísimo y las bendiciones con el mismo; las vigilias nocturnas de adoración, el monumento que se prepara el Jueves Santo, la costumbre de visitar los siete monumentos entre jueves y la mañana del Viernes Santo y las capillas de adoración perpetua. Además, cuando llegamos al templo, a la entrada y a la salida saludar con la genuflexión o reverencia, o con una corta visita al Sagrario, a Jesús Sacramentado : ÉL ESTÁ EN EL SAGRARIO ESPERÁNDONOS.
Tenemos que dar a conocer más a Jesús Eucarístico y sacar tiempo para estar con Él. Termino con estas palabras de San Alfonso María de Ligorio en Visitas al Santisimo #2:
"Siendo el pan una comida que nos sirve de alimento y se conserva guardándola. Jesucristo quiso quedarse en la tierra bajo las especies de pan, no solo para sercir de alimento a las almas que lo recibe en la Sagrada Comunión, sino también para ser conservado en el Sagrario y hacerse presente a nosotros, manifestándonos por este eficacísimo medio el amor que nos tiene".
Las virtudes cardinales
Buscando información en internet para completar la catequesis sobre las virtudes encontré este escrito el cual presenta el tema de las virtudes cardinales cómo yo deseaba escribirlo. Comparto con ustedes esta transcripción del sitio web Catholic.net (http://es.catholic.net/op/articulos/2585/las-virtudes-morales-o-cardinales.html).
Jesús y María les bendigan,
P. Ángel
Las virtudes morales o cardinales
Son aquellas sobre las cuales gira toda la vida moral del hombre.
Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Espiritualidad Renovada
INTRODUCCIÓN
Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del hombre. No se trata de habilidades o buenas costumbres en un determinado aspecto, sino que requieren de muchas otras virtudes humanas. Estas virtudes hacen al hombre cabal. Y sobre estas virtudes Dios hará el santo, es decir, infundirá sus virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
Mientras en las virtudes teologales Dios ponía todo su poder sin nuestra colaboración, aquí en las virtudes morales Dios las infundió el día del bautismo como una semilla, pero dejó al hombre el trabajo de desarrollarlas a base de hábitos y voluntad, siempre, lógicamente, movido por la gracia de Dios.
Estas cuatro virtudes son como remedio a las cuatro heridas producidas en la naturaleza humana por el pecado original: contra la ignorancia del entendimiento sale al paso la prudencia; contra la malicia de la voluntad, la justicia; contra la debilidad del apetito irascible, la fortaleza; contra el desorden de la concupiscencia, la templanza.
I. LA PRUDENCIA
1. Virtud infundida por Dios en el entendimiento para que sepamos escoger los medios más pertinentes y necesarios, aquí y ahora, en orden al fin último de nuestra vida, que es Dios. Virtud que juzga lo que en cada caso particular conviene hacer de cara a nuestro último fin. La prudencia se guía por la razón iluminada por la fe.
2. Abarca tres elementos: pensar con madurez, decidir con sabiduría y ejecutar bien.
3. La prudencia es necesaria para nuestro obrar personal de santificación y para nuestro obrar social y de apostolado.
4. Los medios que tenemos para perfeccionar esta virtud son: preguntarnos siempre si lo que vamos a hacer y escoger nos lleva al fin último; purificar nuestras intenciones más íntimas para no confundir prudencia con dolo, fraude, engaño; hábito de reflexión continua; docilidad al Espíritu Santo; consultar a un buen director espiritual.
5. El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia
6. Esta virtud la necesitan sobre todo los que tienen cargos de dirección de almas: sacerdotes, maestros, papás, catequistas, etc.
II. LA JUSTICIA
1. Virtud infundida por Dios en la voluntad para que demos a los demás lo que les pertenece y les es debido.
2. Abarca mis relaciones con Dios, con el prójimo y con la sociedad.
3. La justicia es necesaria para poner orden, paz, bienestar, veracidad en todo.
4. Los medios para perfeccionar la justicia son: respetar el derecho de propiedad en lo que concierne a los bienes temporales y respetar la fama y la honra del prójimo.
5. La virtud de la justicia regula y orienta otras virtudes: a) La virtud de la religión inclina nuestra voluntad a dar a Dios el culto que le es debido; b) La virtud de la obediencia que nos inclina a someter nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto representantes de Dios. Estos superiores son: los papás respecto a sus hijos; los gobernantes respecto a sus súbditos; los patronos respecto a sus obreros; el Papa, los obispos y los sacerdotes respecto a sus fieles; los superiores de una Congregación religiosa respecto a sus súbditos religiosos.
III. LA FORTALEZA
1. Es la virtud que da fuerza al alma para correr tras el bien difícil, sin detenerse por miedo, ni siquiera por el temor de la muerte. También modera la audacia para que no desemboque en temeridad.
2. Tiene dos elementos: atacar y resistir. Atacar para conquistar metas altas en la vida, venciendo los obstáculos. Resistir el desaliento, la desesperanza y los halagos del enemigo, soportando la muerte y el martirio, si fuera necesario, antes que abandonar el bien.
3. El secreto de nuestra fortaleza se halla en la desconfianza de nosotros mismos y en la confianza absoluta en Dios. Los medios para crecer en la fortaleza son: profundo convencimiento de las grandes verdades eternas: cuál es mi origen, mi fin, mi felicidad en la vida, qué me impide llegar a Dios; el espíritu de sacrificio.
4. Virtudes compañeras de la fortaleza: magnanimidad (emprender cosas grandes en la virtud), magnificencia (emprender cosas grandes en obras materiales), paciencia(soportar dificultades y enfermedades), longanimidad (ánimo para tender al bien distante), perseverancia (persistir en el ejercicio del bien) y constancia (igual que la perseverancia, de la que se distingue por el grado de dificultad).
IV. LA TEMPLANZA
1. Virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles de la comida, bebida, tacto, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada por la fe.
2. Medios: para lo referente al placer desordenado del gusto, la templanza me dicta la abstinencia y la sobriedad; y para lo referente al placer desordenado del tacto: la castidad y la continencia.
3. Virtudes compañeras de la templanza: humildad, que modera mi apetito de excelencia y me pone en mi lugar justo; mansedumbre, que modera mi apetito de ira.
CONCLUSIÓN
Estas virtudes morales restauran poco a poco, dentro de nuestra alma, el orden primitivo querido por Dios, antes del pecado original, e infunden sumisión del cuerpo al alma, de las potencias inferiores a la voluntad. La prudencia es ya una participación de la sabiduría de Dios; la justicia, una participación de su justicia; la fortaleza proviene de Dios y nos une con Él; la templanza nos hace partícipes del equilibrio y de la armonía que en Él reside. Preparada de esta manera por las virtudes morales, la unión de Dios será perfecta por medio de las virtudes teologales.
Jesús y María les bendigan,
P. Ángel
Las virtudes morales o cardinales
Son aquellas sobre las cuales gira toda la vida moral del hombre.
Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Espiritualidad Renovada
INTRODUCCIÓN
Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del hombre. No se trata de habilidades o buenas costumbres en un determinado aspecto, sino que requieren de muchas otras virtudes humanas. Estas virtudes hacen al hombre cabal. Y sobre estas virtudes Dios hará el santo, es decir, infundirá sus virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
Mientras en las virtudes teologales Dios ponía todo su poder sin nuestra colaboración, aquí en las virtudes morales Dios las infundió el día del bautismo como una semilla, pero dejó al hombre el trabajo de desarrollarlas a base de hábitos y voluntad, siempre, lógicamente, movido por la gracia de Dios.
Estas cuatro virtudes son como remedio a las cuatro heridas producidas en la naturaleza humana por el pecado original: contra la ignorancia del entendimiento sale al paso la prudencia; contra la malicia de la voluntad, la justicia; contra la debilidad del apetito irascible, la fortaleza; contra el desorden de la concupiscencia, la templanza.
I. LA PRUDENCIA
1. Virtud infundida por Dios en el entendimiento para que sepamos escoger los medios más pertinentes y necesarios, aquí y ahora, en orden al fin último de nuestra vida, que es Dios. Virtud que juzga lo que en cada caso particular conviene hacer de cara a nuestro último fin. La prudencia se guía por la razón iluminada por la fe.
2. Abarca tres elementos: pensar con madurez, decidir con sabiduría y ejecutar bien.
3. La prudencia es necesaria para nuestro obrar personal de santificación y para nuestro obrar social y de apostolado.
4. Los medios que tenemos para perfeccionar esta virtud son: preguntarnos siempre si lo que vamos a hacer y escoger nos lleva al fin último; purificar nuestras intenciones más íntimas para no confundir prudencia con dolo, fraude, engaño; hábito de reflexión continua; docilidad al Espíritu Santo; consultar a un buen director espiritual.
5. El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia
6. Esta virtud la necesitan sobre todo los que tienen cargos de dirección de almas: sacerdotes, maestros, papás, catequistas, etc.
II. LA JUSTICIA
1. Virtud infundida por Dios en la voluntad para que demos a los demás lo que les pertenece y les es debido.
2. Abarca mis relaciones con Dios, con el prójimo y con la sociedad.
3. La justicia es necesaria para poner orden, paz, bienestar, veracidad en todo.
4. Los medios para perfeccionar la justicia son: respetar el derecho de propiedad en lo que concierne a los bienes temporales y respetar la fama y la honra del prójimo.
5. La virtud de la justicia regula y orienta otras virtudes: a) La virtud de la religión inclina nuestra voluntad a dar a Dios el culto que le es debido; b) La virtud de la obediencia que nos inclina a someter nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto representantes de Dios. Estos superiores son: los papás respecto a sus hijos; los gobernantes respecto a sus súbditos; los patronos respecto a sus obreros; el Papa, los obispos y los sacerdotes respecto a sus fieles; los superiores de una Congregación religiosa respecto a sus súbditos religiosos.
III. LA FORTALEZA
1. Es la virtud que da fuerza al alma para correr tras el bien difícil, sin detenerse por miedo, ni siquiera por el temor de la muerte. También modera la audacia para que no desemboque en temeridad.
2. Tiene dos elementos: atacar y resistir. Atacar para conquistar metas altas en la vida, venciendo los obstáculos. Resistir el desaliento, la desesperanza y los halagos del enemigo, soportando la muerte y el martirio, si fuera necesario, antes que abandonar el bien.
3. El secreto de nuestra fortaleza se halla en la desconfianza de nosotros mismos y en la confianza absoluta en Dios. Los medios para crecer en la fortaleza son: profundo convencimiento de las grandes verdades eternas: cuál es mi origen, mi fin, mi felicidad en la vida, qué me impide llegar a Dios; el espíritu de sacrificio.
4. Virtudes compañeras de la fortaleza: magnanimidad (emprender cosas grandes en la virtud), magnificencia (emprender cosas grandes en obras materiales), paciencia(soportar dificultades y enfermedades), longanimidad (ánimo para tender al bien distante), perseverancia (persistir en el ejercicio del bien) y constancia (igual que la perseverancia, de la que se distingue por el grado de dificultad).
IV. LA TEMPLANZA
1. Virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles de la comida, bebida, tacto, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada por la fe.
2. Medios: para lo referente al placer desordenado del gusto, la templanza me dicta la abstinencia y la sobriedad; y para lo referente al placer desordenado del tacto: la castidad y la continencia.
3. Virtudes compañeras de la templanza: humildad, que modera mi apetito de excelencia y me pone en mi lugar justo; mansedumbre, que modera mi apetito de ira.
CONCLUSIÓN
Estas virtudes morales restauran poco a poco, dentro de nuestra alma, el orden primitivo querido por Dios, antes del pecado original, e infunden sumisión del cuerpo al alma, de las potencias inferiores a la voluntad. La prudencia es ya una participación de la sabiduría de Dios; la justicia, una participación de su justicia; la fortaleza proviene de Dios y nos une con Él; la templanza nos hace partícipes del equilibrio y de la armonía que en Él reside. Preparada de esta manera por las virtudes morales, la unión de Dios será perfecta por medio de las virtudes teologales.
¿Conoces qué son la esperanza y la caridad?: Virtudes teologales
"Cristo mismo es nuestra única esperanza, es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos" (1, Tim 1,1).
"En él tenemos puesta nuestra esperanza y llenos de ella nos podemos acercar confiádamente a Dios Padre" (1 Tim 3,12).
La esperanza como virtud nos da la seguridad de alcanzar a Dios y los bienes que nos tiene prometidos. Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra (en esta vida) como a nuestra fuente de verdad, por la virtud de la esperanza lo deseamos como manantial de felicidad; aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios (Flp 3,14 y P. Francisco Fernández Carvajal en su libro Antología de Textos pág. 1524).
El mismo Señor nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida -"que la polilla y carcoma los corroen y los ladrones los roban" (Mt 6,19) - sino los tesoros de la herencia incorruptible: en primer lugar tener a Dios y, como diría san Pedro, "la esperanza tiende a la herencia incorruptible, incontaminada e inaccesible del cielo y se funda en la protección del poder de Dios" (1 Pedro 1, 4 s.s.). Nuestro mundo de hoy tiene que recobrar la esperanza, ser menos fatalistas y negativos, y confiar más en la voluntad de Dios que no defrauda nuestra esperanza.
La caridad es la más sublime y la mayor de las virtudes teologales porque empieza en esta vida y tiene su plenitud en la presencia de Dios (después de esta vida). La caridad es la virtud sobrenatural que nos lleva a amarnos unos a otros, a amar al prójimo como a sí mismo por amor a Dios; a no ser indiferente a nadie, a querer que nadie nos sea indiferente, a amar incluso a los enemigos y devolver el bien por el mal. Es la virtud que nos mueve a cumplir con el gran mandamiento de la Ley Nueva de Jesús: "Amar a Dios sobre todo y amarnos los unos a los otros".
San Pablo nos enseña en 1 Cor 13: "el amor es paciente, servicial y sin envidia" (versículo 4), "el amor nunca pasará..." (versículo 8), "ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor (la caridad), las tres (virtudes), pero el mayor de los tres es el amor" (versículo 13).
Miremos lo que nos enseña 1 Jn 4, 7-8: "queridos míos, amémonos los unos a los otros porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios, pues Dios es amor".
La virtud de la caridad es la culminación de toda la existencia cristiana: rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin (que es Dios Amor). Es la plenitud de todo el orden moral, por lo que podemos entender la frase de san Agustín de Hipona: "ama y haz lo que quieras". Sin la caridad la fe está muerta (Stgo 2,17) y la esperanza se debilita. Esta virtud tiene todo su origen en Dios, que es la fuente de toda caridad.
"El amor es fuerte como la muerte". Cantar de los Cantares 8, 6
"En la vida cristiana son esenciales: la oración, la humildad y el amor. Este es el camino hacia la santidad". Papa Francisco.
"Cristo mismo es nuestra única esperanza, es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos" (1, Tim 1,1).
"En él tenemos puesta nuestra esperanza y llenos de ella nos podemos acercar confiádamente a Dios Padre" (1 Tim 3,12).
La esperanza como virtud nos da la seguridad de alcanzar a Dios y los bienes que nos tiene prometidos. Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra (en esta vida) como a nuestra fuente de verdad, por la virtud de la esperanza lo deseamos como manantial de felicidad; aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios (Flp 3,14 y P. Francisco Fernández Carvajal en su libro Antología de Textos pág. 1524).
El mismo Señor nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida -"que la polilla y carcoma los corroen y los ladrones los roban" (Mt 6,19) - sino los tesoros de la herencia incorruptible: en primer lugar tener a Dios y, como diría san Pedro, "la esperanza tiende a la herencia incorruptible, incontaminada e inaccesible del cielo y se funda en la protección del poder de Dios" (1 Pedro 1, 4 s.s.). Nuestro mundo de hoy tiene que recobrar la esperanza, ser menos fatalistas y negativos, y confiar más en la voluntad de Dios que no defrauda nuestra esperanza.
La caridad es la más sublime y la mayor de las virtudes teologales porque empieza en esta vida y tiene su plenitud en la presencia de Dios (después de esta vida). La caridad es la virtud sobrenatural que nos lleva a amarnos unos a otros, a amar al prójimo como a sí mismo por amor a Dios; a no ser indiferente a nadie, a querer que nadie nos sea indiferente, a amar incluso a los enemigos y devolver el bien por el mal. Es la virtud que nos mueve a cumplir con el gran mandamiento de la Ley Nueva de Jesús: "Amar a Dios sobre todo y amarnos los unos a los otros".
San Pablo nos enseña en 1 Cor 13: "el amor es paciente, servicial y sin envidia" (versículo 4), "el amor nunca pasará..." (versículo 8), "ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor (la caridad), las tres (virtudes), pero el mayor de los tres es el amor" (versículo 13).
Miremos lo que nos enseña 1 Jn 4, 7-8: "queridos míos, amémonos los unos a los otros porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios, pues Dios es amor".
La virtud de la caridad es la culminación de toda la existencia cristiana: rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin (que es Dios Amor). Es la plenitud de todo el orden moral, por lo que podemos entender la frase de san Agustín de Hipona: "ama y haz lo que quieras". Sin la caridad la fe está muerta (Stgo 2,17) y la esperanza se debilita. Esta virtud tiene todo su origen en Dios, que es la fuente de toda caridad.
"El amor es fuerte como la muerte". Cantar de los Cantares 8, 6
"En la vida cristiana son esenciales: la oración, la humildad y el amor. Este es el camino hacia la santidad". Papa Francisco.
Virtudes teologales: hablemos de LA FE
“Dios
todopoderoso y eterno, aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, y
para que merezcamos alcanzar lo que nos prometes, concédenos amar lo que nos
mandas”. Oración Colecta XXX domingo del
tiempo ordinario Ciclo A
Continuamos reflexionando sobre las virtudes teologales, que son las virtudes que el Señor infunde en nuestras almas el día de nuestro bautismo. Cuando rezamos el rosario, al terminar, hacemos la devoción de las tres Ave María a la Virgen para pedir el aumento en estas virtudes: fe, esperanza y caridad.
Mirando el libro de Antología de Textos del P. Francisco Fernández Carvajal (p. 1523 ss), entre las notas sobre las virtudes encontramos las siguientes:
“Tienen como objeto a Dios mismo y así constituyen la esencia y fundamento de la vida cristiana. Ellas, las virtudes teologales, son un don sobrenatural y gratuito que eleva las potencias del alma hasta hacerlas penetrar en la intimidad de la vida divina”.
“Gracias a estas virtudes el cristiano puede conocer a Dios, esperar en Él y en los medios para llegar hasta Él, y amarle con la misma caridad divina”.
Hablaremos de cada una de las virtudes teologales comenzando por LA FE.
La fe es la garantía de lo que se espera y la prueba de las realidades que no se ven (Carta a los Hebreros 11, 1). ¡Lo creemos porque Dios es la verdad plena y absoluta y no nos va a engañar! En el documento del Concilio Vaticano II, la Constitución “Gaudium et spes” nos dice: “La fe ilumina todo con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre”.
Con la virtud de la fe, todos los acontecimientos de la vida aparecen (los vemos) como son y con su verdadero sentido, sin las limitaciones humanas. La fe es el tesoro y la virtud más grande que tenemos y con la gracia de Dios podemos poner los medios para conservarla y acrecentarla. La fe como virtud la podemos perder porque hay cosas que le hacen daño y la debilitan: los errores doctrinales, el no ser fiel al evangelio ni enseñanzas de la Iglesia, no formarse ni estudiar la Sagrada Escritura, desconocer el magisterio de la Iglesia; las herejías, lecturas y escritos de ficción o leyendas sobre temas de la Iglesia, nuestra soberbia, las herejías modernas (hedonismo, materialismo y modernismo) y no se diga de las indiferencias y el no respetar lo sagrado o divino.
La virtud de la fe se protege especialmente con la formación continua, la piedad, la oración privada y pública, la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia y las enseñanzas diarias del Papa y sobre todo por la práctica de la vida sacramental especialmente: vivir la gracia con la confesión y alimentarnos con la Eucaristía. Por eso el evangelio de Mateo nos dice que si tuviéramos una fe tan grande como un grano de mostaza le diríamos a esa montaña que se mueva o traslade y lo haríamos (Mt 17, 14-22). Hay que ver que el grano de mostaza es la semilla más pequeña de las hortalizas; se parece a la semilla la albahaca.
Hay mucho más que podríamos decir sobre la virtud de la fe pero quiero terminar esta catequesis con lo que nos enseña la carta a los Hebreos 11, 6: “Sin la fe es imposible agradar a Dios”.
Continuamos reflexionando sobre las virtudes teologales, que son las virtudes que el Señor infunde en nuestras almas el día de nuestro bautismo. Cuando rezamos el rosario, al terminar, hacemos la devoción de las tres Ave María a la Virgen para pedir el aumento en estas virtudes: fe, esperanza y caridad.
Mirando el libro de Antología de Textos del P. Francisco Fernández Carvajal (p. 1523 ss), entre las notas sobre las virtudes encontramos las siguientes:
“Tienen como objeto a Dios mismo y así constituyen la esencia y fundamento de la vida cristiana. Ellas, las virtudes teologales, son un don sobrenatural y gratuito que eleva las potencias del alma hasta hacerlas penetrar en la intimidad de la vida divina”.
“Gracias a estas virtudes el cristiano puede conocer a Dios, esperar en Él y en los medios para llegar hasta Él, y amarle con la misma caridad divina”.
Hablaremos de cada una de las virtudes teologales comenzando por LA FE.
La fe es la garantía de lo que se espera y la prueba de las realidades que no se ven (Carta a los Hebreros 11, 1). ¡Lo creemos porque Dios es la verdad plena y absoluta y no nos va a engañar! En el documento del Concilio Vaticano II, la Constitución “Gaudium et spes” nos dice: “La fe ilumina todo con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre”.
Con la virtud de la fe, todos los acontecimientos de la vida aparecen (los vemos) como son y con su verdadero sentido, sin las limitaciones humanas. La fe es el tesoro y la virtud más grande que tenemos y con la gracia de Dios podemos poner los medios para conservarla y acrecentarla. La fe como virtud la podemos perder porque hay cosas que le hacen daño y la debilitan: los errores doctrinales, el no ser fiel al evangelio ni enseñanzas de la Iglesia, no formarse ni estudiar la Sagrada Escritura, desconocer el magisterio de la Iglesia; las herejías, lecturas y escritos de ficción o leyendas sobre temas de la Iglesia, nuestra soberbia, las herejías modernas (hedonismo, materialismo y modernismo) y no se diga de las indiferencias y el no respetar lo sagrado o divino.
La virtud de la fe se protege especialmente con la formación continua, la piedad, la oración privada y pública, la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia y las enseñanzas diarias del Papa y sobre todo por la práctica de la vida sacramental especialmente: vivir la gracia con la confesión y alimentarnos con la Eucaristía. Por eso el evangelio de Mateo nos dice que si tuviéramos una fe tan grande como un grano de mostaza le diríamos a esa montaña que se mueva o traslade y lo haríamos (Mt 17, 14-22). Hay que ver que el grano de mostaza es la semilla más pequeña de las hortalizas; se parece a la semilla la albahaca.
Hay mucho más que podríamos decir sobre la virtud de la fe pero quiero terminar esta catequesis con lo que nos enseña la carta a los Hebreos 11, 6: “Sin la fe es imposible agradar a Dios”.
Las virtudes
Cuando en la década de los '80 era estudiante en el Seminario Mayor Regina Cleri de Ponce, el rector Mons. Pedro J. Ballester más de una vez en su sermón de la misa diaria nos dijo: "hay que poner virtudes donde hay defectos y dando la vuelta al asunto trabajamos por alcanzar las virtudes". La virtud es una cualidad buena y sensitiva del ser humano por lo que podríamos decir que las virtudes son las cualidades positivas que va adquiriendo un ser humano a medida que trabaja con sus defectos o vicios. Las virtudes se oponen a nuestros vicios.
En la doctrina católica hablamos de las virtudes teologales y las virtudes cardinales. Estas nos ayudan a vivir nuestra vida de cristianos y nos mueven a crecer espiritualmente. Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. Las virtudes cardinales son cuatro: templanza, prudencia, fortaleza y justicia. Las más importantes son las teologales; las recibimos el día de nuestro bautismo y se nos siembran en el alma como semillas que germinarán en la medida que nosotros crecemos en el conocimiento y amor a Dios, y vivimos la gracia recibida en el bautismo. Estas tres virtudes (fe, esperanza y caridad) nos dan el conocimiento y sabiduría divina para crecer en Dios sabiendo que él no nos defrauda ni engaña y a su vez nos dan la esperanza para confiar en la fe revelada y vivir lo que prevalece para siempre. La mayor de ellas (que empieza en esta vida y continúa en la otra) es la caridad.
Luego seguiré hablando de las virtudes y explicándolas pero en general: las virtudes nos hacen capaces de cumplir el bien y rechazar los vicios y defectos que nos impiden crecer en nuestra vida espiritual.
Cuando en la década de los '80 era estudiante en el Seminario Mayor Regina Cleri de Ponce, el rector Mons. Pedro J. Ballester más de una vez en su sermón de la misa diaria nos dijo: "hay que poner virtudes donde hay defectos y dando la vuelta al asunto trabajamos por alcanzar las virtudes". La virtud es una cualidad buena y sensitiva del ser humano por lo que podríamos decir que las virtudes son las cualidades positivas que va adquiriendo un ser humano a medida que trabaja con sus defectos o vicios. Las virtudes se oponen a nuestros vicios.
En la doctrina católica hablamos de las virtudes teologales y las virtudes cardinales. Estas nos ayudan a vivir nuestra vida de cristianos y nos mueven a crecer espiritualmente. Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. Las virtudes cardinales son cuatro: templanza, prudencia, fortaleza y justicia. Las más importantes son las teologales; las recibimos el día de nuestro bautismo y se nos siembran en el alma como semillas que germinarán en la medida que nosotros crecemos en el conocimiento y amor a Dios, y vivimos la gracia recibida en el bautismo. Estas tres virtudes (fe, esperanza y caridad) nos dan el conocimiento y sabiduría divina para crecer en Dios sabiendo que él no nos defrauda ni engaña y a su vez nos dan la esperanza para confiar en la fe revelada y vivir lo que prevalece para siempre. La mayor de ellas (que empieza en esta vida y continúa en la otra) es la caridad.
Luego seguiré hablando de las virtudes y explicándolas pero en general: las virtudes nos hacen capaces de cumplir el bien y rechazar los vicios y defectos que nos impiden crecer en nuestra vida espiritual.
¿Recuerdas qué es la confirmación?
La confirmación es nuestro pentecostés personal porque en este sacramento recibimos al Espíritu Santo.
Hace unos años le hablaba a un grupo de niños sobre el tercer sacramento de la iniciación cristiana, la confirmación: sacramento instituido por Cristo que nos da la plenitud del Espíritu Santo con sus siete dones (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios) y nos hace adultos en la vida de la fe. A esos niños les explicaba lo que este sacramento hace en nuestra vida, cómo refuerza nuestra vida bautismal y nos da la gracia especial para defender la fe, vivir mejor la gracia santificante y ser mejores cristianos.
De pronto una niña del grupo (que ya es hoy una joven universitaria) me dijo: “padre, quiero ver si entendí lo que usted nos habló. Cuando yo era bebé mis papas me llevaron a poner unas vacunas y ahora que estoy grandecita me han llevado a poner unos refuerzos. Pues le explico padre que para mí el bautismo es la primera vacuna y la confirmación es refuerzo del bautismo”. Yo le respondí que lo había comprendido muy bien. Es eso lo que hace la confirmación en nuestras almas. Este sacramento nos refuerza lo recibido en el bautismo y nos da la consciencia de lo que es ser bautizado y vivir bien como un cristiano católico. Nos convierte en discípulos, soldados de Cristo y de su Iglesia para defenderla y darla a conocer.
También los dones del Espíritu Santo nos ayudan para comprometernos en el apostolado de la Iglesia y nos deben mover a continuar formándonos en la fe y así tener el conocimiento del Evangelio, de la Palabra de Dios para profundizar y tener las herramientas para defender la Iglesia.
"Ustedes son testigos de todo esto. ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba" (Lc 24, 48-49).
La confirmación es nuestro pentecostés personal porque en este sacramento recibimos al Espíritu Santo.
Hace unos años le hablaba a un grupo de niños sobre el tercer sacramento de la iniciación cristiana, la confirmación: sacramento instituido por Cristo que nos da la plenitud del Espíritu Santo con sus siete dones (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios) y nos hace adultos en la vida de la fe. A esos niños les explicaba lo que este sacramento hace en nuestra vida, cómo refuerza nuestra vida bautismal y nos da la gracia especial para defender la fe, vivir mejor la gracia santificante y ser mejores cristianos.
De pronto una niña del grupo (que ya es hoy una joven universitaria) me dijo: “padre, quiero ver si entendí lo que usted nos habló. Cuando yo era bebé mis papas me llevaron a poner unas vacunas y ahora que estoy grandecita me han llevado a poner unos refuerzos. Pues le explico padre que para mí el bautismo es la primera vacuna y la confirmación es refuerzo del bautismo”. Yo le respondí que lo había comprendido muy bien. Es eso lo que hace la confirmación en nuestras almas. Este sacramento nos refuerza lo recibido en el bautismo y nos da la consciencia de lo que es ser bautizado y vivir bien como un cristiano católico. Nos convierte en discípulos, soldados de Cristo y de su Iglesia para defenderla y darla a conocer.
También los dones del Espíritu Santo nos ayudan para comprometernos en el apostolado de la Iglesia y nos deben mover a continuar formándonos en la fe y así tener el conocimiento del Evangelio, de la Palabra de Dios para profundizar y tener las herramientas para defender la Iglesia.
"Ustedes son testigos de todo esto. ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba" (Lc 24, 48-49).
"No me traigan al sacerdote que no me voy a morir todavía...": la unción del enfermo, sacramento de sanación.
Jesús, en nuestra vida, nos acompaña en todas las etapas a través de los signos que él instituyó que son los sacramentos; desde el nacimiento (el bautismo) y hasta en la enfermedad (la unción del enfermo). La unción nos ayuda para que nuestro cuerpo, cuando no está bien de salud, pueda recuperar y también si llega el momento final de nuestra vida terrena, nos prepara para el cielo.
Jesús, en nuestra vida, nos acompaña en todas las etapas a través de los signos que él instituyó que son los sacramentos; desde el nacimiento (el bautismo) y hasta en la enfermedad (la unción del enfermo). La unción nos ayuda para que nuestro cuerpo, cuando no está bien de salud, pueda recuperar y también si llega el momento final de nuestra vida terrena, nos prepara para el cielo.
Fueron, pues, a predicar, invitando a la conversión. Expulsaban a muchos espíritus malos y sanaban a numerosos enfermos, ungiéndoles con aceite. Mt 6, 12-13
¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados. St 5, 14-15
Estos textos de la Sagrada Escritura nos dan parte del fundamento bíblico sobre la institución del sacramento de la unción del enfermo o como antes se le llamaba: la extrema unción. Hoy día, según el Catecismo de la Iglesia, a este sacramento junto con el de la confesión se les llama sacramentos de sanación. Hay personas que no quieren que se le lleve el sacerdote y dicen: "¡todavía no me voy a morir!". Ya no hay que esperar que el enfermo este en las últimas o inconsciente para llamar al sacerdote. El enfermo puede tener una enfermedad temporera, una enfermedad por la cual pueda estar en riesgo su vida, alguna enfermedad incurable o simplemente por edad. Lo mejor es que la persona enferma esté consciente, pueda prepararse antes con una buena confesión y que pueda recibir la comunión.
Para administrar este sacramento, el obispo o el sacerdote, utiliza el aceite bendecido por el obispo para este fin. Se le pone al enfermo con dos signos: la imposición de manos del sacerdote sobre la cabeza del enfermo y la unción con este óleo en la frente y en la palma de las manos de la persona.
Como sacerdote, casi a diario tengo la oportunidad y la bendición de asistir a los enfermos con este sacramento de sanación y puedo dar fe de las gracias especiales al devolver la salud a las personas, también la paz y tranquilidad que le da para vivir esa etapa de vida en enfermedad. En estos días visité a Claribel, de 100 años; parecía dormida e inconsciente. Después que le hablé, la exhorte al perdón, le di la absolución de sus pecados y le puse la unción del enfermo, ella solita luego de la bendición final se hizo con sus propias manos la señal de la cruz (me confirmó de esta forma que estuvo consciente de lo que recibió). Así como ella, hay otros muchos ejemplos de que Dios se nos manifiesta con los enfermos y se hace presente en el momento más difícil de una persona: en la enfermedad y el dolor. Amén.
Para administrar este sacramento, el obispo o el sacerdote, utiliza el aceite bendecido por el obispo para este fin. Se le pone al enfermo con dos signos: la imposición de manos del sacerdote sobre la cabeza del enfermo y la unción con este óleo en la frente y en la palma de las manos de la persona.
Como sacerdote, casi a diario tengo la oportunidad y la bendición de asistir a los enfermos con este sacramento de sanación y puedo dar fe de las gracias especiales al devolver la salud a las personas, también la paz y tranquilidad que le da para vivir esa etapa de vida en enfermedad. En estos días visité a Claribel, de 100 años; parecía dormida e inconsciente. Después que le hablé, la exhorte al perdón, le di la absolución de sus pecados y le puse la unción del enfermo, ella solita luego de la bendición final se hizo con sus propias manos la señal de la cruz (me confirmó de esta forma que estuvo consciente de lo que recibió). Así como ella, hay otros muchos ejemplos de que Dios se nos manifiesta con los enfermos y se hace presente en el momento más difícil de una persona: en la enfermedad y el dolor. Amén.
No me se confesar...
El sacramento de la confesión es el medio que Jesús dejó para perdonar nuestros pecados cometidos después del bautismo, cuando ya tenemos uso de razón y sabemos distinguir lo que es bueno y malo. Es un encuentro personal con Jesús donde él borra nuestras faltas y nos llena de la gracia santificante. De esta manera se restablece la amistad que por el pecado se pierde.
Hay dos clases de pecado: el mortal y el venial.
El pecado mortal es como darle la espalda a Dios y el venial es irnos separando poco a poco de Dios.
Los sacramentos que se reciben en pecado son el bautismo y la confesión. Ellos nos dan la gracia santificante. El bautismo se recibe una sola vez en la vida y la confesión, según manda la Iglesia, debe ser por lo menos una vez al año para cumplir el precepto pascual. Pero se debe hacer siempre que tenemos conciencia de pecado grave. No hay que limitarlo a una vez al año. Los buenos confesores nos aconsejan que sea más frecuente: cada quince días o una vez al mes. No se debe dejar pasar tanto tiempo porque te estás privando de vivir la gracia y recibir las gracias especiales del sacramento.
Yo lo comparo con un baño. Nosotros nos bañamos todos los días por lo menos una o dos veces: en ningún lugar dice que hay que bañarse todos los días pero, por vivir en el trópico o por la higiene, es necesario (CASI obligatorio) para la sana y saludable convivencia. ASI LA CONFESION ES EL BAÑO DEL ALMA Y DEL CORAZON: ES LA LIMPIEZA DE NUESTRO INTERIOR. NOS LAVAMOS Y PURIFICAMOS CON EL SACRAMENTO DE LA CONFESION.
Pero para hacer una buena confesión, hay que tener claro lo que es pecado, buena conciencia formada y ser sincero. También hay cinco pasos que son necesarios para hacer una buena confesión:
¿Como se inicia la confesión?
¡Vive esta experiencia del amor misericordioso de Jesús!
El sacramento de la confesión es el medio que Jesús dejó para perdonar nuestros pecados cometidos después del bautismo, cuando ya tenemos uso de razón y sabemos distinguir lo que es bueno y malo. Es un encuentro personal con Jesús donde él borra nuestras faltas y nos llena de la gracia santificante. De esta manera se restablece la amistad que por el pecado se pierde.
Hay dos clases de pecado: el mortal y el venial.
- El mortal o grave es el pecado que envuelve materia grave o se hace con toda la maldad o conciencia de que se está cometiendo esa falta, o sea, que es con alevosía o mala intensión de ofender a Dios, al hermano o en contra de sí mismo. Este tipo de pecado rompe plenamente la gracia con Jesús y la Iglesia. Siempre hay que confesarlo con toda sinceridad.
- El venial o leve es el pecado que no envuelve materia grave, es pequeño y puede que cuando lo cometas no tengas la intención de ofender o cometer el pecado. No rompe la gracia pero si la debilita y nos va llevando poco a poco a alejarnos de Dios. Son más bien faltas menores que sí es aconsejable que las confesemos aunque se pueden perdonar con un buen acto de contrición.
El pecado mortal es como darle la espalda a Dios y el venial es irnos separando poco a poco de Dios.
Los sacramentos que se reciben en pecado son el bautismo y la confesión. Ellos nos dan la gracia santificante. El bautismo se recibe una sola vez en la vida y la confesión, según manda la Iglesia, debe ser por lo menos una vez al año para cumplir el precepto pascual. Pero se debe hacer siempre que tenemos conciencia de pecado grave. No hay que limitarlo a una vez al año. Los buenos confesores nos aconsejan que sea más frecuente: cada quince días o una vez al mes. No se debe dejar pasar tanto tiempo porque te estás privando de vivir la gracia y recibir las gracias especiales del sacramento.
Yo lo comparo con un baño. Nosotros nos bañamos todos los días por lo menos una o dos veces: en ningún lugar dice que hay que bañarse todos los días pero, por vivir en el trópico o por la higiene, es necesario (CASI obligatorio) para la sana y saludable convivencia. ASI LA CONFESION ES EL BAÑO DEL ALMA Y DEL CORAZON: ES LA LIMPIEZA DE NUESTRO INTERIOR. NOS LAVAMOS Y PURIFICAMOS CON EL SACRAMENTO DE LA CONFESION.
Pero para hacer una buena confesión, hay que tener claro lo que es pecado, buena conciencia formada y ser sincero. También hay cinco pasos que son necesarios para hacer una buena confesión:
- Examen de conciencia- es el esfuerzo por mirarnos por dentro y reconocer todos y cada uno de nuestros pecados o faltas; dejarnos llevar por los mandamientos de Dios, los mandamientos de la Iglesia y nuestras obligaciones del estado de vida o profesional.
- Dolor de corazón o de los pecados- es reconocer con sinceridad los pecados y que hemos ofendido a Dios que tanto nos ama.
- Propósito de enmienda o no volver a pecar- es con sinceridad hacer la determinación de luchar por no pecar, por amor a Dios y al hermano.
- Decir los pecados al confesor o sacerdote- ser sinceros, claros, concisos y decir al sacerdote en totalidad (sin tapujos por vergüenza) los pecados y las veces que los hayamos hecho.
- Cumplir la penitencia- es el acto en desagravio, reparación y santificación por los pecados cometidos, es reparar por las culpas de ofender a Dios.
¿Como se inicia la confesión?
- Se saluda al confesor- se puede decir Ave María purísima y él te contesta sin pecado concevida.
- Luego le dices el tiempo que hace que no te confiesas.
- Seguido mencionas todos tus pecados sin ocultarlos, sin mencionar nombres de personas.
- Él te escucha, luego te aconseja, te da la penitencia y acto seguido la absolución de tus pecados.
¡Vive esta experiencia del amor misericordioso de Jesús!
"Yo no me confieso con un hombre..." o "Maldito el hombre que confía en otro hombre...": ¡reflexionemos!
En los sacramentos que Jesús instituyó hay uno que es el de la confesión, penitencia o reconciliación. Jesús lo instituyó después de su resurrección. El mismo día, ya resucitado se le aparece a los discípulos y les dice:
"...'¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también'. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados y a quienes se los retengan, les serán retenidos' " (Jn 20, 21-23).
Encontramos hoy día personas, incluyendo católicos, que dicen:
La realidad es que nosotros los católicos no nos confesamos con un hombre cualquiera sino con un sacerdote. En ese momento el sacerdote es otro Cristo: "Sacerdos alter Christus". Por lo cual, cuando el sacerdote escucha nuestros pecados es Cristo mismo el que nos escucha y nos perdona ya que Jesús mismo le dio esta facultad a los apóstoles (quienes fueron los primeros sacerdotes) y por sucesión apostólica llega hasta nosotros. Por lo tanto, no te confiesas con un hombre.
No puedes confesarte directamente con Dios, pero lo mejor de la jugada, si podemos decirlo así, es que Jesús sabía que los apóstoles eran pecadores. Jesús sabe que los sacerdotes de hoy somos pecadores. No somos ángeles ni los santos que están en la presencia de Dios. También nosotros como sacerdotes tenemos la necesidad de tener otros sacerdotes como confesores. Somos seres humanos con virtudes, defectos y debilidades, por eso podemos entenderles mejor, ayudarles para poder enderezar sus vidas, ser comprensivos y misericordiosos con el hombre pecador. Así también los ayudamos a vivir la gracia de Dios y rechazar el pecado. Jesús como buen maestro nos deja al sacerdote para llevarnos a Él, para que podamos estar en gracia y comunión con la Iglesia y así crecer en la santidad y perfección a la que nos llama en el Evangelio: "Por su parte, sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo" (Mt 5, 48).
La confesión o penitencia es el medio para que nuestros pecados sean perdonados y es la mejor forma de mantener limpias nuestras consciencias.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu;
devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Salmo 50
En los sacramentos que Jesús instituyó hay uno que es el de la confesión, penitencia o reconciliación. Jesús lo instituyó después de su resurrección. El mismo día, ya resucitado se le aparece a los discípulos y les dice:
"...'¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también'. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados y a quienes se los retengan, les serán retenidos' " (Jn 20, 21-23).
Encontramos hoy día personas, incluyendo católicos, que dicen:
- "Yo no me confieso con un hombre..."
- "Yo me confieso con Dios directamente".
- "Esos hombres -refiriéndose a los sacerdotes- son pecadores; ellos todo lo dicen".
- "Yo no creo en la confesión".
La realidad es que nosotros los católicos no nos confesamos con un hombre cualquiera sino con un sacerdote. En ese momento el sacerdote es otro Cristo: "Sacerdos alter Christus". Por lo cual, cuando el sacerdote escucha nuestros pecados es Cristo mismo el que nos escucha y nos perdona ya que Jesús mismo le dio esta facultad a los apóstoles (quienes fueron los primeros sacerdotes) y por sucesión apostólica llega hasta nosotros. Por lo tanto, no te confiesas con un hombre.
No puedes confesarte directamente con Dios, pero lo mejor de la jugada, si podemos decirlo así, es que Jesús sabía que los apóstoles eran pecadores. Jesús sabe que los sacerdotes de hoy somos pecadores. No somos ángeles ni los santos que están en la presencia de Dios. También nosotros como sacerdotes tenemos la necesidad de tener otros sacerdotes como confesores. Somos seres humanos con virtudes, defectos y debilidades, por eso podemos entenderles mejor, ayudarles para poder enderezar sus vidas, ser comprensivos y misericordiosos con el hombre pecador. Así también los ayudamos a vivir la gracia de Dios y rechazar el pecado. Jesús como buen maestro nos deja al sacerdote para llevarnos a Él, para que podamos estar en gracia y comunión con la Iglesia y así crecer en la santidad y perfección a la que nos llama en el Evangelio: "Por su parte, sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo" (Mt 5, 48).
La confesión o penitencia es el medio para que nuestros pecados sean perdonados y es la mejor forma de mantener limpias nuestras consciencias.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu;
devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Salmo 50
"Los católicos son idólatras...", ¿qué respondes a esto?
Hemos escuchado muchas veces decir que los católicos somos idólatras porque tenemos imágenes en nuestros templos y se nos acusa de que las adoramos. La realidad es que la idolatría es dar a una imagen o ídolo el lugar de Dios como si ese objeto hecho por el hombre o esa cosa en la que hemos puesto el corazón fuese una deidad. Según el Catecismo de la Iglesia: "La idolatría no sólo se refiere a la adoración falsa del paganismo. El hombre comete idolatría cada vez que venera y reverencia a una criatura en lugar de Dios, ya sea este dioses o demonios (por ejemplo el satanismo), poder, placer, raza, ancestros, estado, dinero, etc.
Este asunto viene de las diferentes interpretaciones del segundo mandamiento de la ley: "No tendrás falsos o ajenos dioses delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra..."(Ex 20, 3-6). El mundo protestante critica a la Iglesia por sus imágenes pero en realidad la Iglesia Católica NO enseña a adorar esas imágenes sino que son signos, una representación. Se veneran por lo que fueron esas personas; nos crean una imagen visual, sensible y un ambiente agradable para llevarnos a Dios, poder hacer la oración y estar en comunión con la Iglesia del Cielo.
Aunque podemos decir mucho más sobre la idolatría voy a aclarar algunos términos. La Iglesia nos enseña que solamente se adora a Dios, que es un Dios Uno y Trino, o sea, tres personas divinas formando un solo Dios que lo conocemos como la Santísima Trinidad. El culto que damos a Dios es de latría. Es un término que viene del latín para referirnos a la forma más alta de reverencia, la cual debe ser dirigida solamente a Dios o la Trinidad (Padre-Hijo-Espíritu Santo). Latría es la forma de adoración y culto solo para Dios.
Otro término que tengo que enseñar es dulía. En la teología católica la dulía es la veneración o respeto que se da a los santos, ángeles, imágenes, reliquias que, como dijo Santo Tomás de Aquino, jamás es igual al culto que debemos a Dios. Se les rinde esta veneración a los santos (por ser personas que vivieron en este mundo una vida ejemplar, que con sus defectos humanos alcanzaron la santidad y están en la presencia de Dios), a los objetos que le pertenecieron a personas o a los restos de sus cuerpos y a los ángeles por ser criaturas que adoran a Dios.
El último término de culto que te quiero aclarar es la hiperdulía que es el culto de veneración que se le rinde a Santa María la Virgen Madre de Dios, de Jesús, de la Iglesia y por ende también madre nuestra. Se le venera porque por méritos de su hijo Jesús fue preservada del pecado original y después de su "muerte o tránsito" goza de la plenitud de la redención y fue asunta al cielo en cuerpo y alma. Además es considerada la persona más grande en gracia, amor y humildad después de Jesús. Este culto de hiperdulía es básicamente lo mismo que el de dulía, pero queremos resaltar que la veneración es mayor o más grande. Recuerda que el culto de dulía es para los apóstoles, santos, beatos y a toda la corte de ángeles: arcángeles, ángeles de la guarda y demás ángeles que forman la corte celestial adorando a Dios por toda la eternidad.
Estos términos (idolatría, latría, dulía e hiperdulía) si los tenemos claros nos podemos dar cuenta lo clara que es la Iglesia en su teología doctrinal y cómo nos forma para que no caigamos en errores. El problema del cristiano católico es que no le gusta estudiar, leer y buscar información para formarse y conocer las verdades de su fe para defender la única Iglesia fundada por Cristo.
Hemos escuchado muchas veces decir que los católicos somos idólatras porque tenemos imágenes en nuestros templos y se nos acusa de que las adoramos. La realidad es que la idolatría es dar a una imagen o ídolo el lugar de Dios como si ese objeto hecho por el hombre o esa cosa en la que hemos puesto el corazón fuese una deidad. Según el Catecismo de la Iglesia: "La idolatría no sólo se refiere a la adoración falsa del paganismo. El hombre comete idolatría cada vez que venera y reverencia a una criatura en lugar de Dios, ya sea este dioses o demonios (por ejemplo el satanismo), poder, placer, raza, ancestros, estado, dinero, etc.
Este asunto viene de las diferentes interpretaciones del segundo mandamiento de la ley: "No tendrás falsos o ajenos dioses delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra..."(Ex 20, 3-6). El mundo protestante critica a la Iglesia por sus imágenes pero en realidad la Iglesia Católica NO enseña a adorar esas imágenes sino que son signos, una representación. Se veneran por lo que fueron esas personas; nos crean una imagen visual, sensible y un ambiente agradable para llevarnos a Dios, poder hacer la oración y estar en comunión con la Iglesia del Cielo.
Aunque podemos decir mucho más sobre la idolatría voy a aclarar algunos términos. La Iglesia nos enseña que solamente se adora a Dios, que es un Dios Uno y Trino, o sea, tres personas divinas formando un solo Dios que lo conocemos como la Santísima Trinidad. El culto que damos a Dios es de latría. Es un término que viene del latín para referirnos a la forma más alta de reverencia, la cual debe ser dirigida solamente a Dios o la Trinidad (Padre-Hijo-Espíritu Santo). Latría es la forma de adoración y culto solo para Dios.
Otro término que tengo que enseñar es dulía. En la teología católica la dulía es la veneración o respeto que se da a los santos, ángeles, imágenes, reliquias que, como dijo Santo Tomás de Aquino, jamás es igual al culto que debemos a Dios. Se les rinde esta veneración a los santos (por ser personas que vivieron en este mundo una vida ejemplar, que con sus defectos humanos alcanzaron la santidad y están en la presencia de Dios), a los objetos que le pertenecieron a personas o a los restos de sus cuerpos y a los ángeles por ser criaturas que adoran a Dios.
El último término de culto que te quiero aclarar es la hiperdulía que es el culto de veneración que se le rinde a Santa María la Virgen Madre de Dios, de Jesús, de la Iglesia y por ende también madre nuestra. Se le venera porque por méritos de su hijo Jesús fue preservada del pecado original y después de su "muerte o tránsito" goza de la plenitud de la redención y fue asunta al cielo en cuerpo y alma. Además es considerada la persona más grande en gracia, amor y humildad después de Jesús. Este culto de hiperdulía es básicamente lo mismo que el de dulía, pero queremos resaltar que la veneración es mayor o más grande. Recuerda que el culto de dulía es para los apóstoles, santos, beatos y a toda la corte de ángeles: arcángeles, ángeles de la guarda y demás ángeles que forman la corte celestial adorando a Dios por toda la eternidad.
Estos términos (idolatría, latría, dulía e hiperdulía) si los tenemos claros nos podemos dar cuenta lo clara que es la Iglesia en su teología doctrinal y cómo nos forma para que no caigamos en errores. El problema del cristiano católico es que no le gusta estudiar, leer y buscar información para formarse y conocer las verdades de su fe para defender la única Iglesia fundada por Cristo.
Cuando llegas al templo, ¿a quién saludas primero?
Al llegar al templo, vemos a las personas hacer algunos gestos o reverencias que son expresiones de respeto al lugar sagrado. Uno de estos gestos es la genuflexión. La Real Academia Española la define como: "acción y efecto de doblar la rodilla, bajándola hacia el suelo, ordinariamente en señal de reverencia". Pero nosotros los católicos la hacemos también en señal de adoración a Dios y sobre todo a Jesús presente en la Eucaristía.
Cuando entras a una casa, oficina o llegas donde hay personas, saludas y dices buenos días, buenas tardes o buenas noches. Al llegar al templo lo primero que debe hacer un católico es buscar el sagrario donde está Jesús presente. Si el templo es la casa de Dios y el sagrario o tabernáculo es la casita donde está Jesús, lo primero que se hace al entrar es saludar al Señor en el sagrario haciendo una genuflexión y cuando vamos a salir del templo nos despedimos de Él con otra genuflexión. Hasta hace unos años, al cruzar frente a Jesús en el sagrario o cuando Jesús estaba expuesto en la custodia, había personas que hacían una genuflexión doble (con ambas rodillas); todavía quedan algunos que acostumbran hacerlo. Son los gestos de adoración que debemos hacer al llegar y salir del templo.
La genuflexión es un gesto que se hace a personas (por ejemplo a los reyes, gobernantes o al papa y los obispos) pero también se hace hacia el altar, crucifijo o imágenes en señal de reverencia. El Viernes Santo, en el oficio del día, está el rito de la adoración solemne de la cruz (que antiguamente se hacía con una cruz que tenía una reliquia de la cruz de Cristo). También cuando en la Santa Misa se pasa frente al altar después de la consagración o cuando está Jesús expuesto en la custodia para la adoración, la genuflexión se hace hacia el altar no al sagrario.
Hay que enseñar a nuestros católicos que a Dios o a Jesús presente en el sagrario se le adora, a las imágenes o cuadros no. Hay templos, como son las capillas, que no tienen sagrario por lo cual en esos lugares lo que se hace es una reverencia al altar donde se celebra la misa o al crucifijo. Tenemos que distinguir bien entre una reverencia, que es inclinar la cabeza, y la genuflexión que es doblar la rodilla hasta el suelo como lo hace por ejemplo el sacerdote después de consagrar el pan y el vino cuando adora a Jesús ya presente en las especies sagradas.
Es bueno aprender cómo comportarnos al llegar al templo y la manera correcta de entrar y salir. Es importante darle su lugar a los sitios sagrados los cuales son para orar y estar en comunión con Dios.
Al llegar al templo, vemos a las personas hacer algunos gestos o reverencias que son expresiones de respeto al lugar sagrado. Uno de estos gestos es la genuflexión. La Real Academia Española la define como: "acción y efecto de doblar la rodilla, bajándola hacia el suelo, ordinariamente en señal de reverencia". Pero nosotros los católicos la hacemos también en señal de adoración a Dios y sobre todo a Jesús presente en la Eucaristía.
Cuando entras a una casa, oficina o llegas donde hay personas, saludas y dices buenos días, buenas tardes o buenas noches. Al llegar al templo lo primero que debe hacer un católico es buscar el sagrario donde está Jesús presente. Si el templo es la casa de Dios y el sagrario o tabernáculo es la casita donde está Jesús, lo primero que se hace al entrar es saludar al Señor en el sagrario haciendo una genuflexión y cuando vamos a salir del templo nos despedimos de Él con otra genuflexión. Hasta hace unos años, al cruzar frente a Jesús en el sagrario o cuando Jesús estaba expuesto en la custodia, había personas que hacían una genuflexión doble (con ambas rodillas); todavía quedan algunos que acostumbran hacerlo. Son los gestos de adoración que debemos hacer al llegar y salir del templo.
La genuflexión es un gesto que se hace a personas (por ejemplo a los reyes, gobernantes o al papa y los obispos) pero también se hace hacia el altar, crucifijo o imágenes en señal de reverencia. El Viernes Santo, en el oficio del día, está el rito de la adoración solemne de la cruz (que antiguamente se hacía con una cruz que tenía una reliquia de la cruz de Cristo). También cuando en la Santa Misa se pasa frente al altar después de la consagración o cuando está Jesús expuesto en la custodia para la adoración, la genuflexión se hace hacia el altar no al sagrario.
Hay que enseñar a nuestros católicos que a Dios o a Jesús presente en el sagrario se le adora, a las imágenes o cuadros no. Hay templos, como son las capillas, que no tienen sagrario por lo cual en esos lugares lo que se hace es una reverencia al altar donde se celebra la misa o al crucifijo. Tenemos que distinguir bien entre una reverencia, que es inclinar la cabeza, y la genuflexión que es doblar la rodilla hasta el suelo como lo hace por ejemplo el sacerdote después de consagrar el pan y el vino cuando adora a Jesús ya presente en las especies sagradas.
Es bueno aprender cómo comportarnos al llegar al templo y la manera correcta de entrar y salir. Es importante darle su lugar a los sitios sagrados los cuales son para orar y estar en comunión con Dios.
Del sagrario y el altar, ¿conoces algo más que sus nombres?
Hay personas que preguntan qué se esconde en esa cajita que hay en los templos católicos con una vela o luz encendida. Eso se llama sagrario o tabernáculo. Es el lugar sagrado donde se conservan o guardan las hostias consagradas que quedan después de la misa. El sagrario puede ser de un metal precioso (oro, plata, bronce, etc.) o de una madera bien elaborada. Hay mucha variedad en diseños y estilos. Si te fijas en los detalles, podrás observar los símbolos eucarísticos. Es el lugar más importante, después del altar, para la misa porque es el lugar donde Jesús está realmente presente en el templo, esperándonos para la adoración; es semejante al arca de la alianza del Antiguo Testamento y al lugar donde se guardaban los panes consagrados que solo comían los sacerdotes.
El sagrario tiene que estar en un lugar digno para la adoración y el culto que los cristianos debemos rendirle y para la distribución de la Sagrada Comunión o Hostia (en la misa o para llevarle a los enfermos y moribundos). Puede estar en el centro o altar principal; después del Concilio Vaticano II lo más recomendable es en una capilla aparte. En el sagrario, Jesús está realmente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad; es el lugar donde Él nos espera con amor.
Miremos ahora el altar o mesa dónde se celebra la Santa Misa o la Eucaristía. "El primer altar cristiano fue la mesa sobre la cual Nuestro Señor celebró su última cena, en el cenáculo. Fue de madera..." escribió P. Andrés Azcarante en su libro sobre liturgia (conservo este libro desde que estudiaba en el seminario). Ya en el Antiguo Testamento encontramos los altares antes que los templos. El primer altar mencionado en la Sagrada Escritura es el altar de Noé (Gen 8,20). Vemos también el tabernáculo de Moisés y que en el templo de Salomón habían dos altares: el de los perfumes y el de los holocaustos o sacrificios, ambos muy majestuosos (Ex. 27, 1-10; 30 1-10). Los próximos altares los encontramos en las catacumbas. Como no podían tener templos y estaba prohibida la celebración de la misa en público, los cristianos se reunían en los altares construidos sobre las tumbas de los mártires y santos para celebrar la Santa Misa.
Hay altares fijos, movibles o portátiles. El altar fijo puede ser en piedra natural o de cualquier otro material bien elaborado, digno y sólido. Al principio, había en los templos un solo altar y una mesa para la misa. Se habla de altar mayor al referirnos al altar principal ya que en los templos pueden haber varios altares menores para que simultáneamente otros sacerdotes puedan celebrar la misa. El altar mayor es el lugar principal donde celebra el papa, obispo o el sacerdote cuando preside la misa para los fieles. El altar o mesa debe estar bien decorado con los paños debidos y velas, sobre todo limpio. Es el lugar del sacrificio y representa a Cristo mismo ya que Él se hace presente en cada misa allí.
Hay personas que preguntan qué se esconde en esa cajita que hay en los templos católicos con una vela o luz encendida. Eso se llama sagrario o tabernáculo. Es el lugar sagrado donde se conservan o guardan las hostias consagradas que quedan después de la misa. El sagrario puede ser de un metal precioso (oro, plata, bronce, etc.) o de una madera bien elaborada. Hay mucha variedad en diseños y estilos. Si te fijas en los detalles, podrás observar los símbolos eucarísticos. Es el lugar más importante, después del altar, para la misa porque es el lugar donde Jesús está realmente presente en el templo, esperándonos para la adoración; es semejante al arca de la alianza del Antiguo Testamento y al lugar donde se guardaban los panes consagrados que solo comían los sacerdotes.
El sagrario tiene que estar en un lugar digno para la adoración y el culto que los cristianos debemos rendirle y para la distribución de la Sagrada Comunión o Hostia (en la misa o para llevarle a los enfermos y moribundos). Puede estar en el centro o altar principal; después del Concilio Vaticano II lo más recomendable es en una capilla aparte. En el sagrario, Jesús está realmente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad; es el lugar donde Él nos espera con amor.
Miremos ahora el altar o mesa dónde se celebra la Santa Misa o la Eucaristía. "El primer altar cristiano fue la mesa sobre la cual Nuestro Señor celebró su última cena, en el cenáculo. Fue de madera..." escribió P. Andrés Azcarante en su libro sobre liturgia (conservo este libro desde que estudiaba en el seminario). Ya en el Antiguo Testamento encontramos los altares antes que los templos. El primer altar mencionado en la Sagrada Escritura es el altar de Noé (Gen 8,20). Vemos también el tabernáculo de Moisés y que en el templo de Salomón habían dos altares: el de los perfumes y el de los holocaustos o sacrificios, ambos muy majestuosos (Ex. 27, 1-10; 30 1-10). Los próximos altares los encontramos en las catacumbas. Como no podían tener templos y estaba prohibida la celebración de la misa en público, los cristianos se reunían en los altares construidos sobre las tumbas de los mártires y santos para celebrar la Santa Misa.
Hay altares fijos, movibles o portátiles. El altar fijo puede ser en piedra natural o de cualquier otro material bien elaborado, digno y sólido. Al principio, había en los templos un solo altar y una mesa para la misa. Se habla de altar mayor al referirnos al altar principal ya que en los templos pueden haber varios altares menores para que simultáneamente otros sacerdotes puedan celebrar la misa. El altar mayor es el lugar principal donde celebra el papa, obispo o el sacerdote cuando preside la misa para los fieles. El altar o mesa debe estar bien decorado con los paños debidos y velas, sobre todo limpio. Es el lugar del sacrificio y representa a Cristo mismo ya que Él se hace presente en cada misa allí.
"La misa ha terminado, pueden ir en paz" no es una simple despedida, es un envío.
En estas últimas semanas he compartido con ustedes catequesis sobre la Santa Misa. He podido ver que las visitas a esta sección de reflexiones han aumentado y los comentarios de los fieles han sido muy positivos. Estas catequesis han ayudado a los fieles, padres y a nuestros catequistas a aprender de manera simple las realidades que vivimos los católicos en la Celebración de la Eucaristía (que es el vivir principal de nuestra fe).
Al terminar la Santa Misa se dice "Ite Missa est" (que significa "la misa ha terminado") y se le añade "pueden ir en paz". Se espera que lo que vivimos sacramentalmente (que alimenta nuestra vida cristiana), no se quede dentro del templo. ¡Hay que vivirlo al salir a la calle! No se puede quedar allí, tenemos que llevarlo a la realidad de nuestra vida cristiana, o sea, a nuestra casa, familia, a la calle y al trabajo. Tenemos que anunciar el Evangelio de Jesús con alegría a la gente que se relaciona con nosotros.o mes
Recuerden que la misa nos da el alimento del Pan de la Palabra y el alimento del cuerpo y sangre de Cristo (presente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad). Por lo tanto, este encuentro personal con Jesús vivo debe cambiar nuestra vida tanto en lo espiritual como en la relación con los demás. No perdamos la fe, la alegría y el amor por la Santa Misa. Al contrario, Jesús nos espera y nos convierte en sus testigos y en el testimonio vivo de Él en el mundo de hoy.
Jesús Eucaristía y María Santísima les bendigan.
En estas últimas semanas he compartido con ustedes catequesis sobre la Santa Misa. He podido ver que las visitas a esta sección de reflexiones han aumentado y los comentarios de los fieles han sido muy positivos. Estas catequesis han ayudado a los fieles, padres y a nuestros catequistas a aprender de manera simple las realidades que vivimos los católicos en la Celebración de la Eucaristía (que es el vivir principal de nuestra fe).
Al terminar la Santa Misa se dice "Ite Missa est" (que significa "la misa ha terminado") y se le añade "pueden ir en paz". Se espera que lo que vivimos sacramentalmente (que alimenta nuestra vida cristiana), no se quede dentro del templo. ¡Hay que vivirlo al salir a la calle! No se puede quedar allí, tenemos que llevarlo a la realidad de nuestra vida cristiana, o sea, a nuestra casa, familia, a la calle y al trabajo. Tenemos que anunciar el Evangelio de Jesús con alegría a la gente que se relaciona con nosotros.o mes
Recuerden que la misa nos da el alimento del Pan de la Palabra y el alimento del cuerpo y sangre de Cristo (presente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad). Por lo tanto, este encuentro personal con Jesús vivo debe cambiar nuestra vida tanto en lo espiritual como en la relación con los demás. No perdamos la fe, la alegría y el amor por la Santa Misa. Al contrario, Jesús nos espera y nos convierte en sus testigos y en el testimonio vivo de Él en el mundo de hoy.
Jesús Eucaristía y María Santísima les bendigan.
¿Sabes por qué hay que sentarse, estar de pie o de rodillas durante la misa?
Hay que poner toda nuestra alma y corazón cuando acudimos al templo para la celebración de la Eucaristía dominical por devoción, por alguna intensión que tengamos (ofrecer la misa por los difuntos o enfermos) o por alguna razón de celebración especial que se incluya dentro de la misa como puede ser: el bautismo, la primera comunión, confirmación, una ordenación sacerdotal, profesión religiosa, boda o aniversario. La misa no es un acto social, es la celebración de algo litúrgico y religioso, o sea, es la celebración de nuestra fe. Es el culto por excelencia que Jesús nos mandó a celebrar, donde él viene y se hace presente entre nosotros.
Algunas personas se preguntan por qué en la misa el sacerdote hace tantos gestos o por qué hay que sentarse, ponerse de pie o de rodillas. Estas acciones podemos clasificarlas en dos grupos: las actitudes y los gestos. Las actitudes son las posiciones del cuerpo: bajar la cabeza, estar de pie, de rodillas o postrado para orar; hacer reverencia o genuflexiones, las posturas de las manos y los brazos o simplemente estar sentado. Todo esto se ha insertado en la liturgia durante los pasados siglos y nos ayuda a vivir el misterio de la misa, pero también estan los gestos. Estos nos ayudan a participar en la liturgia con el celebrante, que en la misa es otro Cristo. Con los gestos nos unimos a Cristo en la celebración de la fe. Los gestos que hace el sacerdote son las cruces, la señal de la cruz invocando a la Trinidad para hacer a Dios presente al inicio de la liturgia, para bendecir a los fieles al final de la misa, para bendecir a las personas, objetos y las ofrendas; o como sacramental para bendecir objetos religiosos. Entre los gestos también están las reverencias a los objetos de culto, a personas (como por ejemplo al celebrante), a altares y sagrarios; las miradas y los besos rituales (al altar del celebrante, reliquias, crucifijos), los golpes de pecho, los soplos y la imposición de manos.
Todos estos signos visibles que llamamos actitudes o gestos nos ayudan a ver las realidades espirituales y sobrenaturales que ocurren y están en la celebración de la misa. Estos signos nos ayudan a profundizar y a vivir el misterio principal de nuestra fe que es la Santa Misa o la Eucaristía.
Hay que poner toda nuestra alma y corazón cuando acudimos al templo para la celebración de la Eucaristía dominical por devoción, por alguna intensión que tengamos (ofrecer la misa por los difuntos o enfermos) o por alguna razón de celebración especial que se incluya dentro de la misa como puede ser: el bautismo, la primera comunión, confirmación, una ordenación sacerdotal, profesión religiosa, boda o aniversario. La misa no es un acto social, es la celebración de algo litúrgico y religioso, o sea, es la celebración de nuestra fe. Es el culto por excelencia que Jesús nos mandó a celebrar, donde él viene y se hace presente entre nosotros.
Algunas personas se preguntan por qué en la misa el sacerdote hace tantos gestos o por qué hay que sentarse, ponerse de pie o de rodillas. Estas acciones podemos clasificarlas en dos grupos: las actitudes y los gestos. Las actitudes son las posiciones del cuerpo: bajar la cabeza, estar de pie, de rodillas o postrado para orar; hacer reverencia o genuflexiones, las posturas de las manos y los brazos o simplemente estar sentado. Todo esto se ha insertado en la liturgia durante los pasados siglos y nos ayuda a vivir el misterio de la misa, pero también estan los gestos. Estos nos ayudan a participar en la liturgia con el celebrante, que en la misa es otro Cristo. Con los gestos nos unimos a Cristo en la celebración de la fe. Los gestos que hace el sacerdote son las cruces, la señal de la cruz invocando a la Trinidad para hacer a Dios presente al inicio de la liturgia, para bendecir a los fieles al final de la misa, para bendecir a las personas, objetos y las ofrendas; o como sacramental para bendecir objetos religiosos. Entre los gestos también están las reverencias a los objetos de culto, a personas (como por ejemplo al celebrante), a altares y sagrarios; las miradas y los besos rituales (al altar del celebrante, reliquias, crucifijos), los golpes de pecho, los soplos y la imposición de manos.
Todos estos signos visibles que llamamos actitudes o gestos nos ayudan a ver las realidades espirituales y sobrenaturales que ocurren y están en la celebración de la misa. Estos signos nos ayudan a profundizar y a vivir el misterio principal de nuestra fe que es la Santa Misa o la Eucaristía.
Decir "Me aburre la misa, siempre es lo mismo..." ¡Error Monstruoso!
Hemos estado reflexionando sobre la misa. Hoy te hablaré sobre su estructura. Como vieron en el artículo que les dejé de asignación, la misa tiene dos partes principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia Eucarística. Estas a su vez se dividen en otras partecitas que forman el rito en que se celebra la misa. El rito latino, que es el que nosotros celebramos, tiene sus normas; las encontramos en el Misal Romano. Las rúbricas son las normas o explicaciones de cómo celebrar la misa. Esto el sacerdote o el celebrante no lo puede cambiar, es la guía para que la liturgia sea uniforme en toda la Iglesia universal Los expertos en liturgia son los que nos enseñan cómo se celebra, qué se puede o no se puede cambiar. La misa es el tesoro de la Iglesia; no es algo personal, no es para hacer un "show" o una obra de teatro: es celebrar el misterio de nuestra redención, es actualizar lo que Cristo hizo en la Cruz.
Muchas veces escucho a la gente diciendo "me aburrí en la misa" o " la misa siempre es lo mismo", pero es un error monstruoso pensar así y te explico: la liturgia es el culto que nosotros rendimos a Dios. Jesús nos mando celebrar la Eucaristía o la Misa hasta final de los tiempos. Hay que salir del esquema o rito y profundizar en el contenido de esta. La Iglesia lo tiene todo bien organizado, por lo que la misa en el contenido todos los días es algo diferente. Tenemos que partir de que existe el calendario litúrgico, con sus tiempos, en el que se vive el misterio de Cristo (la liturgia de la Iglesia es Cristocéntrica y Cristológica). Se divide también por ciclos litúrgicos clasificados A, B, C, para los domingos y años pares e impares para la semana. Contamos con solemnidades, fiestas, memorias obligatorias, memorias libres y ferias. Esto nos ayuda a vivir la misa ya que nos guía lecturas diferentes para cada día y así se vive el Pan de la Palabra o la liturgia de la Palabra.
Si fueras a misa todos los días por tres años consecutivos prácticamente recorrerías toda la Sagrada Escritura o la Historia de la Salvación. Comprendiendo esto y entrando en el contenido de las lecturas verás que cada misa es diferente y cada celebración es una ocasión para vivir el memorial de la Pasión y muerte de Jesús, es actualizar su sacrificio de la Cruz y es el Banquete en la tierra de lo que nos espera en su Banquete en el cielo.
P. Ángel Ortiz Vélez
Hemos estado reflexionando sobre la misa. Hoy te hablaré sobre su estructura. Como vieron en el artículo que les dejé de asignación, la misa tiene dos partes principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia Eucarística. Estas a su vez se dividen en otras partecitas que forman el rito en que se celebra la misa. El rito latino, que es el que nosotros celebramos, tiene sus normas; las encontramos en el Misal Romano. Las rúbricas son las normas o explicaciones de cómo celebrar la misa. Esto el sacerdote o el celebrante no lo puede cambiar, es la guía para que la liturgia sea uniforme en toda la Iglesia universal Los expertos en liturgia son los que nos enseñan cómo se celebra, qué se puede o no se puede cambiar. La misa es el tesoro de la Iglesia; no es algo personal, no es para hacer un "show" o una obra de teatro: es celebrar el misterio de nuestra redención, es actualizar lo que Cristo hizo en la Cruz.
Muchas veces escucho a la gente diciendo "me aburrí en la misa" o " la misa siempre es lo mismo", pero es un error monstruoso pensar así y te explico: la liturgia es el culto que nosotros rendimos a Dios. Jesús nos mando celebrar la Eucaristía o la Misa hasta final de los tiempos. Hay que salir del esquema o rito y profundizar en el contenido de esta. La Iglesia lo tiene todo bien organizado, por lo que la misa en el contenido todos los días es algo diferente. Tenemos que partir de que existe el calendario litúrgico, con sus tiempos, en el que se vive el misterio de Cristo (la liturgia de la Iglesia es Cristocéntrica y Cristológica). Se divide también por ciclos litúrgicos clasificados A, B, C, para los domingos y años pares e impares para la semana. Contamos con solemnidades, fiestas, memorias obligatorias, memorias libres y ferias. Esto nos ayuda a vivir la misa ya que nos guía lecturas diferentes para cada día y así se vive el Pan de la Palabra o la liturgia de la Palabra.
Si fueras a misa todos los días por tres años consecutivos prácticamente recorrerías toda la Sagrada Escritura o la Historia de la Salvación. Comprendiendo esto y entrando en el contenido de las lecturas verás que cada misa es diferente y cada celebración es una ocasión para vivir el memorial de la Pasión y muerte de Jesús, es actualizar su sacrificio de la Cruz y es el Banquete en la tierra de lo que nos espera en su Banquete en el cielo.
P. Ángel Ortiz Vélez
"La semana que viene continuaré con la catequesis. Esta semana les dejo el siguiente artículo como asignación. "
P. Ángel Ortiz Vélez
No entiendo la misa... ¿para qué ir? En cada consagración se renueva el sacrificio de la cruz y se realiza nuestra salvación
Autor: Lucrecia Rego de Planas | Fuente: Catholic.net
La Santa Misa es la celebración dentro de la cual se lleva a cabo el sacramento de la Eucaristía. Su origen se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia, en donde los apóstoles y los primeros discípulos se reunían el primer día de la semana, recordando la Resurrección de Cristo, para estudiar las Escrituras y compartir el pan de la Eucaristía.
La Santa Misa es una reunión del Pueblo de Dios y es el medio de santificación más perfecto, pues en él conocemos a Dios y nos unimos a Jesucristo y a toda la Iglesia en su labor santificadora.
Durante la misa nosotros participamos estrechamente en la vida y misterio de Jesucristo, por Él, con Él y en Él, ofreciendo nuestras obras, ofreciéndonos nosotros mismos, pidiendo perdón por nuestros pecados y, con esto, alcanzamos gracias para toda la Iglesia, reparamos las ofensas de otros y rendimos una alabanza de valor infinito porque lo hacemos por medio de Jesucristo.
El hombre con frecuencia tiene poco tiempo para dedicarse a las cosas de Dios. Tiene poco tiempo para conocerlo y entenderlo. La Iglesia, consciente de este problema y sabiendo que si sus miembros no conocen a Dios no podrá cumplir con la misión que le ha sido encomendada, ha querido asegurar que se le dedique un tiempo a la semana a este conocimiento de las cosas de Dios y ha dado un mandamiento: Oír misa entera los domingos y días de precepto.
Con este mandamiento, la Iglesia asegura que sus miembros conozcan los lineamientos del Fundador y de esta manera "no perderán el estilo", no olvidarán su fin último y se esforzarán por cumplir su labor personal dentro de la Iglesia.
Para disfrutar y aprovechar la Misa, es importante conocer el significado de cada una de sus partes.
Partes de la misa y su significado
La misa se divide en dos partes principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística.
La liturgia de la Palabra
Es con la que inicia la Misa y consta de tres partes principales: las lecturas, la homilía y la oración de los fieles. En la primera parte de la misa, la liturgia de la palabra, conocemos los pensamientos y líneas de acción de Dios, escuchando su Palabra tomada de la Sagrada Escritura. Es el mismo Dios quien nos habla de una manera personal y con un mensaje específico para cada uno a través de las lecturas, el Evangelio y la homilía. Es Cristo mismo el que nos marca el camino a seguir por medio de su palabra y ejemplo.
La primera lectura
Se toma generalmente del Antiguo Testamento o de los Hechos de los Apóstoles y nos sirve para entender muchas de las cosas que hizo Jesús. Es importante escucharla con atención, pues Dios mismo nos está hablando. De acuerdo a la simbología propia de la misa, esta actitud interna de escucha atenta, se demuestra con la postura externa: el pueblo permanece sentado y mirando hacia el frente. Después de la primera lectura se lee o canta un salmo tomado del Libro de los Salmos del Rey David con el que alabamos a Dios.
La segunda lectura
Se toma del Nuevo Testamento, de las cartas que escribieron los primeros apóstoles. Esta segunda lectura nos sirve para conocer cómo vivían los primeros cristianos y cómo explicaban a los demás las enseñanzas de Jesús. Esto nos ayuda a conocer y entender mejor lo que Jesús nos enseñó. También nos ayuda a entender muchas tradiciones de la Iglesia. La actitud interna y la postura externa son las mismas que en la primera lectura. Después de la segunda lectura se canta el Aleluya, que es un canto alegre que recuerda la Resurrección.
El Evangelio
Se toma de alguno de los cuatro Evangelios de acuerdo con el ciclo litúrgico y narra una pequeña parte de la vida o las enseñanzas de Jesús. Es aquí donde podemos conocer cómo era Jesús, qué sentía, qué hacía, cómo enseñaba, qué nos quiere transmitir. Esta lectura la hace el sacerdote o el diácono. El pueblo se pone de pie, demostrando una actitud interna de escucha atenta y respeto hacia Jesucristo, la Palabra viva de Dios.
La homilía
En este momento de la Misa, el sacerdote explica el significado de las tres lecturas y su aplicación en nuestras vidas. Nos exhorta a acoger esta palabra como lo que es: Palabra de Dios y a ponerla en práctica. El pueblo escucha la homilía sentado, demostrando una actitud interna de atención a las palabras del sacerdote.
El Credo
Después de la oración de los fieles, permanecemos de pie y recitamos juntos en voz alta la proclamación de nuestros misterios de fe, el resumen de la fe católica. En ella pronunciamos la palabra "Creo", con la cual demostramos que hemos escogido libremente, desprendernos de cualquier duda o inquietud humana, para confiar sólo en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado.
La oración de los fieles
En este momento nos ponemos de pie, con la actitud interna de súplica al Padre y nos unimos a todas las personas que están en Misa para pedir juntos y en voz alta a Dios por cosas que nos interesan a todos: el Papa, los enfermos, las familias, los pobres, la paz del mundo, los gobernantes, etc. Debemos aprovechar ese momento para pedirle a Dios interiormente también por aquello que nosotros en particular necesitamos.
Dios verdaderamente escucha las peticiones que le hace su pueblo en la Oración Universal, por lo que debemos participar en ella de una manera activa, uniéndonos a la oración confiada por las necesidades de todos los hombres.
La liturgia Eucarística
En la segunda parte de la misa, los miembros de la Iglesia revivimos la Pasión y Resurrección de Cristo, aunque sin derramamiento de sangre.
El ofertorio
En esta parte de la Misa, se llevan las ofrendas, el pan y el vino al altar y el sacerdote se las presenta a Dios ofreciéndose las para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Debemos aprovechar este momento para ofrecer a Dios nuestra vida, nuestros propósitos e intenciones, nuestro amor, nuestras cualidades, para que Él las santifique y sirvan para el bien de la Iglesia. Es el momento de ofrecerle interiormente un nuevo esfuerzo por alcanzar aquello que me he propuesto espiritual y humanamente.
La consagración
Es el momento más solemne de la Misa; en él ocurre el misterio de la transformación real del pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Dios se hace presente ante nosotros para que podamos estar muy cerca de Él. Es un misterio de amor maravilloso que debemos contemplar con el mayor respeto y devoción. Debemos aprovechar ese momento para adorar a Dios en la Eucaristía. Hay pocos momentos en la vida en los que tenemos a un personaje tan importante frente a nosotros, pues el pan y el vino realmente se han transformado en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
En la consagración, Dios nos vuelve a manifestar su gran amor, ya que nuevamente acepta el sacrificio de su Hijo por el perdón de nuestros pecados, para que podamos alcanzar la felicidad. En cada consagración que hay a lo largo y ancho del mundo, se renueva el sacrificio de la cruz y se realiza nuestra salvación. En la Eucaristía, Cristo da el mismo Cuerpo y Sangre que entregó en la cruz por amor a nosotros. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio.
Es una misma víctima, Jesucristo, que se ofreció a sí mismo sobre la cruz y que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes. Durante la consagración expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, arrodillándonos en señal de adoración al Señor.
La comunión
Ante la grandeza de este sacramento, antes de comulgar, los fieles repetimos con humildad y con fe ardiente las palabras del centurión: "Señor, yo no soy digno de que entres a mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" (Mt 8,8)
La comunión significa «común unión», pues al acercarnos a comulgar, además de recibir a Jesús dentro de nosotros, nos unimos a toda la Iglesia, a todos los cristianos en esa misma alegría y amor. Nunca hay que perder la oportunidad de comulgar, pues en la comunión recibimos el alimento que nos dará la vida eterna. Nuestra actitud corporal al momento de recibir la comunión debe manifestar el respeto, la solemnidad y el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
Silencio sagrado, bendición y despedida.
Después de la comunión, el sacerdote limpia los objetos sagrados y se guarda un momento largo de silencio en el que los fieles deben adorar y agradecer el don de la Eucaristía que acaban de recibir.
Al terminar el silencio, el sacerdote bendice al pueblo y lo despide con las palabras:
"Podéis ir en paz, la misa ha terminado. Id y anunciad al mundo las maravillas del Señor"
En este momento el pueblo se pone de pie en actitud de apertura a las gracias recibidas y de prontitud a cumplir con la misión.
Estas palabras de despedida son el origen de la palabra "misa", pues el sacerdote envía a los fieles ("missio") a cumplir con su misión de anunciar al mundo la Buena Nueva de Jesucristo.
Transcrito de: http://www.es.catholic.net/temacontrovertido/174/1634/articulo.php?id=53
P. Ángel Ortiz Vélez
No entiendo la misa... ¿para qué ir? En cada consagración se renueva el sacrificio de la cruz y se realiza nuestra salvación
Autor: Lucrecia Rego de Planas | Fuente: Catholic.net
La Santa Misa es la celebración dentro de la cual se lleva a cabo el sacramento de la Eucaristía. Su origen se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia, en donde los apóstoles y los primeros discípulos se reunían el primer día de la semana, recordando la Resurrección de Cristo, para estudiar las Escrituras y compartir el pan de la Eucaristía.
La Santa Misa es una reunión del Pueblo de Dios y es el medio de santificación más perfecto, pues en él conocemos a Dios y nos unimos a Jesucristo y a toda la Iglesia en su labor santificadora.
Durante la misa nosotros participamos estrechamente en la vida y misterio de Jesucristo, por Él, con Él y en Él, ofreciendo nuestras obras, ofreciéndonos nosotros mismos, pidiendo perdón por nuestros pecados y, con esto, alcanzamos gracias para toda la Iglesia, reparamos las ofensas de otros y rendimos una alabanza de valor infinito porque lo hacemos por medio de Jesucristo.
El hombre con frecuencia tiene poco tiempo para dedicarse a las cosas de Dios. Tiene poco tiempo para conocerlo y entenderlo. La Iglesia, consciente de este problema y sabiendo que si sus miembros no conocen a Dios no podrá cumplir con la misión que le ha sido encomendada, ha querido asegurar que se le dedique un tiempo a la semana a este conocimiento de las cosas de Dios y ha dado un mandamiento: Oír misa entera los domingos y días de precepto.
Con este mandamiento, la Iglesia asegura que sus miembros conozcan los lineamientos del Fundador y de esta manera "no perderán el estilo", no olvidarán su fin último y se esforzarán por cumplir su labor personal dentro de la Iglesia.
Para disfrutar y aprovechar la Misa, es importante conocer el significado de cada una de sus partes.
Partes de la misa y su significado
La misa se divide en dos partes principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística.
La liturgia de la Palabra
Es con la que inicia la Misa y consta de tres partes principales: las lecturas, la homilía y la oración de los fieles. En la primera parte de la misa, la liturgia de la palabra, conocemos los pensamientos y líneas de acción de Dios, escuchando su Palabra tomada de la Sagrada Escritura. Es el mismo Dios quien nos habla de una manera personal y con un mensaje específico para cada uno a través de las lecturas, el Evangelio y la homilía. Es Cristo mismo el que nos marca el camino a seguir por medio de su palabra y ejemplo.
La primera lectura
Se toma generalmente del Antiguo Testamento o de los Hechos de los Apóstoles y nos sirve para entender muchas de las cosas que hizo Jesús. Es importante escucharla con atención, pues Dios mismo nos está hablando. De acuerdo a la simbología propia de la misa, esta actitud interna de escucha atenta, se demuestra con la postura externa: el pueblo permanece sentado y mirando hacia el frente. Después de la primera lectura se lee o canta un salmo tomado del Libro de los Salmos del Rey David con el que alabamos a Dios.
La segunda lectura
Se toma del Nuevo Testamento, de las cartas que escribieron los primeros apóstoles. Esta segunda lectura nos sirve para conocer cómo vivían los primeros cristianos y cómo explicaban a los demás las enseñanzas de Jesús. Esto nos ayuda a conocer y entender mejor lo que Jesús nos enseñó. También nos ayuda a entender muchas tradiciones de la Iglesia. La actitud interna y la postura externa son las mismas que en la primera lectura. Después de la segunda lectura se canta el Aleluya, que es un canto alegre que recuerda la Resurrección.
El Evangelio
Se toma de alguno de los cuatro Evangelios de acuerdo con el ciclo litúrgico y narra una pequeña parte de la vida o las enseñanzas de Jesús. Es aquí donde podemos conocer cómo era Jesús, qué sentía, qué hacía, cómo enseñaba, qué nos quiere transmitir. Esta lectura la hace el sacerdote o el diácono. El pueblo se pone de pie, demostrando una actitud interna de escucha atenta y respeto hacia Jesucristo, la Palabra viva de Dios.
La homilía
En este momento de la Misa, el sacerdote explica el significado de las tres lecturas y su aplicación en nuestras vidas. Nos exhorta a acoger esta palabra como lo que es: Palabra de Dios y a ponerla en práctica. El pueblo escucha la homilía sentado, demostrando una actitud interna de atención a las palabras del sacerdote.
El Credo
Después de la oración de los fieles, permanecemos de pie y recitamos juntos en voz alta la proclamación de nuestros misterios de fe, el resumen de la fe católica. En ella pronunciamos la palabra "Creo", con la cual demostramos que hemos escogido libremente, desprendernos de cualquier duda o inquietud humana, para confiar sólo en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado.
La oración de los fieles
En este momento nos ponemos de pie, con la actitud interna de súplica al Padre y nos unimos a todas las personas que están en Misa para pedir juntos y en voz alta a Dios por cosas que nos interesan a todos: el Papa, los enfermos, las familias, los pobres, la paz del mundo, los gobernantes, etc. Debemos aprovechar ese momento para pedirle a Dios interiormente también por aquello que nosotros en particular necesitamos.
Dios verdaderamente escucha las peticiones que le hace su pueblo en la Oración Universal, por lo que debemos participar en ella de una manera activa, uniéndonos a la oración confiada por las necesidades de todos los hombres.
La liturgia Eucarística
En la segunda parte de la misa, los miembros de la Iglesia revivimos la Pasión y Resurrección de Cristo, aunque sin derramamiento de sangre.
El ofertorio
En esta parte de la Misa, se llevan las ofrendas, el pan y el vino al altar y el sacerdote se las presenta a Dios ofreciéndose las para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Debemos aprovechar este momento para ofrecer a Dios nuestra vida, nuestros propósitos e intenciones, nuestro amor, nuestras cualidades, para que Él las santifique y sirvan para el bien de la Iglesia. Es el momento de ofrecerle interiormente un nuevo esfuerzo por alcanzar aquello que me he propuesto espiritual y humanamente.
La consagración
Es el momento más solemne de la Misa; en él ocurre el misterio de la transformación real del pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Dios se hace presente ante nosotros para que podamos estar muy cerca de Él. Es un misterio de amor maravilloso que debemos contemplar con el mayor respeto y devoción. Debemos aprovechar ese momento para adorar a Dios en la Eucaristía. Hay pocos momentos en la vida en los que tenemos a un personaje tan importante frente a nosotros, pues el pan y el vino realmente se han transformado en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
En la consagración, Dios nos vuelve a manifestar su gran amor, ya que nuevamente acepta el sacrificio de su Hijo por el perdón de nuestros pecados, para que podamos alcanzar la felicidad. En cada consagración que hay a lo largo y ancho del mundo, se renueva el sacrificio de la cruz y se realiza nuestra salvación. En la Eucaristía, Cristo da el mismo Cuerpo y Sangre que entregó en la cruz por amor a nosotros. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio.
Es una misma víctima, Jesucristo, que se ofreció a sí mismo sobre la cruz y que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes. Durante la consagración expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, arrodillándonos en señal de adoración al Señor.
La comunión
Ante la grandeza de este sacramento, antes de comulgar, los fieles repetimos con humildad y con fe ardiente las palabras del centurión: "Señor, yo no soy digno de que entres a mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" (Mt 8,8)
La comunión significa «común unión», pues al acercarnos a comulgar, además de recibir a Jesús dentro de nosotros, nos unimos a toda la Iglesia, a todos los cristianos en esa misma alegría y amor. Nunca hay que perder la oportunidad de comulgar, pues en la comunión recibimos el alimento que nos dará la vida eterna. Nuestra actitud corporal al momento de recibir la comunión debe manifestar el respeto, la solemnidad y el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
Silencio sagrado, bendición y despedida.
Después de la comunión, el sacerdote limpia los objetos sagrados y se guarda un momento largo de silencio en el que los fieles deben adorar y agradecer el don de la Eucaristía que acaban de recibir.
Al terminar el silencio, el sacerdote bendice al pueblo y lo despide con las palabras:
"Podéis ir en paz, la misa ha terminado. Id y anunciad al mundo las maravillas del Señor"
En este momento el pueblo se pone de pie en actitud de apertura a las gracias recibidas y de prontitud a cumplir con la misión.
Estas palabras de despedida son el origen de la palabra "misa", pues el sacerdote envía a los fieles ("missio") a cumplir con su misión de anunciar al mundo la Buena Nueva de Jesucristo.
Transcrito de: http://www.es.catholic.net/temacontrovertido/174/1634/articulo.php?id=53
Te has preguntado... "¿por qué voy a misa?"
Eucaristía significa "acción de gracias". El P. Andrés Azcárante en su libro La flor de la liturgia escribió: "El nombre clásico del Santo Sacrificio es 'Misa', palabra latina que viene a significar 'envío', licencia para retirarse, 'despedida'. Proviene de que primeramente, durante su celebración, hacía el diácono dos solemnes despedidas: una a los Catecúmenos y penitentes, después del Evangelio, y otra a todos los Fieles, al fin del Sacrificio. En ambos casos decíales el diácono: Ite, dimissio est, 'idos, que ha llegado la despedida'; frase que se transformó en el actual 'Ite, Missa est' ". Jesús es quién instiuyó la Misa (la Eucaristía) en la última cena y mandó a los apóstoles a hacer esto en memoria suya hasta el final de los tiempos. Jesús dijo: "Yo no volveré a beber más del fruto de la uva hasta que esté con ustedes en el Reino de los Cielos". La Misa es la antesala del cielo, es el banquete donde gozamos de esa presencia eterna de Dios.
Si te pregunto el por qué vienes a misa, ¿cuál es tu respuesta?
a. porque es el día del Señor
b. porque es el día que recordamos la resurrección de Jesús
c. porque es obligación
d. porque es precepto
e. porque si no voy cometo pecado mortal
f. por cumplimiento
g. todas las anteriores
A pesar de que todo esto es verdad, la razón principal de "por qué voy" a la misa o la eucaristía dominical debe ser: "porque el celebrar, actualizar y vivir nuevamente el sacrificio de Cristo en la Cruz, alimentarme con su palabra y con él mismo que se me da en la fracción del pan, es una necesidad que yo tengo como cristiano". Nosotros nos alimentamos para vivir y nutrir nuestro cuerpo. Pues la Misa es el alimento que nutre nuestra alma y nos da a Jesús mismo, que por amor se quedó entre nosotros hasta el fin del mundo presente en la Eucaristía.
Cada vez que el sacerdote repite las mismas palabras de Jesús (las que dijo en la última cena), ese poco de pan ácimo y ese vino se convierten en Cristo mismo (en su cuerpo, alma y divinidad) para Él darse a nosotros como alimento para la vida eterna, para Él sacrificarse otra vez por nosotros como lo hizo en la cruz. Así la Misa o la Eucaristía es un memorial, es un sacrificio y es un banquete.
Te exhorto a ir a la misa no por cumplimiento u obligación. Hazlo por amor a Jesús Eucarístico, porque vas a su encuentro y vas a congregarte con los hermanos en la fe para vivir nuevamente los misterios de nuestra redención, que se hacen presentes en cada Misa que el sacerdote celebra como otro Cristo. Mira la misa o la eucaristía dominical como algo necesario para gozar a plenitud de la vida, gracia, amor y amistad de Jesús.
Eucaristía significa "acción de gracias". El P. Andrés Azcárante en su libro La flor de la liturgia escribió: "El nombre clásico del Santo Sacrificio es 'Misa', palabra latina que viene a significar 'envío', licencia para retirarse, 'despedida'. Proviene de que primeramente, durante su celebración, hacía el diácono dos solemnes despedidas: una a los Catecúmenos y penitentes, después del Evangelio, y otra a todos los Fieles, al fin del Sacrificio. En ambos casos decíales el diácono: Ite, dimissio est, 'idos, que ha llegado la despedida'; frase que se transformó en el actual 'Ite, Missa est' ". Jesús es quién instiuyó la Misa (la Eucaristía) en la última cena y mandó a los apóstoles a hacer esto en memoria suya hasta el final de los tiempos. Jesús dijo: "Yo no volveré a beber más del fruto de la uva hasta que esté con ustedes en el Reino de los Cielos". La Misa es la antesala del cielo, es el banquete donde gozamos de esa presencia eterna de Dios.
Si te pregunto el por qué vienes a misa, ¿cuál es tu respuesta?
a. porque es el día del Señor
b. porque es el día que recordamos la resurrección de Jesús
c. porque es obligación
d. porque es precepto
e. porque si no voy cometo pecado mortal
f. por cumplimiento
g. todas las anteriores
A pesar de que todo esto es verdad, la razón principal de "por qué voy" a la misa o la eucaristía dominical debe ser: "porque el celebrar, actualizar y vivir nuevamente el sacrificio de Cristo en la Cruz, alimentarme con su palabra y con él mismo que se me da en la fracción del pan, es una necesidad que yo tengo como cristiano". Nosotros nos alimentamos para vivir y nutrir nuestro cuerpo. Pues la Misa es el alimento que nutre nuestra alma y nos da a Jesús mismo, que por amor se quedó entre nosotros hasta el fin del mundo presente en la Eucaristía.
Cada vez que el sacerdote repite las mismas palabras de Jesús (las que dijo en la última cena), ese poco de pan ácimo y ese vino se convierten en Cristo mismo (en su cuerpo, alma y divinidad) para Él darse a nosotros como alimento para la vida eterna, para Él sacrificarse otra vez por nosotros como lo hizo en la cruz. Así la Misa o la Eucaristía es un memorial, es un sacrificio y es un banquete.
Te exhorto a ir a la misa no por cumplimiento u obligación. Hazlo por amor a Jesús Eucarístico, porque vas a su encuentro y vas a congregarte con los hermanos en la fe para vivir nuevamente los misterios de nuestra redención, que se hacen presentes en cada Misa que el sacerdote celebra como otro Cristo. Mira la misa o la eucaristía dominical como algo necesario para gozar a plenitud de la vida, gracia, amor y amistad de Jesús.
¿Cómo defines la misa?
¿Cómo defines la misa? ¿Qué sabes sobre la misa? ¿Qué es la misa para ti? Me gustaría escuchar las respuestas de lo que la gente piensa y dice sobre la Santa Misa. Con estas reflexiones quiero ayudarte a aclarar lo que es la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo en la Cruz, la Ultima Cena, en sí qué es la misa. Para algunos es algo monótono, que se repite, que es lo mismo siempre; pero se quedan en la estructura, no profundizan en sí lo que es y lo que debe ser para cada cristiano, más para el católico, la misa dominical o la eucaristía semanal.
En estas semanas nuestra catequesis girará en torno a la misa. San Juan Pablo II en una homilía en Lodi, Italia (1992) dijo:
"La Iglesia, Pueblo de Dios de la nueva alianza, se ha alimentado siempre con la Eucaristía. Es más, se ha construido a través de la Eucaristía: 'Porque, aun siendo muchos, un solo pueblo y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan'(1 Co 10,17). La Iglesia se refleja en el sacramento eucarístico como en la fuente de la que brota su propia vida. Allí está el núcleo incandescente y el corazón de la Iglesia, que puede leer en él la historia de su propia vocación". (1)
Cierro la cita que nos ilumina en lo que pretendo decir en estas reflexiones o catequesis de la Santa Misa. Que san Juan Pablo II nos guíe a conectarnos con lo importante que es la Santa Misa en nuestra historia personal de salvación.
A las preguntas iniciales... les contestaré: ¿Qué es la misa?, es lo que Nuestro Salvador hizo en la última cena con los apóstoles. Según el Catecismo de la Iglesia Católica (2):
1324 La Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (138). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (139).
1325 "La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre" (140).
1326 "Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos" (141).
1327 En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: "Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar" (142).
Referencias;
(1) Diccionario de Teología y Espiritualidad de Juan Pablo II pags. 270-271
(2) Catecismo de Iglesia Católica- nueva edición (Los texto entre comillas a su vez son citas de documentos del Concilio Vaticano II (138-139), de la Congregación para el culto divino (140), 1 Co 15,28 (141) , y de San Ireneo de Lyon (142). Ver notas en el Catecismo para detalles adicionales.)
¿Cómo defines la misa? ¿Qué sabes sobre la misa? ¿Qué es la misa para ti? Me gustaría escuchar las respuestas de lo que la gente piensa y dice sobre la Santa Misa. Con estas reflexiones quiero ayudarte a aclarar lo que es la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo en la Cruz, la Ultima Cena, en sí qué es la misa. Para algunos es algo monótono, que se repite, que es lo mismo siempre; pero se quedan en la estructura, no profundizan en sí lo que es y lo que debe ser para cada cristiano, más para el católico, la misa dominical o la eucaristía semanal.
En estas semanas nuestra catequesis girará en torno a la misa. San Juan Pablo II en una homilía en Lodi, Italia (1992) dijo:
"La Iglesia, Pueblo de Dios de la nueva alianza, se ha alimentado siempre con la Eucaristía. Es más, se ha construido a través de la Eucaristía: 'Porque, aun siendo muchos, un solo pueblo y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan'(1 Co 10,17). La Iglesia se refleja en el sacramento eucarístico como en la fuente de la que brota su propia vida. Allí está el núcleo incandescente y el corazón de la Iglesia, que puede leer en él la historia de su propia vocación". (1)
Cierro la cita que nos ilumina en lo que pretendo decir en estas reflexiones o catequesis de la Santa Misa. Que san Juan Pablo II nos guíe a conectarnos con lo importante que es la Santa Misa en nuestra historia personal de salvación.
A las preguntas iniciales... les contestaré: ¿Qué es la misa?, es lo que Nuestro Salvador hizo en la última cena con los apóstoles. Según el Catecismo de la Iglesia Católica (2):
1324 La Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (138). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (139).
1325 "La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre" (140).
1326 "Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos" (141).
1327 En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: "Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar" (142).
Referencias;
(1) Diccionario de Teología y Espiritualidad de Juan Pablo II pags. 270-271
(2) Catecismo de Iglesia Católica- nueva edición (Los texto entre comillas a su vez son citas de documentos del Concilio Vaticano II (138-139), de la Congregación para el culto divino (140), 1 Co 15,28 (141) , y de San Ireneo de Lyon (142). Ver notas en el Catecismo para detalles adicionales.)