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Comentario al Evangelio del Domingo de la Santísima Trinidad

6/15/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

El Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena.
Queridos hermanos, paz y bien.

El padre Fernando Armellini, un misionero y erudito bíblico italiano, tiene una presentación a sus comentarios este domingo que me parece oportuno reproducir aquí:

¿Cuál es el carné de identidad de los cristianos? ¿Qué característica los distingue de los creyentes de otras religiones? No el amor al prójimo; otras religiones, lo sabemos, hacen el bien a los demás. No la oración; también los musulmanes oran. No la fe en Dios; incluso los paganos la tienen. No basta creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. ¿Es una “entidad” o es “alguien”? ¿Es un padre que quiere comunicar su vida o un potentado que busca nuevos súbditos?

Los musulmanes dicen: Dios es el Absoluto. Es el Creador que habita allá arriba, que gobierna desde lo alto, no desciende nunca; es juez que espera la hora de pedir cuentas. Los hebreos, por el contrario, afirman que Dios camina con su pueblo, se manifiesta dentro de la historia, busca la alianza con el hombre. Los cristianos celebran hoy la característica específica de su fe: creen en un Dios Trinidad. Creen que Dios es el Padre que ha creado el universo y lo dirige con sabiduría y amor; creen que no se ha quedado en el cielo, sino que su Hijo, imagen suya, ha venido a hacerse uno de nosotros; creen que lleva a cumplimiento su proyecto de Amor con su fuerza, con su Espíritu.

Toda idea o expresión de Dios tiene una consecuencia inmediata sobre la idetidad del hombre. En el rostro de todo cristiano debe reflejarse el rostro de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Imagen visible de la Trinidad debe ser la Iglesia, que todo lo recibe de Dios y todo lo da gratuitamente, que se proyecta toda, como Jesús, hacia los hermanos y hermanas en una actitud de incondicional disponibilidad. En ella la diversidad no es eliminada en nombre de la unidad sino considerada como riqueza.
Se debe descubrir la huella de la Trinidad en las familias convertidas en signo de un auténtico diálogo de amor, de mutuo entendimiento y disponibilidad a abrir el corazón a quien
tiene necesidad de sentirse amado.

Es evidente que, dependiendo de la imagen de Dios que tengamos, nuestra vivencia de la fe será de una manera o de otra. Con miedo ante un Dios justiciero, por ejemplo, o sin ningún tipo de límite, si Dios es sólo misericordioso… Esa percepción influye en nuestra vivencia personal, familiar y comunitaria de la fe.
Todas nuestras celebraciones, todas nuestras oraciones, las iniciamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y todas las terminamos bendiciendo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así es también nuestra vida.

Nacemos porque un Padre ha querido darnos la vida, nos ha engendrado, nuestra vida no depende de nosotros. Nos propone un modelo, un norte, un sentido para nuestra existencia (nos dice a qué venimos a este mundo): que seamos como Él mismo cuando compartió su vida con nosotros por medio de su Hijo Jesucristo. Y además nos da, como a Adán, su Aliento, su misma Vida, nos dice que tenemos algo suyo que nos va a permitir y ayudar a ser no simples criaturas, sino perfectos como nuestro Padre celestial, creadores como Él, libres ante Él, con capacidad de amor y entrega, felices y eternos… Por eso los cristianos optamos por el Bautismo y consagramos toda nuestra vida a este Dios tan estupendo.

Y al morir y recibir la bendición de Dios, el Padre nos reconoce como hijos suyos y nos dice que en su casa tenemos una morada preparada, y pone el «visto bueno» sobre nuestra vida si lo merece. Recibimos la bendición del Hijo y nos identificamos con Él, que también pasó por ese trance y encomendó su vida en las manos del Padre. Que venció la muerte, el primero de todos sus hermanos y nos garantizó que regresaría a recogernos en cuanto nos tuviera preparada su morada en la casa del Padre. Y el Aliento Divino que nos habitaba intercede por nosotros y reclama poder habitarnos de nuevo (recordad que somos Templos del Espíritu Santo, según nos dice San Pablo).

Por eso los cristianos trazamos muchas veces sobre nosotros la llamada «señal de la cruz», la marca que nos identifica como pertenecientes al rebaño de nuestro Buen Pastor, el carné de identidad que nos permitirá circular libremente por la Ciudad de Dios, la Nueva Jerusalén.

Al hacer sobre nuestra frente, labios, nuestro pecho, y todo nuestro cuerpo la señal de la Cruz, estamos haciendo ya una oración: nos estamos ofreciendo y renovando nuestra consagración a Dios. Le estamos diciendo a Dios que Él es el sentido de nuestra vida, que tenemos sed de Él y ninguna fuente terrenal nos sacia del todo; le estamos diciendo que nuestro corazón le añora y le ama, a veces sin saberlo. Cuando procuramos ser nosotros mismos, sin máscaras, sin excusas, sin rebajas, y sacamos lo mejor que llevamos dentro, estamos respondiendo a la vocación, a la misión de Dios. Es nuestra mano la que traza ese signo de salvación, porque nuestras manos nos las dieron para bendecir y consagrar, para poner todo al servicio de Dios, y no para destruir, arruinar o dañar nada de lo que forma parte de la creación.

Nos hemos reconocido pecadores al comenzar nuestra celebración de hoy. ¿Qué significa tal gesto? Que al andar por los caminos de la vida no hemos vivido como consagrados al servicio de quien nos dio el ser: No hemos sido creadores, hemos vendido barata nuestra libertad, nos hemos quedado mucho de nosotros mismos y se nos ha estropeado en la despensa, que el amor y la entrega aún los tenemos casi sin estrenar… Pero en el reencuentro y en el perdón, salimos renovados. Luego recibiremos el «Alimento Maravilloso» que nos dé las fuerzas para llegar hasta la vida eterna. Sentiremos la fraternidad que nos recuerda que cada hombre es un hermano, a pesar de todas las diferencias. Y el Espíritu nos irá transformando en lo que hemos recibido: el Cuerpo de Cristo.
Una nueva señal de la cruz hemos trazado antes de que fuese proclamado el Evangelio: hemos querido expresar que queremos meter en nuestra mente (para que gobierne todas nuestras acciones), poner sobre nuestros labios (para que hablemos palabras de amor), e insertar en nuestro corazón y en todo nuestro ser los sentimientos que la Palabra del Señor nos brinda cada domingo y cada día.

¿Y cómo sabemos todas estas cosas? ¿Cómo nos atrevemos a hacer tantas afirmaciones sobre nuestro gran Dios, el Dios de la paz y del amor? Él mismo se ha ido dando a conocer progresivamente, desde Abraham y Moisés, hasta Jesús. Por ejemplo, la primera lectura: ¿Cómo es el Dios que se «descubre» ante Moisés? Es un Dios que baja hasta el hombre y se muestra como compasivo, misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Ante Él, Moisés, nosotros, nos postramos por tierra y adoramos.

San Pablo, después de desear que el Dios del amor y de la paz estén con vosotros, saca una conclusión: Saludaos con el beso santo. Es decir, que cuando nos besamos santamente, cuando nos abrazamos fraternalmente, estamos dando culto a la Trinidad. Besarse y abrazarse es una oración muy hermosa que agrada a Dios. Para eso estamos aquí: no para discutir o reñir, no para desentendernos los unos de otros, sino para mirarnos comprensivamente, para acercarnos y acogernos sinceramente, para comunicarnos y unirnos definitivamente. Es que así es Dios.

El que cree en el Dios cristiano sabe que tiene esta tarea: ser su imagen y semejanza. O sea, convertirse en el reflejo de un Dios que es amor, comunicación, entrega, que es persona, que es Comunidad Familiar, que ha salido al encuentro del hombre para prestarle ayuda, y hasta le ha entregado a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él. Eso implica:
  • No al individualismo y a montarse la vida por cuenta propio.
  • No a encerrarse en el propio mundo, en los propios asuntos
  • No a la incomunicación y al desentenderse de los otros
  • No a ignorar al hombre necesitado
  • Y no a la ira, el rencor, el corazón de piedra, la traición o la infidelidad

Si optamos por todo lo contrario nos estamos condenando, no creemos en el nombre del Hijo único de Dios. Y no hace falta que venga Dios a decírnoslo: nosotros mismos estamos poniendo unos sólidos cimientos de autodestrucción e infelicidad. Pues eso: hagámoslo todo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

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Comentario Evangelio Domingo Fiesta de Pentecostés

6/8/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Queridos hermanos, paz y bien.

Con la celebración de Pentecostés termina el tiempo pascual. Hemos estado mucho tiempo preparándonos, con la Cuaresma, hemos vivido la Semana Santa y después las siete semanas de la Pascua. Cada domingo, la Liturgia nos ha ayudado a adentrarnos en ese misterio de la muerte y resurrección del Señor.

Cincuenta días después de haber celebrado la Pascua, ésta se nos acaba. Cuando empezamos el período de Cuaresma, ¡qué lejos estaba este momento! Pero el tiempo vuela, y no nos queda más remedio que mirar atrás, hacer examen de conciencia, ver si hemos cumplido nuestros objetivos (todo eso que en Cuaresma prometemos, pero luego… O sea, rezar más, ser mejor, dejar de fumar, pasar menos tiempo delante de la tele y más tiempo con la familia o la Comunidad…) y, como dicen los jóvenes, “ponernos las pilas”, y seguir hacia delante. Porque tenemos todavía mucho que hacer. Hay que recibir bien el Espíritu.

El evangelio de san Juan concluye la narración de la muerte de Jesús: «e, inclinando la cabeza, entregó el Espíritu». Cuando se escribieron los evangelios, no había letras minúsculas. No sabemos si, de vivir varios siglos después, o en nuestro tiempo, habría escrito el autor la palabra «espíritu» con mayúscula o con minúscula. O quizá la hubiera escrito de las dos formas, poniendo una barra de separación entre ellas. Y es que una de las técnicas de este evangelio es precisamente la de jugar a la ambigüedad, no en el sentido de que quiera confundirnos, sino en el sentido de la riqueza y abundancia de signifi­cados que ofrecen sus expresiones (polisemia). Así que nosotros, ahora, en nuestro caso, si pecamos de algo, es mejor que pequemos viendo un doble sentido en su expresión, en lugar de ser demasiado parcos y quedarnos sólo con el significa­do más simple, el de exhalar el último aliento, o el de encomendar su vida a las manos de Dios.

Los Discípulos podían muy bien decir: «¿qué va a ser de nosotros si Tú nos faltas? ¿Cómo nos las vamos a apañar? Todo se vendrá abajo. Nosotros mismos nos vendremos abajo. Tú no nos puedes faltar.» En cambio, Jesús les decía: «os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, no os podré enviar el Espíritu de la verdad.» Para poder decir «¡bienvenido!» al Espíritu, hay que dar un cierto «¡adiós!» a Jesús. Y Jesús cumple su promesa. Viene al encuentro de los Discípulos como Resucitado y les entrega el Espíri­tu. El Espíritu es, pues, el fruto maduro de la Pascua de Jesús. De ese fruto participamos todos, gracias a Dios.

Porque hoy para todos nosotros es Pentecostés. Hoy celebramos que Jesús nos envió su Espíritu. Es un hecho que no consignó ningún historiador. Pero la historia cambió desde aquel momento. En el corazón de aquellos galileos que habían seguido a Jesús desde los inicios allá cerca del lago, en el corazón de María, su Madre, y en el de las otras mujeres que habían ido con Él, en el corazón de los discípulos que se habían añadido al grupo a lo largo de aquellos tres años por las tierras de Palestina, todo había cambiado cuando, después de la muerte del Maestro, lo habían experimentado vivo, resucitado en medio de ellos.

Solo el don de una fuerza divina puede cambiar radicalmente la situación. Y es aquí donde Pablo introduce el discurso del Espíritu que, penetrando hasta lo más íntimo de la persona, trasforma el corazón, comunica energía de vida, infunde la capacidad de ser fiel a Dios. La consecuencia de esta transformación es la liberación de la esclavitud del pecado.

Todo había cambiado. Pero no sólo por admiración o por alegría. Todo había cambiado porque ahora la vida nueva de Jesús era su misma vida, el Espíritu de Jesús era su mismo Espíritu. El aliento de Jesús, la fuerza de Jesús, el alma de Jesús. Este Espíritu es ahora como nuestra madre. Así cumplió Jesús su palabra: «no os dejaré huérfanos». Somos los renacidos del agua y del Espíritu. El Maestro sigue con nosotros, a través del Espíritu Santo.

Ese Espíritu nos conduce a la verdad plena. Si nos dejamos guiar por Él, nos hace penetrar en lo profundo del misterio de Dios; nos hace penetrar en lo profundo del misterio de la vida. Y nos enseña a discernir: a separar la paja del grano; lo que conduce a la vida de lo que aleja de ella; lo verdadero de lo falso. Esto no es una vana especulación sin comprobación posible; no es una hipótesis todavía pendiente de confirmación. Es una realidad bien comprobada. Ahí tenemos toda esa rica historia de los santos, que son los hombres y mujeres que se han dejado educar y guiar por el Espíritu. ¡Cómo han calado hondo en el misterio del vivir! ¡Qué intensa y apasionadamente han vivido! Los distintos dones y frutos del Espíritu han henchido su vida.
Sin el Espíritu de Dios no podemos orar a Dios. Uno de los dones del Espíritu es justamente el don de piedad, por el que nos podemos sentir gozosamente hijos de Dios y se crea sintonía y suavidad para escuchar a Dios y acogerlo y para volvernos a Él y hablarle a semejanza del modo confiado en que Jesús hablaba al Padre. (Cf Rom 8,15); «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6).

Sin el Espíritu de Dios no podemos testimoniar a Dios. El Espíritu hace irradiar. Si conduce a una mayor concentración es en orden a una mayor expansión. Por Él los Apóstoles salieron hasta los confines del mundo; por él nosotros podemos sobreponernos al miedo y a la pereza y dar testimonio. Llenos del Espíritu Santo.
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Todo con mucha paz. Porque las primeras palabras del Resucitado son para desear la paz. A pesar de todo. «Sin embargo, cuando os entreguen no os preocupéis por lo que vais a decir o por cómo lo diréis, pues lo que tenéis que decir se os inspirará en aquel momento; porque no seréis vosotros los que habléis, será el Espíritu de vuestro Padre quien hable por vuestro medio.» (Mt 10,19-20) Siempre con mucha paz.

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Comentario al Evangelio - Solemnidad de la Ascensión

6/1/2025

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Alejandro Carbajo, C.M.F.
https://www.ciudadredonda.org

Vosotros sois testigos de esto.

Queridos hermanos, paz y bien.

Llegamos a un momento importante del camino de la Pascua. Es el final de la presencia terrena de Cristo, después de su resurrección. El comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles se complementa con el final del Evangelio de Lucas. De los cuatro Evangelios canónicos, sólo el de Lucas nos narra este episodio. Y, como siempre, los evangelistas no hacen nada sin intención.

Para los primeros cristianos fue difícil entender por qué Jesús, siendo como era el Mesías, no restauró el reino de Israel inmediatamente. Se ve que, con el paso de los años, la esperanza se iba apagando, debido a la tardanza en ver esa restauración. El evangelista introduce una conversación entre los Apóstoles y el Maestro.  En ese diálogo, encaja la pregunta que los primeros creyentes querrían haber hecho al Señor: “¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”

La respuesta de Jesús nos puede dar también a nosotros alguna pista sobre cómo vivir el momento presente. Con muy buenas palabras, les dice que no es lo más importante cuándo tendrá esa instauración definitiva del Reino de Dios – sólo Dios lo sabe – sino ser capaces de vivir cada instante con toda la intensidad que podamos. De ahí la indicación de los dos ángeles de que dejen de mirar al cielo, de que vuelvan a Jerusalén y continúen con sus vidas.

Es un consejo que nos puede ser muy útil a todos. Porque a veces podemos tener la tentación de esperar a que cambien las cosas, para hacer algo. “Cuando sea mayor… Cuando me cambie a otra comunidad religiosa… Cuando me case… Cuando acabe la carrera… Cuando me jubile…” Esa tentación es muy peligrosa, porque nos justifica para no cambiar nada y dejar las cosas como están, para ver cómo quedan. Y seguimos mirando al cielo, a esperar que de allí nos caigan las soluciones.

No es eso lo que quiere Dios de nosotros. Para el cristiano, cualquier lugar y cualquier tiempo es el que ha querido Dios para cada uno. En otras palabras, el que tenemos que aprovechar. El “escapismo” o el “futurismo” significa no implicarse demasiado, esperando siempre al mañana.

Si queremos ser testigos de esto, como nos pide Jesús en el Evangelio, hay que empezar ya a dar testimonio. Y recordando siempre la promesa que nos lleva acompañando ya algún tiempo: la venida del Espíritu Santo. Esa fuerza que viene de lo alto es la que nos permite afrontar con confianza el futuro. Puede ser que sintamos que no somos capaces, que la tarea es muy grande. Seguramente lo mismo pensaron los Discípulos. Todo cambió cuando llego el Espíritu Santo. Gracias a Él la cobardía se volvió valor y la molicie se convirtió en diligencia.

Quizá por esa promesa los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con alegría. La tristeza de la separación con el Maestro quedó compensada por la bendición recibida; una espera confiada en la llegada del Consolador. Sintiéndose benditos, es decir, o sea, sintiéndose dichosos y felices, se ponen manos a la obra, para llevar a todos los confines de la Tierra la Buena Nueva. Y lo hicieron bien. Tan bien, que por todo el mundo podemos encontrar creyentes, miembros de comunidades que continúan la tarea de los primeros Apóstoles.

Nosotros también somos miembros de esa Iglesia de la que habla san Pablo. Esa Iglesia que tiene como cabeza a Cristo, el Único Sacerdote, que se sacrificó para abrirnos el ingreso a la casa del Padre. El aviso final al discípulo, que ahora tiene el corazón purificado por la sangre y el cuerpo lavado por el agua del Bautismo, es a ser fiel, a no vacilar en la profesión de esta esperanza.

Es posible que, al pensar en la Ascensión de Jesús, empecemos a sentir nostalgia en nuestro corazón. Es un momento de transición y esperanza. Al igual que los apóstoles aquel día, miramos al cielo y anhelamos estar con Cristo. Continuamos con nuestra vida cotidiana, llevando en nuestro corazón esta nostalgia por la eternidad, sabiendo que solo Dios puede llenar nuestra vida de felicidad auténtica y duradera.

Con palabras de San Pablo VI, tal día como hoy, en 1976: «La Ascensión de Cristo al cielo ilumina, guía y sostiene nuestro camino en la tierra». La Ascensión es una fiesta hermosa, llena de alegría, pero teñida de una ligera tristeza, que nos recuerda que aún nos queda mucho trabajo por hacer en esta tierra hasta que Dios nos llame a su hogar para estar con su Hijo por los siglos de los siglos.

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