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“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.

9/28/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

La semana pasada el profeta Amós hablaba contra los mercaderes injustos. Esos que servían al dinero, antes que al mismo Dios, sin respetar el tiempo que debían dedicar al Señor. Hoy los “criticados” son los que se sienten seguros de sí mismos, creyéndose justos, muy satisfechos de haberse conocido. Los que asociaban riqueza a bendición de Dios.

Porque hubo un tiempo en que Dios aparecía aliado con los ricos: el bienestar, la suerte, la abundancia de bienes eran considerados signos de su bendición. La primera vez que la palabra hebrea “plata” o “dinero” aparece en la Biblia, se refiere a Abrahán: “Abrán poseía muchos rebaños y plata y oro”. “Isaac sembró en aquella tierra y ese año cosecharon un ciento por ciento». Jacob tuvo innumerables propiedades: “bueyes, asnos, rebaños, hombres, siervos y siervas”. El salmista promete al justo: “En tu casa habrá riquezas y abundancia” (Sal 112,3).

La pobreza era una desgracia. Se creía que era resultado de la pereza, la ociosidad y el libertinaje: “Un rato duermes, un rato descansas, un rato cruzas los brazos para dormitar mejor, y te llega la pobreza del vagabundo, la penuria del mendigo» (Prov 24,33-34).

Los profetas, poco a poco, empiezan a avisar de que no cualquier medio es aceptable para hacerse rico. No se pueden olvidar la solidaridad y la justicia nunca. Así que Amós, hoy, carga contra los que se creen salvados porque han acumulado muchos bienes. Porque Dios no quiere que se perpetúe la injusta división entre ricos y pobres.

Amós denuncia la falsa seguridad de las riquezas. Confianza y seguridad en la ciudad de Jerusalén, que les parece inexpugnable, y confianza y seguridad que estimulan la buena vida: comida, perfumes, lujos… No se aleja así el día funesto. Se está preparando la violencia. El castigo será el cautiverio.

Para estar preparados y no caer en la indolencia, Pablo exhorta a Timoteo, en la segunda lectura, a mantenerse firme en la fe y en la doctrina que le he enseñado el Apóstol de los gentiles. Después de haber sido ordenado como pastor de la comunidad, escuchamos todo un catálogo de virtudes, indispensables para ser un buen servidor del Evangelio.

En la época de Pablo y Timoteo, el culto a los emperadores estaba muy extendido. Quizá por eso Pablo hace un alegato en favor de Jesús, el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, capaz de dar la verdadera alegría y la salvación a todos los que le sean fieles. En nuestro tiempo, tan dado a las idolatrías, este recordatorio no nos viene mal.

También advierte Pablo sobre las doctrinas falsas que pueden infiltrarse en la comunidad cristiana. Por este motivo llama a Timoteo a conservar irreprochable y sin mancha el Evangelio que le fue anunciado. Hoy en día hay muchas escuelas que ofrecen métodos para alcanzar la paz espiritual o el nirvana, pero sólo hay un Maestro que nos da la salvación, el Señor Jesús. Las modas que llegan de Oriente pueden, a veces, ayudar a relajarnos, por ejemplo, antes de orar; pero siempre tienen detrás una filosofía incompatible con la mentalidad católica.

Si recordáis, el Evangelio del domingo pasado terminaba con unas palabras de Jesús: “no podéis servir a Dios y al dinero”. Ese Evangelio enlaza con el que acabamos de escuchar. Pero entre medias hay unos versículos que nos ayudan a situar el contexto en el que Jesús habla. El versículo siguiente dice que “oyeron esto unos fariseos, amigos del dinero, y se burlaban de Él”. Estos personajes se tienen por justos y se burlan de Jesús. De ahí que Jesús, con esta parábola, responda a sus burlas y les muestre una imagen de Dios muy distinta a la que ellos tienen: la de un Dios que no soporta la indolencia del rico hacia el pobre Lázaro, la de un Dios que está de parte de los pobres.

Decía también Jesús que “lo que hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”. Y es que si Dios se ha identificado con alguien totalmente es y será con los más pobres y necesitados de nuestro mundo. Como veis, este Evangelio no está tan lejos de nuestra realidad, ni nos ha de parecer tan exagerado, porque el drama del hambre sigue siendo una lacra que arrastramos sin solución, y seguimos rodeados de “lázaros” que, con suerte, comen de las migajas que caen de nuestras mesas. En su mensaje para la Jornada Mundial de la Alimentación, hace 21 años, san Juan Pablo II escribió: “¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población del planeta y que rechaza el hacerlo por una ceguera fratricida?” No hemos avanzado mucho, parece, en este aspecto.

Y esto no sólo tiene que mover nuestro corazón, sino también nuestra acción y nuestro compromiso. Y la Palabra de Dios sigue siendo el criterio de discernimiento para una auténtica conversión de nuestro corazón y de nuestras actitudes hacia los más pobres. “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, aunque resucite un muerto”.

Muchos comentaristas coinciden en llamar a esta parábola la de los cinco hermanos. El rico se preocupa porque ha sentido en sus carnes lo que significa el infierno. Lo ha dicho este miércoles León XIV: “El infierno, en la concepción bíblica, no es tanto un lugar como una condición existencial. Una condición en la que la vida se debilita y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás”, comentó el Papa. El hermano que había experimentado en sus carnes el dolor de la ausencia de Dios no quería que sus hermanos cometieran su mismo error, no pensar en los demás. Pero…

Pero ya era tarde, su vida en la tierra había concluido. Quizá esa sea una de las lecciones de hoy, que hay que escuchar a Moisés y a los profetas, y, sobre todo al Profeta máximo, a Jesús de Nazaret, mientras tenemos posibilidades. No sabemos si los hermanos del rico fueron capaces de hacerlo. Pero a nosotros, cada día, se nos da la oportunidad de encontrarnos con la Palabra de Dios, para escucharla, meditarla y hacerla vida. Siempre estamos a tiempo. Antes de que nos visite la muerte, y se decida nuestro futuro para toda la eternidad, a un lado u otro del abismo. La cosa es para pensárselo.


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No podéis servir a Dios y al dinero.

9/21/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Después del paréntesis de la semana pasada, por la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, seguimos con la lectura del Evangelio de Lucas, en este ciclo “c”. Y lo hacemos con unos versículos que suenan, como poco, raro. ¿Estará el Señor diciéndonos que hagamos trampas en las cuentas? Vamos a ver qué se puede sacar de estos versículos. En realidad, es el patrón de la parábola el que alaba al administrador injusto, pero de eso hablaremos a su tiempo.

Ya la primera lectura nos da alguna clave de interpretación. Generalmente, la primera lectura y el evangelio de cada domingo suelen tener una especial relación. Es como la llave para poder abrir el cofre del tesoro de la Buena Nueva que escuchamos cada semana. Para que seamos como ese escriba, “que se ha convertido en un discípulo del reino de los cielos ¨(…) y que de su tesoro saca cosas nuevas y cosa viejas” (Mt 13, 52).

Esa primera lectura describe una situación en la que caían muchos comerciantes, en tiempos de Amós. De domingo a viernes, haciendo trampa en el mercado, engañando y viviendo como si Dios no jugara ningún papel en su vida. Considerándolo, más bien, una molestia, porque el sábado no podían hacer ningún negocio. En vez de disfrutar de la posibilidad de rezar al Dios que los había liberado de la esclavitud de Egipto, que los había llevado a la Tierra Prometida, estaban quejosos y descontentos.

El dinero genera en torno a sí un culto idolátrico. Es la idolatría de nuestro tiempo. Quien ofrece dinero, obtiene votos; quien se presenta adinerado recibe honor, gloria. Quien facilita el crecimiento económico es bien visto en cualquier institución. En la iglesia no llegamos a esos excesos. Pero sí que nos tienta el modelo empresarial de nuestra sociedad y no tenemos imaginación y creatividad suficiente para ensayar otro modelo alternativo, en el que no quedemos atrapados en las redes de esta religión idolátrica del dinero. Es una religión sin corazón. Dentro del sistema injusto nos vemos obligados a colaborar y a reproducir en pequeña escala el macrosistema. Un mundo, cuya economía funcionase según el proyecto de Dios, sería muy distinto del que ahora es. Porque todos seríamos hermanos, y habría suficiente para cada uno.

Hoy los comerciantes no hacen trampas, generalmente, pero la advertencia puede ser útil para muchos que viven su fe con una doble vara de medir, o como compartimentada: de lunes a sábado, como si Dios no existiera, con una jerarquía de valores “mundana” (el tener, el poder, el ser más que los otros), y el domingo, a Misa, para ser cristiano de diez a once de la mañana o de seis a siete de la tarde. Lo que dure la Eucaristía dominical.

Un dicho muy común en otro tiempo era éste: «la religión es la religión; los negocios son los negocios». También lo podríamos decir con otras palabras: «el templo es el templo; el mercado es el mercado (la Bolsa es la Bolsa)». No; Dios no es el fisco, pero nos pide cuentas de nuestras relaciones con los otros. Si eres empresario, ¿cómo tratas al obrero?; si eres rico, ¿cómo tratas al pobre? ¿Son para ti una mercancía con la que comercias a tu gusto? ¿Eres injusto en la vida mercantil y laboral?

Parece claro que el Señor nos quiere cristianos siete días a la semana, veinticuatro horas al día. Agradecidos por el don de la fe, con ganas de entrar en contacto con Él, y deseosos de ver a la comunidad cristiana en la que celebramos nuestra fe. Un aviso muy importante.

También es muy oportuno el recordatorio que hace san Pablo sobre la necesidad de la oración. En todas partes, recalca, y libres de enojos y discusiones, o sea, en paz. Orar por todos, pidiendo a Dios por los amigos y por los enemigos, para intentar parecernos un poco más cada día a nuestro Padre Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y quiere que todos se salven.

En la antigüedad el esclavo podía servir sólo a un único señor, y esto mismo vale en relación con Dios y el dinero. Son como dos adversarios en eterno conflicto. Aunque la lucha no se desarrolla directamente entre ellos, sino que ocurre en el interior del hombre, que es llamado a optar por servir a uno o a otro. El peligro de la riqueza es que puede llegar a ocupar el lugar de Dios, generando en forma misteriosa e inconsciente una forma de esclavitud y de culto. Los dos “servicios”, a Dios y al dinero, se mueven en planos de lógica opuestos. El servicio a Dios genera la lógica del amor y de la fraternidad, del dar y de la generosidad; el servicio al dinero, en cambio, la lógica del provecho personal, de la competencia, del tener y de la ambición. Con razón Jesús afirma que: “Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero”.

Nos gustaría favorecer a los dos: dar a Dios el domingo y al dinero los días ordinarios. No es posible porque ambos son maestros exigentes y excluyentes. No toleran que haya un lugar para otro en el corazón de una persona y, sobre todo, sus órdenes son opuestas. Uno dice “Compartir los bienes, ayudar a los hermanos, perdonar la deuda de los pobres…”. El otro se dice a sí mismo: “Piensa en tus propios intereses, estudia bien todas las maneras posibles de ganancias… cómo acumular dinero… quedarte todo para ti…’” Es imposible complacer a los dos.
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Nuestro Dios quiere que todos los hombres se salven. Es posible vivir mucho mejor en la tierra. Por eso, hay que orar. Que las promesas de Dios no implican que abandonemos esta tierra, para cobijarnos en un supuesto cielo. Las peticiones son éstas: ¡Venga a nosotros tu Reino! ¡En la tierra como en el cielo! ¡Danos el pan! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Espíritu Santo! Dios quiere hacer aquí su morada. La nueva Jerusalén baja. La vieja Jerusalén quería subir hasta el cielo y se convirtió en morada de demonios. La nueva Jerusalén instaura aquí en la tierra un nuevo sistema de comunión y solidaridad. Va bajando poco a poco y en algunos lugares de la tierra se hace presente. Dios hace nuevas las cosas. Ya lo notamos. Con nuestra ayuda.
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Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único

9/14/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

En medio del tiempo ordinario, nos aparece este domingo la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La coincidencia o concurrencia de la fiesta de la Santa Cruz y del domingo hace que la primera prevalezca sobre este. De ahí que toda la liturgia de este día esté consagrada a la Exaltación de la Santa Cruz.

La Exaltación de la Cruz ha ido siempre unida a la dedicación de dos basílicas de los tiempos del emperador Constantino: la del Gólgota y la de la Resurrección. Y ello tuvo lugar el día 13 de septiembre del año 355. Y al día siguiente fue expuesta ante los fieles la reliquia de la Cruz de Cristo. La tradición ha marcado que la cruz fue encontrada un 14 de septiembre. La madre del emperador Constantino, santa Elena, dedicó mucho tiempo y muchos recursos para encontrar en Jerusalén los restos de la cruz en la que murió Jesús de Nazaret. Y consiguió encontrarla y de ahí que se construyeran las citadas basílicas. La inauguración de estas demuestra que ya hacía tiempo que se conmemoraba la fecha en que la cruz apareció. Estamos pues ante una fiesta muy antigua, una de las más antiguas de la cristiandad. Y, desde luego, merece la pena darle la amplitud y relevancia que siempre tiene un domingo, donde en la Eucaristía se reúnen muchísimos más fieles que en las fiestas cristianas—aún las más importantes—celebradas en días laborables.

Lo sabemos desde que éramos pequeños. Es el primer gesto cristiano que aprendimos: el de persignarnos y el de santiguarnos. Y lo aprendimos un poco más tarde en el catecismo: ¿Cuál es la señal del cristiano? La señal del cristiano -respondíamos- es la santa cruz. Y con esta señal comenzamos nuestras eucaristías y las terminamos.

A primera vista, parece extraño admirar o exaltar la cruz. Sabemos que era un instrumento de tortura, para criminales y revolucionarios. Era el más temible de los suplicios. Ningún ciudadano romano podía ser condenado a él. Era propio de los esclavos y de los rebeldes políticos. Y podemos imaginarnos sin dificultad la crueldad de esta pena de muerte y el sufri¬miento que entrañaba para las víctimas. Era sin duda un inhumano sistema de represión que empleaba el imperio romano para tener a raya a los que se quisieran sublevar contra él. Jesús, que anticipaba esta forma de muerte como su final personal, tuvo que sentir una inmensa aversión y un profundo estreme¬cimiento.

Por eso, a nosotros nos dice muchas cosas ese tosco madero de la cruz. Porque no contem¬plamos una cruz cualquiera, una cruz vacía y deshabitada, sino la cruz en que está clavado Jesús. Y esta cruz nos habla de una historia de fidelidad de Jesús a su misión hasta la muerte. Y eso significa algo decisivo: que esta misión no era un capricho suyo, una ocurrencia que tuvo en un momento feliz de su vida, una simple expresión de su temperamento, el temperamento de una persona que ha sido bien tratada por la vida y que rebosa optimismo y amplia comprensión, el talante de un hombre risueño, acogedor y compasivo. Uno no se empeña tanto y no arriesga tanto cuando sólo actúa por impulsos temperamentales.

Hay que profundizar más; hay que llegar a la conciencia misma de Jesús, a la compren¬sión que él tenía de su vida y ministerio. Y él los sentía y vivía como un encargo que había recibido de Dios y al que no podía ser infiel. Por eso estaba dispuesto a pagar el mayor precio, y a pasar por la más estremece¬dora de las muertes. Sólo porque se sabía enviado por su Padre y sólo porque se apoyaba en su Padre aceptó este destino. Profetas que le habían precedido corrieron también una suerte trágica. Y ahora va a asumir Él la más trágica de las muertes.

Esa cruz nos habla del amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él.» La cruz nos invita a conocer algo mejor a Jesús y a Dios. Hoy, en esta fiesta, hemos de contemplarla. Como los heridos de serpien¬te contempla¬ban la serpiente de bronce elevada por Moisés, así nosotros hemos de dirigir nuestra mirada al crucificado. Será una contemplación que nos invitará a descubrir cómo fue el amor de Jesús por nosotros y cómo de en serio va el amor de Dios por nosotros. Y acaso sea una contemplación que nos invite a convertirnos.

San Pablo por su parte también nos aporta una definición admirable. Y es como un Dios se abaja hasta lo más profundo, hasta someterse a la muerte, “y una muerte de cruz”. La ponderación de que “hasta” murió en la Cruz nos demuestra lo terrible y degradante que la muerte en cruz era entre judíos y griegos, entre los contemporáneos de Jesús. Y Pablo nos ayuda a configurar el sacrificio y como Dios, el mismo Dios, “lo levanto sobre todo”. Dios Padre muestra la salvación desde su Hijo resucitado al modo de cómo Moisés levantó el estandarte de la serpiente en el desierto. Todas estas lecturas nos enseñan el significado de la cruz, su poder salvífico. Hemos de tenerlo muy en cuenta.

La Cruz, como bien sabemos son las contradicciones, las desgracias, la enfermedad, la incomprensión, la pobreza, el que no seamos considerados por los demás, el que nos traicionen los amigos, el que hablen mal de nosotros, la calumnia, la injusticia, el que se burlen de nosotros por ser cristianos, porque vamos a Misa, o rezamos el rosario. Esta retahíla de cosas es evidente que en sí mismas, no son más que desgracias. Pero en la vida de un cristiano ni lo que los hombres llamamos “dichas”, ni lo que los hombres llamamos “desgracias”, se quedan solo en eso. En la vida de un cristiano, todo son “bendiciones”. Porque lo uno y lo otro al cristiano le sirve siempre para que -uniéndose a la Cruz de Cristo- ofreciendo todas las cosas por la redención de los pecados suyos y de todos los hombres, sirva para “elevarlo” para “tener vida eterna”.

En realidad, ésta es la alegría del cristiano. El no creyente, el ateo, el agnóstico tiene la peor de todas las desgracias, aunque fuera el hombre más rico del mundo, gozara de la salud más envidiable o estuviera rodeado de todos los placeres imaginables, porque quien no cree en Dios, desconoce el auténtico sentido de la vida. Y esto sucede especialmente cuando aparece en la vida del hombre -que siempre aparece, aunque Dios sea bueno- el dolor, la contradicción, la enfermedad, la incomprensión o la desgracia en general. Entonces su “alegría” queda truncada, porque no encuentra sentido a la vida. Por eso, la señal del cristiano es la santa Cruz, es decir, la alegría del cristiano es la santa Cruz. Y por eso hoy la Iglesia celebra la exaltación de la santa Cruz, con una fiesta digna de ser proclamada a los cuatro vientos.
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Hoy miramos especialmente a la cruz. Y nos duele el dolor de nuestros hermanos, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos intentando curar heridas, reconciliar, ser misericordiosos, porque no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.

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Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.

9/7/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.
La semana pasada encontrábamos al Señor comiendo con uno de los jefes de los fariseos, invitándonos a no ocupar los primeros puestos y a actuar por pura gratuidad, sin esperar recompensa por nuestras obras. Vivir en todo momento y sólo para ver feliz a los que necesitan de tu ayuda y de tu servicio.

Hoy nos acompaña en la primera lectura la gran figura de Salomón, uno de los mejores reyes de la historia de Israel. Cuando se enfrenta con la difícil tarea de gobernar al pueblo, tiene la humildad suficiente para reconocer que es un hombre, como cualquier otro, y que tiene sus limitaciones. Sabe darse cuenta de que se puede equivocar en sus razonamientos y que las motivaciones, a la hora de tomar cualquier decisión, no siempre son claras y limpias. Y es consciente de que no puede hacer lo que le da la gana porque cree en Dios. Esto significa, por encima de todo, contar con Él en cada una de las decisiones que tenga que ir tomando. O lo que es lo mismo: preguntarse continuamente cuál será la voluntad de Dios para él.

A buen seguro, el hombre se siente débil y frágil para llevar a cabo los planes de Dios. ¿Cómo puedo conocer y realizar el deseo de Dios? «¿Quién hará tu designio si Tú no le dieras la sabiduría y tu santo espíritu desde los cielos?», dice el libro de la Sabiduría. Sin embargo, el hombre creyente sabe que Dios le asistirá, también esta vez, con su gracia. El hombre sabe que Dios le ha iluminado y guiado siempre con su sabiduría. Dios también nos puede asistir hoy. Por eso pedimos continuamente a Dios el don de la sabiduría: «envíala de los cielos». Sabemos que esta oración es eficaz. La respuesta de Dios es segura: es la Encarnación, el descenso del Verbo al seno de la Virgen María. La Sabiduría se encarnó en la persona de Jesús, un rostro humano. Entró en nuestra historia, invitándonos a renunciar a todo para llegar a la plena unidad con Dios. Jesús es la Sabiduría dulce y luminosa que nos ha sido entregada desde lo alto.

En la segunda lectura nos encontramos a un Pablo anciano, en arresto domiciliario, ayudado por un esclavo que se ha fugado de casa de su amo. A Pablo le viene estupendamente, han sintonizado bien y le ha llegado a tomar cariño, a quien llama «hijo de mis entrañas». Pero Pablo se plantea delante de Dios qué es lo que tiene que hacer con aquel esclavo, qué es lo mejor para él y para su amo. Discierne, ora, y toma una decisión difícil, que le cuesta: desprenderse de él, devolverlo a casa y pedir a su dueño que lo trate de otra manera (algo totalmente atípico en aquella época, por cierto).

Pablo deja que sea Filemón quien decida retenerle o enviarle de nuevo a Pablo. De este modo, Pablo no solo libera a Onésimo de la esclavitud, sino que pide además a Filemón algo mucho más costoso, le invita a un cambio todavía más profundo: que reciba a Onésimo no ya como esclavo, sino «como un hermano muy querido» al que debe amar ante el Señor. En efecto, mediante el amor de Pablo, Onésimo se ha vuelto para Filemón un hombre como él, auténticamente vivo, en posesión de un tesoro que no perecerá nun­ca. Se trata de que vuelva a tener a Onésimo no ya para un simple beneficio temporal, para un «momento», sino «precisamente para que ahora lo recuperes de forma definitiva».

Vemos, pues, a dos grandes personajes que se preguntan continuamente por la voluntad de Dios, que procuran meter los criterios de su fe en lo que deciden y hacen cada día.

Los cristianos rezamos con frecuencia el Padrenuestro, y decimos allí aquello de «hágase tu voluntad». Y admiramos a María de Nazaret, que fue capaz, después de escuchar la Palabra de Dios, de decir aquello de «hágase en mí según tu Palabra». En nuestra época, es posible que tengamos que reconocer que nos preguntamos bien poco por la «voluntad de Dios» sobre nosotros. Y menos todavía la aplicamos sin condiciones.

Hay demasiados hermanos nuestros que creen que ser cristiano es solamente «ser buena persona». Es fácil escuchar quienes dicen: «mira, yo ni robo ni mato ni engaño a mi pareja, ¿para qué confesarse?». Están convencidos de que con no hacer cosas malas y ayudar un poco a los demás ya es bastante. Hay que decir que ser «buenas personas» es algo que se le puede pedir a cualquiera, y que no hace falta ser ni cristiano, ni siquiera creer en Dios, para ser «decentes». Incluso más: el Evangelio no dice en ninguna parte que haya que ser cristianos para «ir al cielo».

Fijaos que el Evangelio de hoy nos decía que «mucha gente acompañaba a Jesús», Y Jesús, que nunca ha buscado las grandes masas, los números, la cantidad de seguidores, se vuelve y les dice tres exigencias bien duras, que ya conocemos, sobre la familia, la cruz y los bienes. Las parábolas del evangelio de hoy nos enseñan, en electo, que la sabiduría del cristiano consiste en ir a Jesús «renuncian­do a todo lo que tiene», como sugiere Lucas: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus lujos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Esto es lo que se exige para seguir a Jesús.

Jesús exige para Él, por ser el Hijo de Dios, «todo el corazón, todas las fuerzas». Nada puede oponerse a este amor. Jesús quiere ser amado como el único amor, como la única riqueza y el único provecto que llena el corazón. Quien no «renuncia a todo lo que tiene» no puede pretender ser discípulo suyo. Está incluido aquí lodo lo que podamos poseer: no sólo los bienes mate­riales, sino también las relaciones con otras personas, como los parientes más próximos. En el fondo, la sabiduría cristiana esta toda aquí: desvincularnos de todo lo que nos aleja o nos separa de Dios, para llegar a vivir nuestra vocación de discípulos.


Debemos preguntarnos si estamos dispuestos verda­deramente a abandonar todo y a esperar, con buen ánimo, toda la fuerza únicamente de Dios, dejando que sea él quien disponga de toda nuestra vida. Abandonar no significa huir a un desierto, sino, simplemente, soltar los dedos que están apegados a cualquier cosa que considero una «pertenencia», para ofrecerle todo al Señor. Por eso, los textos de este domingo nos ponen frente a un mis­mo tema: el abandono en Dios. Con frecuencia nos pre­guntamos: ¿quién puede conocer la voluntad de Dios? O bien: ¿cómo podemos saber lo que Dios quiere de noso­tros? Las lecturas de hoy nos dicen que sólo podemos conocer las intenciones de Dios si poseemos la sabiduría. Ahora bien, para poseer la sabiduría es preciso renunciar a lodo para seguir a Jesús. La sabiduría que el Señor nos enseña es seguir a Jesús. Nada más. Es preciso liberarnos, despojarnos, renunciar a todo lo que creíamos poseer, vender todo lo que tenemos, no llevar dinero con nosotros, no disponer ni siquiera de una piedra en la que reposar la cabeza, no encerrarnos en los vínculos familiares.

La garantía del discípulo consiste en ir a Jesús sin te­ner nada. La verdadera sabiduría consiste en no llevar ningún peso que nos impida la marcha tras Jesús. Dicho de manera positiva, se trata de llevar un único peso: la cruz de Jesús. Y el peso de la cruz es el peso de su amor. No se trata de hacer cálculos, de contar el número de pie­dras necesarias para construir la casa o el número de per­sonas necesarias para la batalla. No es esa la intención del Señor. Ser discípulo significa preferir únicamente y siempre al Señor, o sea, elegirle de nuevo cada día y ofrecerle toda nuestra vida. El don de la sabiduría, que es algo que he­mos de pedir constantemente al Señor, nos permite dar­nos por completo, con libertad y de una manera trans­parente a este amor. Quien ha sido vencido por este amor ya no tiene miedo de nada por parte de Dios. El amor vence todo temor. Ya nada nos podrá asustar.
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