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Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único

9/14/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

En medio del tiempo ordinario, nos aparece este domingo la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La coincidencia o concurrencia de la fiesta de la Santa Cruz y del domingo hace que la primera prevalezca sobre este. De ahí que toda la liturgia de este día esté consagrada a la Exaltación de la Santa Cruz.

La Exaltación de la Cruz ha ido siempre unida a la dedicación de dos basílicas de los tiempos del emperador Constantino: la del Gólgota y la de la Resurrección. Y ello tuvo lugar el día 13 de septiembre del año 355. Y al día siguiente fue expuesta ante los fieles la reliquia de la Cruz de Cristo. La tradición ha marcado que la cruz fue encontrada un 14 de septiembre. La madre del emperador Constantino, santa Elena, dedicó mucho tiempo y muchos recursos para encontrar en Jerusalén los restos de la cruz en la que murió Jesús de Nazaret. Y consiguió encontrarla y de ahí que se construyeran las citadas basílicas. La inauguración de estas demuestra que ya hacía tiempo que se conmemoraba la fecha en que la cruz apareció. Estamos pues ante una fiesta muy antigua, una de las más antiguas de la cristiandad. Y, desde luego, merece la pena darle la amplitud y relevancia que siempre tiene un domingo, donde en la Eucaristía se reúnen muchísimos más fieles que en las fiestas cristianas—aún las más importantes—celebradas en días laborables.

Lo sabemos desde que éramos pequeños. Es el primer gesto cristiano que aprendimos: el de persignarnos y el de santiguarnos. Y lo aprendimos un poco más tarde en el catecismo: ¿Cuál es la señal del cristiano? La señal del cristiano -respondíamos- es la santa cruz. Y con esta señal comenzamos nuestras eucaristías y las terminamos.

A primera vista, parece extraño admirar o exaltar la cruz. Sabemos que era un instrumento de tortura, para criminales y revolucionarios. Era el más temible de los suplicios. Ningún ciudadano romano podía ser condenado a él. Era propio de los esclavos y de los rebeldes políticos. Y podemos imaginarnos sin dificultad la crueldad de esta pena de muerte y el sufri¬miento que entrañaba para las víctimas. Era sin duda un inhumano sistema de represión que empleaba el imperio romano para tener a raya a los que se quisieran sublevar contra él. Jesús, que anticipaba esta forma de muerte como su final personal, tuvo que sentir una inmensa aversión y un profundo estreme¬cimiento.

Por eso, a nosotros nos dice muchas cosas ese tosco madero de la cruz. Porque no contem¬plamos una cruz cualquiera, una cruz vacía y deshabitada, sino la cruz en que está clavado Jesús. Y esta cruz nos habla de una historia de fidelidad de Jesús a su misión hasta la muerte. Y eso significa algo decisivo: que esta misión no era un capricho suyo, una ocurrencia que tuvo en un momento feliz de su vida, una simple expresión de su temperamento, el temperamento de una persona que ha sido bien tratada por la vida y que rebosa optimismo y amplia comprensión, el talante de un hombre risueño, acogedor y compasivo. Uno no se empeña tanto y no arriesga tanto cuando sólo actúa por impulsos temperamentales.

Hay que profundizar más; hay que llegar a la conciencia misma de Jesús, a la compren¬sión que él tenía de su vida y ministerio. Y él los sentía y vivía como un encargo que había recibido de Dios y al que no podía ser infiel. Por eso estaba dispuesto a pagar el mayor precio, y a pasar por la más estremece¬dora de las muertes. Sólo porque se sabía enviado por su Padre y sólo porque se apoyaba en su Padre aceptó este destino. Profetas que le habían precedido corrieron también una suerte trágica. Y ahora va a asumir Él la más trágica de las muertes.

Esa cruz nos habla del amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él.» La cruz nos invita a conocer algo mejor a Jesús y a Dios. Hoy, en esta fiesta, hemos de contemplarla. Como los heridos de serpien¬te contempla¬ban la serpiente de bronce elevada por Moisés, así nosotros hemos de dirigir nuestra mirada al crucificado. Será una contemplación que nos invitará a descubrir cómo fue el amor de Jesús por nosotros y cómo de en serio va el amor de Dios por nosotros. Y acaso sea una contemplación que nos invite a convertirnos.

San Pablo por su parte también nos aporta una definición admirable. Y es como un Dios se abaja hasta lo más profundo, hasta someterse a la muerte, “y una muerte de cruz”. La ponderación de que “hasta” murió en la Cruz nos demuestra lo terrible y degradante que la muerte en cruz era entre judíos y griegos, entre los contemporáneos de Jesús. Y Pablo nos ayuda a configurar el sacrificio y como Dios, el mismo Dios, “lo levanto sobre todo”. Dios Padre muestra la salvación desde su Hijo resucitado al modo de cómo Moisés levantó el estandarte de la serpiente en el desierto. Todas estas lecturas nos enseñan el significado de la cruz, su poder salvífico. Hemos de tenerlo muy en cuenta.

La Cruz, como bien sabemos son las contradicciones, las desgracias, la enfermedad, la incomprensión, la pobreza, el que no seamos considerados por los demás, el que nos traicionen los amigos, el que hablen mal de nosotros, la calumnia, la injusticia, el que se burlen de nosotros por ser cristianos, porque vamos a Misa, o rezamos el rosario. Esta retahíla de cosas es evidente que en sí mismas, no son más que desgracias. Pero en la vida de un cristiano ni lo que los hombres llamamos “dichas”, ni lo que los hombres llamamos “desgracias”, se quedan solo en eso. En la vida de un cristiano, todo son “bendiciones”. Porque lo uno y lo otro al cristiano le sirve siempre para que -uniéndose a la Cruz de Cristo- ofreciendo todas las cosas por la redención de los pecados suyos y de todos los hombres, sirva para “elevarlo” para “tener vida eterna”.

En realidad, ésta es la alegría del cristiano. El no creyente, el ateo, el agnóstico tiene la peor de todas las desgracias, aunque fuera el hombre más rico del mundo, gozara de la salud más envidiable o estuviera rodeado de todos los placeres imaginables, porque quien no cree en Dios, desconoce el auténtico sentido de la vida. Y esto sucede especialmente cuando aparece en la vida del hombre -que siempre aparece, aunque Dios sea bueno- el dolor, la contradicción, la enfermedad, la incomprensión o la desgracia en general. Entonces su “alegría” queda truncada, porque no encuentra sentido a la vida. Por eso, la señal del cristiano es la santa Cruz, es decir, la alegría del cristiano es la santa Cruz. Y por eso hoy la Iglesia celebra la exaltación de la santa Cruz, con una fiesta digna de ser proclamada a los cuatro vientos.
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Hoy miramos especialmente a la cruz. Y nos duele el dolor de nuestros hermanos, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos intentando curar heridas, reconciliar, ser misericordiosos, porque no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.

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